turismo

Domingo, 1 de febrero de 2009

PARIS > EL SENA

El río irresistible

A lo largo de los años, el Sena recibió todo tipo de piropos. Para el escritor André Gide era “el alma de París” y para el actor y cantante Yves Montand fue “una fuente de ebriedad”, mientras que el poeta Jacques Prévert supo exclamar que el río era, ni más ni menos, su hermano. Su irresistible encanto sigue seduciendo a los millones de visitantes que llegan a París. Un recorrido por sus orillas para conocer su historia, cruzar sus puentes y seguir su curso a través de la siempre luminosa ciudad.

 Por Felisa Pinto

Las aguas del Sena fluyen entre la rive gauche donde impera la cultura y la rive droite, centro del poder y los negocios.

André Gide, por sólo citar a un escritor francés de los miles que evocaron su paisaje, solía decir que “el Sena no es un río, sino el alma de París”. A partir de ese concepto, y desde todos los costados a través de los siglos, los parisinos se complacen en personalizar al Sena, con mayor o menor acierto. Por su lado, la propia Mistinguette, estrella máxima del music hall de los años ‘20, le atribuía ser “una guapa rubia de ojos sonrientes”, cuando el río estaba calmo. Por el contrario, en los tormentosos tiempos políticos de fines del XVIII, el gran pintor Fragonard pregonaba que “el Sena llora de desesperación, su lecho se ha empapado con la sangre de la Revolución”. Siglos después, el actor y cantante Yves Montand, quien vivía al frente de su recorrido, se exaltaba desde su ventana y decía que el río era una fuente de ebriedad, y a veces se imantaba con ese irresistible encanto que inducía a su gran amigo, el poeta Jacques Prévert, a exclamar, que el río era su hermano. Del mismo costado poético surgía la convicción de Verlaine: “Sus diques son los más bellos nidos de amor”. Por otra parte, es inútil ceñirse a un puñado de artistas sensibles a sus encantos, ya que de Manet a Renoir, de Simone Signoret a Edith Piaf, de Oscar Wilde a Zola, o de Cukor a Marcel Carné, todos sucumbieron a su seducción bajo cualquier circunstancia y estación del año. Aún ahora, en días crudos de este comienzo del 2009, bajo la nieve y el frío, siempre hay alguien cantando a su encanto. O quizás evocando al Barón Haussmann, quien admiraba “los reflejos rubios, dorados o antracita”, según la hora y el ángulo desde donde se mirara al Sena, y agregaba, “me pierdo en su cabellera acuática”.

CRONICAS MEDIEVALES Todos piropos que surgieron sólo siglos después del Medioevo, cuando el Sena era francamente odioso y nauseabundo, aunque para los parisinos significaba una importante fuente de supervivencia. Marismas y bosques tapizaban el campo que rodeaban a la antigua Lutetia, cuya subsistencia dependía de la benevolencia del río, y por este motivo se convirtió en fuente de rapacidad generalizada, dicen los historiadores. No existía ninguna ley que regulara el derecho comercial y todos tenían el poder de usufructuar esa vía fluvial formidable. De la estrechez de sus diques, tocados en aquel entonces por aguas contaminadas, surgió uno de los primeros flagelos parisinos. Para sobrevivir era necesario tener un gran sentido de los negocios y la certeza de una salida segura al Sena que había que defender a toda costa. Fue entonces que las luchas diestras con la espada se hicieron necesarias, así como el manejo de las armas blancas. Las crónicas medievales ilustran sobre los parisinos que seguían bañándose, lavando, y abrevando sus caballos en el mismo lecho de agua donde surgían, a veces, cadáveres flotando. Imágenes alucinantes y espantosas que existieron durante el crecimiento de la ciudad luz hasta la consagración del rey Luis XlV.

ARTESANOS FRENTE AL RIO Una vez saneados los terrenos insalubres, la ciudad pudo traspasar los confines de la Ile de la Cité y olvidar la ley del cuchillo. Fue maravilloso que los artesanos más celebrados se agruparan en corporaciones y se repartieran las orillas del río. El quai Saint Bernard lucía recubierto del aserrín y las virutas que dejaban los fabricantes de muebles mientras el quai des Celestins albergaba picapedreros que invadían el lugar con el sonido de los yunques y el martillo. Todo eso sucedía en el hoy sofisticado, elegantísimo y carísimo quai Malaquais. El canto de las lavanderas animaba el quai Orsay, hoy ocupado por el célebre Museo de Orsay, centro vital de la vida cultural. Los tejedores y curtidores hicieron suyo al quai Grands Augustins. Este nuevo estado de cosas forjó una vía que muchos historiadores compararon con “la avenida más bella de la capital e hilo conductor de la historia”.

No hay que olvidar que el Sena adquirió honores en el siglo XVll, cuando se vio favorecido por el arte, gracias a la orquestación magnífica del Rey Sol y al virtuosismo de los arquitectos Le Vau y Le Brun y a la inmensa creatividad del jardinero Le Notre. Fue entonces cuando el río se convirtió en lo opuesto hasta esa época: cayeron en el olvido los molinos suspendidos que impedían el paso por los puentes, demolieron las casas de madera precaria y no hubo más lavanderas en sus orillas.

EL ESPLENDOR Los grandes aliados del remodelamiento urbano fueron los juegos de perspectiva, la difusión de la elegancia y la voluntad de hacer de los diques un elemento de espejo del poder del soberano. El palacio del Louvre, el Orsay, el Instituto de Francia, las Tullerías, la torre Eiffel, el Trocadero y la gran Biblioteca Nacional, treinta y seis puentes y más de tres siglos de historia, testimonian igualmente el desvelo por conservar “la grandeur” de Francia y han convertido al Sena en un patrimonio protegido de la humanidad por la Unesco.

La mayor parte de los más de seis millones de visitantes anuales que vienen a contemplarlo y transitarlo in situ, ya sea dentro del famoso bateau mouche o desde el aire por helicóptero, son testigos cuyos testimonios aunque remanidos, no cesan nunca. Cruzar de una orilla a la otra, de la rive gauche donde impera la cultura a la rive droite, centro del poder y los negocios, es una forma de comprender hasta qué punto el río es el alma de París. En su orilla izquierda, los perseguidores de anécdotas y fetiches literarios se emocionan al llegar a la puerta del número 17 del quai d’Anjou, donde Baudelaire escribió las primeras páginas de Las Flores del Mal. En cambio, trasnochar en el cabaret de L’Ecluse, en el quai de Saint Augustins, revela la búsqueda de las huellas que allí dejaron tanto Jacques Brel, como Brassens y Barbara. Cerca de allí, en el número 41, está el café literario Laperouse donde Proust hacía comer a Swan, y la pluma de Simenon hacía asistir al inspector Maigret.

No hay que olvidar que en esa orilla también está esa famosa “biblioteca pública” de la que hablaba Apollinaire, la de los bouquinistes, avezados vendedores de libros viejos de todo calibre intelectual.

Pocos saben además que en el número 54 de la calle Saint Louis en-l’Ile se encuentra el último jeu de paume (cancha del antiguo juego de pelota vasca), construido en tiempos de Luis Xlll. Y otros pocos conocedores frecuentan las cantinas típicas de las que quedan pocas, las célebres guinguettes inmortalizadas por el pincel de Renoir, donde el pintor y sus amigos del popular vino beaujolais siguieron al pie de la letra el viejo dicho: “Poco importa la borrachera dominical, el Sena sabe llevarte a la cama”.

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