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Viernes, 29 de mayo de 2009

Vivir juntos

El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, actualmente en cartel en Buenos Aires, es una obra maestra que examina hasta las últimas consecuencias las posibilidades de la cohabitación entre personas cuyas identidades se definen en registros imaginarios diferentes (cuando no opuestos).

 Por Daniel Link

MEDIOS SIN FIN

Juan Manuel Puig (General Villegas, provincia de Buenos Aires, 28 de diciembre de 1932) nació en la madrugada del Día de los Santos Inocentes en un pueblo asfixiante de la provincia de Buenos Aires. A partir de sus trece años se instaló con su familia en Buenos Aires para hacer su bachillerato en el colegio Ward de Ramos Mejía. Después intentó cursar estudios de Arquitectura y Filosofía y Letras, y frecuentó las aulas de la Alianza, el British Institute y la Dante Alighieri, de donde surgiría una beca que le cambiaría la vida. A partir de 1956 se instaló en Roma, estudiando en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Loco por el cine, entendido sobre todo como el archivo universal de los gestos (las maneras) que la humanidad había perdido ya para siempre, Puig se imaginó a sí mismo cineasta.

Durante esos años de equívocos juveniles da los primeros pasos en un tipo de búsquedas a las que sólo la miopía de la crítica pudo definir como la inmersión irreflexiva en la aguas mansas de la pop culture. Su verdadero centro era el gesto como cristal de memoria histórica, y como sus investigaciones se llevaban a cabo en el ámbito de las imágenes, se pensó que la imagen seguía siendo su objeto. Muy lejos de eso, lo que hace Puig en toda su obra, pero en particular en El beso de la mujer araña, es transformar la imagen (entendida como un arquetipo) en un elemento decididamente histórico y dinámico.

En este sentido, del demencial archivo cinematográfico de Manuel Puig (1260 videocasetes que contenían más de 3000 películas), del cual sus novelas son sencillamente el discurso del archivista, podría decirse lo mismo que dijo Giorgio Agamben del atlas Mnemosyne de Aby Warburg: no es un repertorio de imágenes sino una representación en movimiento virtual de los gestos de la humanidad occidental.

Puig sabía, y por eso se desentendía de la calidad de la reproducción o de la integridad de las copias que sus “esclavitas” le mandaban desde todo el mundo (su archivo incluía muchos fragmentos), que el cine devuelve las imágenes a la patria del gesto. Introducir en el ensueño cinematográfico el elemento del despertar es la tarea del novelista.

ETICA

El programa Puig se deja leer completo desde su primera novela, La traición de Rita Hayworth: la presentación descarnada de las voces, la renuncia al lugar del supuesto saber narrativo, la identificación total (a muerte) con los personajes: “Yo no tengo una intención paródica. Uso a veces cierto humor porque mis temas son tan ácidos, tan mezquinos, que sería realmente muy árido un desarrollo de todo eso sin un elemento de humor... Parodia significa burla, y yo no me burlo de mis personajes, comparto con ellos una cantidad de cuestiones, su lenguaje, sus gustos”. Si se escucha con atención lo que Puig está diciendo, no puede haber malentendidos: no es que los personajes representen a Puig (porque compartan su lenguaje y sus gustos). Muy por el contrario, es Puig quien ha decidido compartir con ellos el universo que ellos habitan (sea éste cual fuere). Jamás la literatura obligó al autor a una ascesis semejante, a un renunciamiento tan radical. Y jamás la literatura fue tan lejos en una exposición del mundo tan respetuosa de las formas de vida.

No es, como muchos analistas de su obra han creído percibir, que Puig no pudiera salir de la cárcel de representaciones con las que la cultura industrial codificó todos nuestros comportamientos: es que Puig se obligó a habitar esas cárceles (y a escuchar esas voces) por solidaridad con quienes estaban, efectivamente, presos del mundo.

La literatura nunca fue para Puig un programa estético (una máquina de hacer novelas) sino, sobre todo, un dispositivo ético: la manera de analizar (postular, rechazar) formas de vida y formas de vivir juntos. Imaginada entre Roma, Nueva York, México, Río de Janeiro y Buenos Aires, durante los años en que todas las revoluciones parecían al alcance de la mano, la obra de Puig es el despliegue obsesivo y sistemático de una misma y única pregunta: ¿cómo vivir juntos?

TRES DESEOS

El beso de la mujer araña (publicada en Barcelona en septiembre de 1976) es tal vez la novela más dogmática de Puig, y la de mecanismo narrativo más complejo. Si La traición de Rita Hayworth podía leerse como una reescritura del Ulises de Joyce y Boquitas pintadas como la versión subdesarrollada de La montaña mágica de Thomas Mann, El beso de la mujer araña es obviamente Las mil y una noches, donde cada historia vale por un día más, y donde cada día sirve para la interrogación sobre formas de vida (sobre cómo vivir juntos en un universo que postula toda separación como necesaria y toda comunidad como insostenible).

A los habituales intercambios conversacionales y a la reproducción de documentación (informes de la policía), Puig agrega en este caso notas al pie que, a diferencia de las que había en The Buenos Affaire (episodios masturbatorios de la protagonista), reproducen el kitsch cientificista y psicologizante de las torpes teorías sobre la sexualidad humana. Frente al loco deseo de belleza que se escucha en la voz de Molina, un desesperado deseo de verdad que viene desde el fondo de la nada.

La novela encuentra a comienzos de 1975 a Valentín Arregui Paz, un militante de 26 años (ebrio de deseo de justicia), en una celda a la que ha sido trasladado Luis Alberto Molina (37 años, vidrierista y condenado en una causa por abuso de menores, protegido de Parisi, amigo del director de la cárcel). Molina ha sido trasladado a esa celda con el objetivo de que obtenga de Valentín detalles sobre la organización política de la que participa, que la tortura no ha podido arrancarle en el ya largo tiempo durante el que ha estado detenido. Molina está dispuesto a todo, incluso a traicionar las confidencias de su compañero de celda, para poder salir de la cárcel para cuidar de su madre enferma.

–¿Informante?

–Sí.

–Qué palabra fea.

A Molina se le ha prometido (de acuerdo con un sistema de creencias según el cual homosexualidad, deslealtad, debilidad y egoísmo se presuponen) que, le guste o no la palabra, saldrá en libertad condicional en la medida en que entregue información sobre Valentín y sus compañeros.

Al comienzo, Molina acepta el lugar de ignominia en el que lo ponen, como ha aceptado, previamente, el conjunto de injurias que delimitan el universo homosexual, y como ha interiorizado el discurso homofóbico en su totalidad (Molina es un tarado previo, pero no lo es más que Valentín, que alucina mundos nuevos fundados en sus jueguitos de guerra).

El beso de la mujer araña, entonces, pone a coexistir dos sistemas de sociabilidad, dos comunidades más o menos inconfesables: la militancia (que no puede decir su nombre por razones estratégicas) y la homosexualidad (que no osa decir su nombre por razones ontológicas: no hay, y nunca habrá, identidad sexual posible). En ese petit comité carcelario circulan tres deseos: el deseo de belleza, el deseo de justicia y el deseo de verdad (y esos deseos, dice Puig, son el Bien).

Puestos a hablar, Molina y Valentín harán lo que mejor saben para seducir, cada uno, al otro: Molina contará películas –tres de las películas que se “cuentan” en la novela son glosas de películas existentes, tres son pastiches urdidos por Puig (¿o por Molina?) según necesidades compositivas. Valentín tratará de adoctrinar a su compañero con los lugares comunes del manual del joven revolucionario setentista.

Hacia el final de la novela, después de complejísimos procesos de identificación y distancia entre los dos personajes, resultado de lo cual es que no se sepa ya bien quién es quién (naturalmente, también se trata del coger: el pequeño valiente terminará pidiendo casi a gritos conocer el secreto del goce per angostam viam), Molina aceptará la última trampa y tomará la encomienda de comunicar a los amigos de Valentín “un plan de acción extraordinario”.

Liberado de la prisión con las órdenes secretas, Molina arma una cita con los compañeros de la organización que, cuando descubren que el mensajero está bajo vigilancia de un organismo de inteligencia del gobierno de Isabel Martínez de Perón, lo asesinan (“para que no pudiese confesar”). Valentín, por su parte, morirá en la cárcel, luego de haber sido torturado.

UNA ADAPTACION

La novela de Puig fue recibida en Europa con escepticismo por el modo en que articulaba sexualidad y revolución, el colmo de lo íntimo y el colmo de lo público, en tanto episodio de alcoba (aunque se tratara, en este caso, de una alcoba carcelaria). Bianciotti (“Bianca”, en el sistema de denominaciones utilizado por Puig) hizo un informe negativo para Gallimard. Y Severo Sarduy (“La Poupèe Mécanique”), que consiguió que la contratara Seuil, aceptó que la traducción eliminara “algunas escenas de sexo explícito” (hoy sería imposible saber a qué se referían los diligentes censores).

En 1979, sin embargo, la novela fue adaptada para la escena por Marco Mattolini, que la estrenó en Milán. Puig vio la adaptación y no le gustó (“se perdió la palabra... Era teatro moderno: proyecciones, música, muy visual”, escribió el que había sido ya condenado como una víctima de la imaginería contemporánea por los viriles barones del boom latinoamericano). De todos modos, la puesta le valió, ahora sí, el reconocimiento de la crítica italiana y, meses después, ¡una candidatura al Premio Nobel!

De inmediato comenzaron las conversaciones para una adaptación cinematográfica italiana que no prosperó y Puig se abocó a su propia adaptación teatral, que fue preestrenada en la sala Escalante de la Diputación de Valencia el 18 de abril de 1981, con Pepe Martín como Molina y Juan Diego como Valentín.

La obra se ha dado en todas las ciudades del mundo (a fines de este año se repondrá en Broadway, protagonizada por el actor Philip Seymour Hoffman), antes y después de la versión cinematográfica (1985, con William Hurt, Raúl Juliá y Sonia Braga, dirigida por Héctor Babenco), “una Scherezada típica, lenta y lúgubre” según Puig, y el musical de Broadway que el autor (declarado muerto a las 4.55 de la madrugada del 22 de julio de 1990) no llegó a conocer, pero del que se reía anticipadamente.

UNA OBRA DE TEATRO

¿Qué queda en la versión teatral de una de las novelas más admirables del siglo pasado? La reducción teatral urdida por Puig simplifica la historia hasta el esquematismo. De las seis películas que forman el dispositivo de atracción de Molina sobrevive sólo una, Cat People, porque sin ella no se sostendría la pieza:

–Yo no soy la mujer pantera.

–Es cierto, no sos la mujer pantera.

–Es muy triste ser mujer pantera, nadie la puede besar. Ni nada.

–Vos sos la mujer araña, que atrapa a los hombres en su tela.

Los delirios febriles (que la novela reproduce en cursiva) no están. Las notas al pie, que Puig defendió hasta la agonía cuando los traductores querían eliminarlas o simplificarlas, desaparecen todas. Puig consideraba imprescindible esa tercera modulación (la invención de un marco antropológico fundado en lo que Foucault, que por entonces realizaba las mismas investigaciones, llamará la Hipótesis Represiva o Hipótesis de Reich) para que las dos conciencias contrapuntísticas de los personajes adquirieran su cabal dimensión. Es extraño que las haya eliminado por completo. Su voz, sin embargo, sobrevive en el conjunto reducido. “Si estamos en esta celda juntos mejor es que nos comprendamos, y yo de gente de tus inclinaciones sé muy poco”, dice uno de los personajes. No importa, en rigor, cuál, porque bien puede ser Molina el que no conoce las inclinaciones delirantes de un miembro o líder del grupúsculo revolucionario que terminará sacrificando al vidrierista en el altar de lo Real, o el pequeño valiente o Valentino que desconoce los goces de la sexualidad no reproductiva (y de la que disfrutará con furia).

En todo caso, lo que importa es la coincidencia “en esta celda juntos”, que tanto puede decirse de ese modo como “juntos en esta celda”: es la celda lo que establece el punto de juntura entre personas cuyas inclinaciones son tan misteriosas para el otro que cada diálogo, que comienza con una secuencia de encantamiento cinematográfico (o un fragmento de vida que se escucha igual que una película) se resuelve en una discusión antropológica para principiantes: “¿Qué es ser hombre para vos?”.

Teatro épico

Con producción artística de José Miguel Onaindia, la versión de El beso de la mujer araña, que puede verse en el teatro El Cubo, está protagonizada por Humberto Tortonese (Molina), Martín Urbaneja (Valentín) y Horacio Peña (voz en off del director). Jorge Ferrari es el responsable de la escenografía y el vestuario, Gonzalo Córdova de la iluminación y Fabiana Falcón es asistente de dirección.

Si hay alguien en Buenos Aires capaz de recuperar el teatro épico tal y como Bertolt Brecht lo codificó a partir de 1927, es Rubén Szuchmacher. De hecho, la puesta es rigurosamente brechtiana en este sentido: Szuchmacher ha pedido a los actores que desempeñen el texto con la menor cantidad de inflexiones posibles, sin silencios, sin transiciones, a toda velocidad. El resultado es (como corresponde) extraño: Verfremdungseffekt.

Podría objetarse que el texto de Puig no reclama un procedimiento semejante, pero esa objeción es banal: cualquier texto, finalmente, debería ser pasible de ser interpretado en los términos que la contemporaneidad nos reclama. Al principio (una vez que la puesta acaba de concluir) es inevitable sentir que falta el ilusionismo, la potencia afectiva de la pieza, etcétera... Pero con los días y las noches todo comienza a resonar de otro modo en la cabeza y es como una amplificación ensordecedora que por momentos asusta.

Como es sabido que el objetivo del extrañamiento brechtiano es impulsar a los espectadores a la toma de decisiones, no podemos cesar de debatir internamente cuáles son las decisiones que, de nosotros, la pieza de Puig reclama: cómo vivir juntos cuando la sociedad entera se nos aparece como cárcel. Mejor homenaje, pienso, no podría hacerse a un texto.

En principio, no parece Humberto Tortonese la persona más indicada para encabezar un experimento semejante porque, inevitablemente, muchos espectadores serán arrastrados al teatro por la fama de su encanto arrollador, que lo precede. Pero, en ese caso, y como en el cuento de Kafka, “El silencio de las sirenas”, encontrarán que Tortonese tiene un arma todavía más poderosa que su canto: el silencio.

Si la atracción es (desde su título) uno de los temas de El beso de la mujer araña, el experimento de Szuchmacher adquiere toda su dimensión y su sentido: se trata de escuchar el texto de Puig, de dejarse llevar por su voz irresistible.

El beso de la mujer araña,
de Manuel Puig,
con Humberto Tortonese y Martin Urbaneja
Dirección: Rubén Szuchmacher
Jueves 21 hs.
Viernes y sábados 20 hs.
Teatro El Cubo, Zelaya 3053
Tel. 4963-2568

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