turismo

Domingo, 7 de septiembre de 2008

LA RIOJA > PARQUE NACIONAL TALAMPAYA

Un mundo de piedra roja

A pie, en bicicleta o con un par de prismáticos para atisbar la vida de los cóndores, en la imperdible visita al desierto rojo de Talampaya se descubren los vestigios del remoto mundo perdido donde habitaron los dinosaurios. Y desde este año, caminatas a la luz de la luna por el extraño paisaje que la naturaleza pintó con los colores de Marte.

 Por Graciela Cutuli

Es la rapidez del avión, engañosa, la que acorta las distancias de manera tal que desconcierta encontrarse en medio de la prehistoria cuando apenas han pasado unas horas desde la salida de Buenos Aires. ¿Dónde quedaron el ruido, el asfalto y las torres? Aquí las únicas torres son las columnas y paredes rojas, más imponentes que cualquier construcción humana, que la naturaleza diseñó con maestría y capricho millones de años atrás. Aquí el único sonido es el del silencio, invasivo en su majestuosidad, y el único cielo es esta bóveda intensamente celeste donde el sol brilla sin obstáculos, ni sombras. Es el paisaje de Talampaya, que a sólo 250 kilómetros de la capital provincial abre la puerta a un insospechado mundo de colores: en términos geográficos, este desierto de fuego forma parte de la Cuenca Triásica de Ischigualasto, es decir, el Valle de la Luna. Que aquí tiene en verdad los colores de Marte.

TALAMPAYA SOBRE RUEDAS Recorrer los senderos del Parque Nacional es en sí una aventura, ya sea que se haga la excursión tradicional en camioneta o se elija realizar los circuitos a pie. Pero para quienes quieran darle un toque más activo, la alternativa es la recorrida en mountain bike, una actividad de bajo impacto a la que se pueden animar también los menos avezados en las lides de las dos ruedas. Como todas las excursiones dentro de Talampaya, se realiza con guías y acompañados por guardaparques.

En bicicleta hay dos propuestas, que se realizan siempre dentro del primer circuito, conocido como El Murallón. La más breve, de una hora y media, es la recomendada para quienes tengan menos experiencia: aquí, siguiendo cuidadosamente las huellas que la naturaleza modeló durante milenios, se ingresa por un cañadón hasta una serie de petroglifos que son testimonio de las antiguas culturas indígenas de la región: personas, guanacos, ñandúes y pumas fueron trazados sobre la piedra en un tiempo que aquí, rodeados de los paredones de piedra, se antoja inmemorial y mítico. También hay que bajarse de la bicicleta para acercarse a los morteros de piedra, testimonio de la vida cotidiana de las culturas ciénaga y diaguita entre los siglos III y X. Esta recorrida llega hasta un poco más adelante, al sector conocido como el Jardín Botánico, gracias a un bosquecillo de algarrobos, chañares y molles cuyas siluetas parecen haber sido modeladas expresamente para contrastar con una conocida formación que se encuentra detrás: la Chimenea, una hendidura cilíndrica vertical pacientemente tallada por el agua de lluvia.

El segundo circuito en bicicleta dura una hora más (es decir un total de dos horas y media), dando tiempo para adentrarse en el cañadón hasta alguna de sus formaciones más conocidas: aquí se encuentran los Reyes Magos, la Catedral y el Monje, gigantescas piedras que en su silencio mineral parecen hablar a través de sus formas.

¿Guardarán en su memoria las imágenes de los dinosaurios que alguna vez poblaron Talampaya? Los restos de los antiguos animales prehistóricos fueron hallados sobre todo en la zona de Los Chañares, donde aparecieron ejemplares precedentes a los dinosaurios, como el Lagerpenton chañarensis y el Lagosuchus talampayensis, convirtiendo a la región de Ischigualasto–Talampaya en una suerte de gigantesco “Parque Triásico”, y uno de los más ricos yacimientos paleontológicos del mundo. Escuchar el relato de boca de los guardaparques es como asistir al magnífico despliegue de un mundo desaparecido, con ecos de Un mundo perdido de Conan Doyle.

LUZ DE LUNA A partir de este año, la espectacularidad de Talampaya se aprecia no sólo de día sino también de noche. Sumándose a la tendencia de realizar caminatas y visitas nocturnas como ya ocurre en otros lugares del mundo y de la Argentina, al caer la noche, cuando la frescura del Noroeste reemplaza el calor diurno, comienzan las caminatas a la luz de la luna, programadas todos los meses cuando el calendario indica la llegada del plenilunio. La excursión dura unas dos horas y media, y comienza a partir del parador Wayra Wuasy (acceso principal) cuando el cielo del Hemisferio Sur –uno de los grandes atractivos para los turistas del Norte del globo que llegan a esta parte del mundo– empieza a exhibir todo el brillo de sus estrellas. El primer tramo es en vehículos autorizados, hasta llegar al centro del cañón de Talampaya, donde se realiza una caminata de unos 35 minutos. La luna campea en el cielo iluminando con un resplandor plateado todo el paisaje: así, las altas columnas y murallones de Talampaya atenúan su rojo para tomar un color ocre oscuro bordeado de sombras. No hace falta decir que el paisaje es mágico: todo contribuye para que la experiencia nocturna, iluminados por las Tres Marías y la Cruz del Sur, abra entre los senderos de Talampaya un camino de misterio y profundidades insospechadas.

Después de la primera caminata, se realiza otro tramo breve en vehículo hasta La Catedral, con sus agujas góticas de más de 100 metros de altura: aquí se permanece otros 35 minutos, y en algunas ocasiones se ofrece también la opción de realizar ejercicios de relajación y yoga al pie de las formaciones. De algún modo, se sienten tangibles los orígenes del mundo, y cada uno puede prolongar en el cielo estrellado un horizonte sin fin, que en tierra sólo se recorta ante la silueta gigantesca de los paredones formados por el tiempo y la erosión de los elementos.

CONDOR A LA VISTA Dinosaurios aparte, no toda la fauna es del pasado en Talampaya y sus alrededores. Bien del presente son las aves que se divisan en El Chiflón, un sector al que se puede acceder desde el Parque Nacional, siempre en compañía de un guardaparques. En los últimos años, el bird-watching tomó auge entre los turistas locales, siguiendo la tendencia que empezaron a marcar los extranjeros tiempo atrás: y sin duda el rey de los Andes, cuando de aves se trata, es el más buscado por prismáticos y lentes fotográficas. En verdad, su silueta majestuosa ya era venerada por los pueblos originarios, para los que el cóndor era un nexo sagrado entre los hombres y los dioses.

Sin embargo, la especie corre riesgos de extinción: ya no quedan cóndores sobre la costa atlántica de la Patagonia, como los que divisaron Darwin o el Perito Moreno, aunque la situación es mejor en la zona andina y en las áreas protegidas. Verlos en su hábitat es toda una experiencia: los cóndores impresionan por su tamaño –son las aves voladoras más grandes del mundo– y por la belleza de su vuelo, cuando planean sobre las cumbres en sintonía perfecta con el paisaje circundante. Además de verlos de cerca, aquí se aprende sobre la especie y los mitos que contribuyeron a ponerla en peligro: como aquel según el cual el cóndor mata para comer, cuando se trata en verdad de un ave carroñera que forma un eslabón fundamental en la cadena alimentaria de este ambiente.

En la Quebrada del Cóndor, a 1800 metros de altura, una reserva natural protege a unos 150 cóndores y permite divisar cómo algunos ejemplares vuelan a no más de diez metros de altura sobre las cabezas de los visitantes que llegan, tras un camino que a veces toma aspecto de terreno lunar, a un increíble panorama de piedra, plantas y flores. Es la conclusión perfecta para este viaje hacia las raíces geológicas de la tierra, hacia la herencia que el pasado modeló para el presente y que los habitantes del presente deben conservar para las generaciones futuras.

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1. La vista se pierde en el horizonte de Ciudad Perdida, el circuito más extenso del Parque Nacional.

2. Grupos de visitantes en las cuevas que la erosión de millones de años talló en Talampaya.
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