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Viernes, 16 de noviembre de 2012

Quién te ha visto y quién te marcha

Cuando el orgullo es efemérides

 Por Alejandro Modarelli

En las primeras Marchas del Orgullo porteñas hubo que explicar hasta el nombre, porque en algunos oídos de entonces el término orgullo sonaba a jactancia más que a derecho al reconocimiento (Sandra Mihanovich, por ejemplo) o a salir de shopping más que a rebelarse contra la injuria. Ya el debate de activistas en los tardíos ’80 sobre la palabra traía el eco, un poco forzadito, de la antigua lucha entre colonizadores y colonizados, y conmemorar bajo la traducción criolla de Pride la revuelta de Stonewall podía, para los más populares, encubrir la dependencia a las exportaciones semánticas del opresor. Además, para el común de la gente, el castigo al orgullo tiene raigambre mítica: no hay que olvidar que una divinidad griega convirtió en araña a una tejedora presuntuosa, ni que la soberbia hizo caer del cielo al más brillante de los ángeles. En alguna organización se pretendió, quizá por eso, que la Marcha llevase el aura circunspecta del término Dignidad, pero ganó por mayoría el derecho del humillado al Orgullo, y con él la compañía de la risa como ejercicio espectacular de lo político, aunque hubiera que explicarlo.

En 2012 somos mucho más de 100 mil, y no hay vacíos en la plaza que pudieran exponer a los enclosetados a la virulencia de un micrófono de televisión. Hay cien puestos de mercado donde antes se pactaba con la policía un perímetro para la soledad de unos pocos valientes. Y los cuerpos en cuero –intervenidos, como se dice– buscan sacar provecho de un clima de primavera que apenas acompaña y puede resfriar incluso a los tercos de gimnasio, o a quienes se exhiben a modo de manifiesto. Desnudar el cuerpo acá es expresar el alma y pasar como en una cinta de Moebius del combate político al deleite visual. En un principio, las marchas se hicieron dando fe de Stonewall, los 27 de junio, pero como no eran todavía épocas del cocktail anti VIH, la mayoría iba bien abrigada y cada tanto había que internar a un amigo con neumonía. Cualquier manifestación a principios de los ’90 era más numerosa que la nuestra, aunque me acuerdo de que en la primera marcha robamos cámara, porque los noticieros que iban a cubrir a los maestros contra el ajuste de Menem, a la vera del Cabildo, se encontraron con esa locura de unos maricones y unas tortas haciendo réplica localista de cánticos madrileños: “Respeto, respeto que caminan, los gays y las lesbianas por las calles argentinas”. La inclusión de la t llegó en las marchas sucesivas, por el tesón de las primeras luchadoras y cuando la desconfianza de los líderes –para algunos las travestis aportarían de todo menos la atención de los medios a la seriedad de las demandas– a partir de esa apertura las travas argentinas harían de su pelea con el Estado el movimiento trans más ferviente y victorioso de América.

Ojo que la historia no se me cruza a modo de fantasma opaco este 10 de noviembre, en la Plaza de Mayo, perdido como estoy en la multitud. No hay tiempo ni ganas de atravesar ninguna sala de museo, porque estamos para otra cosa, se supone. La Cigliutti, desde aquella primera marcha de hace veinte años, queda y se renueva. También la Pecoraro. Entre tantos otros que, sin embargo, parecen tan pocos en medio de la marea discotequera de pendejos. Si alguno ahí dijese “cuidate de las cámaras” es que no comprendió del todo que el jolgorio hoy en día es el comité juvenil de bienvenida a lo que se llamaría la aceptación social. Aguafiestas: si hay temor a quedar escrachado, que no se te note.

La tormenta fastuosa del 9N parece haber quitado de nuestro espacio en común los fantasmas de caceroleros en evasión al rubio, el cartel de la finísima Pili condenando el proyecto del Código Civil, que según se lee favorece el homosexualismo, el aborto y... hasta el divorcio. Esas marchas pedorras también nos devuelven a la historia, pero al Corpus Christi del ’55. Caras de orgullo, ésas, pero no como un derecho ganado a los poderosos sino como el gesto clásico del que siempre tuvo la sartén por el mango. l

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Imagen: Sebastian Freire
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