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Viernes, 20 de marzo de 2009

ENTREVISTA > RAúL ESCARI

En la hoguera

La vanguardia del ’60 en el Instituto Di Tella, los 30 años bien vividos en París y la amistad cultivada con celebridades variopintas –Copi, Roland Barthes, Severo Sarduy, entre otros– alimentan el fuego de una autobiografía que arde en cada uno de sus libros y en cada conversación. Avanzando en el humo de su propia hoguera, Raúl Escari consigue que aparezca radiante la figura de “la loca”, que sigue viva burlando los malos pronósticos.

 Por Patricio Lennard

–¿No querés que te arme un joint?

No, gracias. No acostumbro fumar mientras trabajo.

–Es muy buena esta marihuana que me trajeron ayer. ¿En serio no querés? ¿Te armo uno para vos?

No, está bien, Raúl. Me dispersa el porro.

–Yo ya me fumé uno hace un rato, después de levantarme. Il n’y a pas des vacances pour l’herbe (“no hay vacaciones para la hierba”) me digo siempre, parafraseando la frase de Marguerite Duras, Il n’y a pas des vacances pour l’amour. Yo hace más de cuarenta años que fumo. Marihuana en Buenos Aires y haschís en Francia. Digamos que es parte del método: fumo y escribo al mismo tiempo. A Copi también le gustaba escribir fumado. Y a veces, de tan fumado que estaba, se le iba la mano. Como cuando en El baile de las locas los personajes cogen por el ombligo. Eso seguro que lo escribió fumado.

Copi, Duras, Enrique Vila-Matas, son algunos de los intelectuales que tuviste la suerte de frecuentar en Francia y cuyas anécdotas contás en tus dos libros, Dos relatos porteños y Actos en palabras, que publicaste en 2006 y 2007, respectivamente. Habiéndote codeado con tantos escritores, ¿por qué pensás que no te decidiste a escribir antes?

–No sé. Igualmente hablemos de publicar, porque escribir ya escribía. Yo estuve en la revista El Escarabajo de Oro, que dirigía Abelardo Castillo, adonde entramos al mismo tiempo Ricardo Piglia, Miguel Briante y yo, y de donde nos fuimos también juntos. Ahí publiqué mi primer cuento. Pero yo no soy un escritor profesional, ni mucho menos. Escribo cuando tengo ganas. Trabajé en otras cosas, hice otras cosas. Estuve en otro país más de treinta años. Trabajé en France Press como periodista. Antes de irme a París estuve en el Instituto Di Tella, hice dos happenings y uno de ellos se expuso hace poco en Nueva York. Me dediqué a vivir y a cultivar amistades interesantes, y eso se ve en lo que escribo. Ese culto a la amistad que marcó mi vida.

Sí. Y también llama la atención que tu ingreso a la literatura haya sido por el lado de la autobiografía...

–Todo es autobiografía. Y el libro que estoy haciendo ahora es autobiografía, y el otro va a ser autobiografía también. Ya siento que estoy instalado ahí. De hecho, acaba de salir un libro del crítico Alberto Giordano que se llama El giro autobiográfico de la literatura argentina actual, y el segundo capítulo está dedicado a mis libros. Así que... ¡hay una tendencia, hay una tendencia!

En tu caso, se trata de la autobiografía de una “loca”, palabra que preferís para describirte. Pero, ¿adónde han ido a parar las locas? ¿Qué ha sido de ellas?

–Cuando escribió la bibliográfica de El baile de las locas de Copi en 1977, Guy Hocquenghem consideraba que las locas eran obras de arte en vías de desaparición. Ya entonces él las veía como algo anticuado. Y ese peligro de extinción fue el mismo que después pareció correr la homosexualidad con la epidemia del sida. En aquel entonces se morían todos a la vez: se moría uno y, no bien terminaba de morirse, ya estabas al lado de otro que había sacado turno. Yo me lo pasé seis meses así, de hospital en hospital, viendo cómo se morían amigos míos. Copi, Guy Hocquenghem, Michel Creesole... ¡Se morían todos! Te puedo hacer un memorial, porque Francia era donde más se morían. Pero ese peligro de extinción después se comprobó que no era cierto, incluso en lo referido a las locas. Acá tenemos a la gran Marcova y todos lo sabemos. ¡Como para decir que las locas han desaparecido! Tenemos a la gran Marcova y con eso basta. Hasta donde sé, ella da unos cursos para “ser loca” y cobra alrededor de cincuenta dólares –como si fuera un psicoanalista lacaniano, que puede cobrar mucho dinero–, y te lo enseña divinamente. Pero las locas interesan cada vez menos, para qué engañarnos. Aunque tal vez eso se modifique si saliera a la luz algún caso de una loca que ha dejado de ser loca. Ese sería un caso que se podría exhibir en la Salpêtrière, un ejemplo extraordinario: una que fue loca toda su vida y a los 55 años se volvió heterosexual de golpe.

Al principio de Dos relatos porteños, vos das vuelta la famosa frase de Simone de Beauvoir (“No se nace mujer: se llega a serlo”) y decís que “no se llega a ser loca sino que se nace loca”. ¿De qué modo comprobás eso en tu caso?

–Sabiendo que me comporto como una loca desde que tengo uso de razón, lisa y llanamente. Ni siquiera la temprana muerte de mi padre influyó en ello: yo era loca desde antes. De chico tenía un álbum con fotos de actores y actrices y, después de que vi a los siete años La princesa que quería vivir, Audrey Hepburn se convirtió en mi objeto de adoración, al punto de que yo imitaba sus gestos. Me encantaba la manera que tenía de cerrarse el cuello de la robe de chambre con la mano derecha, mientras que con la izquierda se ajustaba la cintura, en la conferencia de prensa al final de la película. También recuerdo haberme excitado de chico leyendo Robinson Crusoe, el primer libro que leí de punta a punta. Particularmente en la escena en que Viernes hace su aparición y se planta frente a Robinson –que hasta ahí cree ser el único en la isla–, para luego arrodillarse en señal de sumisión, quedando su rostro, su boca –me imaginaba yo– a la altura de los genitales del otro. Pero yo no era de leer mucho en mi infancia, en realidad, y todos los libros de la colección Robin Hood que me regalaban para mi cumpleaños, casi todos historias de piratas, ni siquiera los abría porque estaban lejos de amoldarse a mi interés de niño gay que se sentía más atraído por el cine.

Y como buena loca, en tus libros hablás bastante de pijas también...

–Como todo gay, por supuesto. ¿Pero qué hay de raro en ello? Ser gay es formar parte de la cultura de la pija.

Pero de ahí a dar nombres y decir que, entre los intelectuales argentinos, el que tiene la pija más grande es Noé Jitrik (dato que decís haber chequeado preguntándoselo a Tununa Mercado, su mujer), hay alguna diferencia...

–Bueno, pero eso es una pavada, un chisme boludo. El otro día, Pablo Pérez me dijo que había leído una novela que se llama Puto, y que en todo el libro no había una sola mención a la pija. Y eso te da la pauta de que la pija es algo tan evidente, tan consustancial a lo gay, que en un libro así hasta se puede prescindir de mencionarla. Casi como a los camellos en el Corán, según la célebre acotación de Borges.

Vos te fuiste a París a fines de la década del ’60 y eso hizo que ser gay en tu juventud fuera para vos más fácil. ¿Cuánto hubo de autoexilio sexual en tu partida?

–La verdad, bastante. En el Instituto Di Tella, entre los hombres, había una amplia mayoría homosexual, pero casi todos tapados, a excepción de Alfredo Arias y Juan Stoppani. Los héteros de nuestro grupo equivalían al porcentaje, aunque de signo contrario, que Kinsey destinaba demográficamente a los homosexuales: el diez por ciento. Y a la hora de atacar al Di Tella los medios no hablaban del lado gay sino del lado frívolo o “divertido” (eufemismos, sin duda). No obstante, una beca que me gané para ir a París me permitió salirme de mi familia y dejar atrás el clima de homofobia y machismo que se respiraba y todavía se respira, aunque menos, en Buenos Aires.

Y de todos los gays eminentes que conociste en Francia, ¿con alguno pasó algo?

–¿Si me acosté con alguno, decís? Bueno, en una entrevista que me hizo María Moreno, que es una de las mujeres que más adoro en el mundo, le dije que con Copi, que fue mi gran amigo, tuvimos sexo una sola noche, algo que no se repitió después. Pero bastó que lo contara para que algunos ya me caratularan como “el amante de Copi”, nada menos cierto. En esa entrevista también le hablé de la vez en que Michel Creesole me preguntó si me acordaba de cuando nos habíamos fumado las cenizas de Copi. Una anécdota que después se hizo célebre, pero que no sé a ciencia cierta si fue realmente así porque ese día (un día después de que lo cremaran a Copi) nosotros estábamos en la casa de su madre y fue Michel el que le pidió permiso para armar una pipa de hasch. ¡Pero yo no vi que él abriera la urna donde estaban las cenizas y metiera un puñado en la pipa! Por lo que no sé si efectivamente nos fumamos las cenizas o si fue algo que él me quiso hacer creer.

¿Pero acaso importa que sea verdad esa anécdota?

–Importa si me rijo por el “criterio de verdad” que me impongo en la escritura autobiográfica, como digo en el prefacio de Dos relatos porteños. Aunque Gombrowicz era de la opinión de que la mistificación es recomendable para un escritor: “Enturbiar un poco las aguas a su alrededor para que no se sepa bien quién es”, decía. Y no es un mal consejo, si uno lo piensa un poco. No está mal mentir si eso hace más interesante una historia. Como tampoco estaría mal que te lleves de regalo este joint que estoy armando, total te lo podés fumar después tranquilito en tu casa.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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