turismo

Domingo, 1 de marzo de 2009

BRASIL > TRADICION NORDESTINA

El carnaval de Olinda

Durante cinco días y cinco noches, el carnaval callejero por excelencia de Brasil atrae multitudes que no duermen ni descansan. Tradición, música, misticismo y desenfreno en la vibrante fiesta donde hasta las almas retumban con mucho ritmo.

 Por Guido Piotrkowski

Olinda es una pintoresca ciudad colonial al nordeste de Brasil, en el estado de Pernambuco. Fundada en 1532, la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad en 1982. Nombrada la primera capital cultural del país en 2005, es una de las ciudades más antiguas del estado brasileño y sede de uno de los carnavales más auténticos y originales, en el que se preservan las más puras tradiciones nordestinas.

Un desfile inagotable

El mercantilismo de otras fiestas en honor al Rey Momo como las que se hacen en el Sambódromo de Río de Janeiro o en ciertos sectores de Salvador, en Bahía, aún no ha llegado hasta aquí, a esta bella ciudad donde no hay que pagar por la diversión. Participar es gratuito y en cierta medida anárquico: aunque de hecho hay una organización oficial y una suerte de programación, las cosas van sucediendo de tal manera que superan todo lo previsible.

Participan centenares de agrupaciones de indudable raíz africana como los característicos y tan nordestinos maracatús, frevos, afoxés y caboclinhos, y hasta algunas carioquísimas escolas de samba que se metieron de coladas. Todas desfilan y arrastran por sus callejuelas de piedra, entre iglesias centenarias y antiguos caserones, cerca de un millón de personas al son de pegadizas melodías ejecutadas en su mayoría por bandas de vientos y tambores.

Los muñecos gigantes, que pueden llegar a medir hasta tres metros de alto, representan otro de los rasgos distintivos de esta fiesta frenética y vistosa. La sátira política caricaturizando a personajes como el propio presidente de Brasil, Lula da Silva, o a George Bush y Osama bin Laden, es un clásico.

Durante todo el día, desde temprano en la mañana hasta bien entrada la madrugada, un río de gente se desplaza en masa siguiendo a los blocos (comparsas). Todos intentan lo imposible: estar en todos lados al mismo tiempo. Cantan, bailan, saltan, ríen, se abrazan, se besan, se tocan, se mojan; transpiran enfundados en los más diversos disfraces o en ropas diminutas, todo vale en tiempos carnavalescos. Las multitudes se entrecruzan en las estrechas laderas provocando embotellamientos humanos en cada esquina. Y cuando uno cree que todo acabó y se dirige rendido a descansar camino a la cama, siempre aparece otro bloco más que parece ser el último, pero que seguramente no lo será. Durante estos cinco días la ciudad no descansa, y quien quiera participar de esta gran fiesta, tampoco.

Color, música y fantasía. La fiesta de carnaval brilla en la ciudad nordestina de Olinda.
Foto: Guido Piotrkowski

Del frevo al maracatu

Al igual que el samba en Río de Janeiro, el frevo es la cara del carnaval de Olinda. Este ritmo característico de la región mezcla influencias europeas y africanas, y se baila con frenesí, con movimientos rápidos y acrobáticos, a la vez que se agitan unos paraguas multicolores. Bailarlo es todo un desafío, e intentarlo es arriesgado.

Los maracatús, por su parte, no nacieron precisamente durante el carnaval sino en las ceremonias de coronación de los reyes negros. Con el fin de la esclavitud, aquellas reuniones ligadas a los terreiros del candomblé pasaron a formar parte de los carnavales. Estos grupos son la esencia misma de la gran fiesta pernambucana.

Mestre Salustiano es un reconocido músico pernambucano cuya especialidad es ejecutar la rabecca (especie de violín artesanal del nordeste brasileño). Coordina el desfile de los maracatús en la Cidade Tabajara, situada en la periferia de Olinda, donde humildes pobladores llevan a cabo uno de los desfiles más autóctonos, enfundados en vistosos trajes que representan los diferentes personajes de carnaval. Así, por unos instantes mágicos, como en un cuento de hadas, se convierten en el rey y la reina, en el príncipe y la princesa, reinando desde sus majestuosos carros sobre la gran fiesta nordestina.

Este es, sin dudas, el carnaval callejero por excelencia. Un espectáculo frenético, de cinco jornadas interminables que oficialmente comienzan un sábado y concluyen el miércoles de cenizas. Pero en Olinda, y durante el carnaval, nada es oficial. En este rincón del nordeste brasileño, con menos pompa que Río de Janeiro pero con más tradición, menos populoso que Salvador de Bahía pero más popular, los desfiles no tienen precio y la censura no tiene lugar. Bailar, cantar, saltar, beber, besar, sin sentir los días pasar.

En recifetambien es carnaval

Los ecos del carnaval llegan hasta Recife, capital de Pernambuco, a pocos kilómetros de Olinda, que comparte la fiesta con su vecina ciudad. Aquí los puntos más altos de los festejos son la Noche de los Tambores Silenciosos y el desfile del Gallo da Madrugada, el bloco más grande del mundo, según el libro Guinness de los Records, por llegar a convocar –o “arrastrar” como dicen por aquí– hasta 2 millones de personas año tras año. Antiguamente comenzaba antes del alba, alrededor de las tres de la mañana –de ahí el nombre–, pero hoy en día la muchedumbre empieza a concentrarse alrededor de las siete de la mañana, cuando el sol se asoma. La espera, festiva y regada de cerveza, se alarga hasta la media mañana, cuando el gigantesco bloco sale por las calles convocando una multitud a su paso, con el gallo gigante como estandarte y un sinfín de coloridas carrozas alegóricas detrás.

La Noche de los Tambores Silenciosos es un desfile de maracatús en el que se les rinden homenaje a los esclavos muertos en cautiverio. Esta procesión se hace en el Patio del Tercio durante la madrugada del martes. Acercarse hasta allí para disfrutar este espectáculo único en el mundo no es nada fácil. Las multitudes son el denominador común a lo largo de todo el carnaval, y esta noche embriagada del misticismo que emana de los tambores –nada silenciosos– no es la excepción. Pero vale la pena el esfuerzo, y nada mejor que una buena “capeta” (así llaman al diablo) para recobrar energías. Es una bebida hecha a base de cachaça, leche condensada, clavo de olor y cardamomo. Un trago del demonio.

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Un río de alegres multitudes marcha a todo ritmo, inundando calles y avenidas.
Imagen: Guido Piotrkowski
 
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