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Viernes, 20 de marzo de 2009

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Género

“Je suis née femme” (“Yo nací mujer”), le dijo una travesti a Jean-Luc Hennig en una entrevista. Una frase que es un comentario irónico a esa otra frase, escrita por Simone de Beauvoir en El segundo sexo, que para muchos constituye la piedra basal de las teorías de género: “No se nace mujer; llega una a serlo”. La ironía de que una travesti dijera que nació mujer (cuando hubo, seguramente, una partera que dijo lo contrario) es un ejemplo de cómo la noción de género está signada por la disonancia, la ambigüedad, el embrollo pronominal, el equívoco. Y el primer problema surge, precisamente, cuando se confunde el sexo con el género. La hipótesis de que sólo habría hombres y mujeres (lo masculino y lo femenino) y de que todo estaría hecho a su imagen y semejanza sostiene, de manera implícita, la idea de una relación mimética entre sexo y género en la que el género sería apenas un reflejo del sexo anatómico. Así, una mujer se recortaría en una relación binaria y de oposición con respecto a un hombre, en términos de un modelo, el heterosexual, y dando por sentado que una persona es de un género y lo es en virtud de su propio sexo. Así, una travesti no sería otra cosa que un hombre vestido de mujer, y una lesbiana masculina, una mujer vestida de hombre. Nada más alejado, pues, de la concepción que piensa la identidad de género como una forma de interpretar culturalmente los cuerpos sexuados; como una variable que hace posible que a una “mujer” no le corresponda necesariamente un cuerpo femenino y a un “hombre” lo supuestamente propio. De ahí que en ocasiones no podamos emitir un juicio acerca de la anatomía basándonos, por ejemplo, en la ropa que alguien lleva puesta. Y esa vacilación con respecto a si el cuerpo observado es de un hombre o de una mujer es lo que pone en tela de juicio las categorías desde las cuales miramos.

Cuando Simone de Beauvoir escribía en 1949 que no se nace mujer sino que se llega a serlo, lo que quería decir es que el género se “construye”. Y así vinieron luego feministas como Luce Irigaray, para quien sólo existe un sexo, el masculino, que evoluciona en y mediante la producción del Otro, o como Monique Wittig, que fue capaz de decir que “las lesbianas no son mujeres”. Otra que recogió el guante fue la norteamericana Judith Butler, que en El género en disputa denuncia lo útil que es para el heterosexismo clasificar los cuerpos en términos binarios, cuando hombres y mujeres son en realidad categorías políticas y no hechos naturales. Y es que en la idea esencialista de que las identidades de género son inmutables y encuentran su arraigo en la biología –en la “naturaleza”– crece buena parte de la raíz de la lesbofobia, la homofobia y la transfobia.

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