turismo

Domingo, 24 de mayo de 2009

RELATO DE VIAJE MEMPO GIARDINELLI EN PENINSULA VALDES

Los caminos sin fin

Casi con el fin del siglo, el escritor y periodista Mempo Giardinelli emprendió una larga travesía por el sur del país, escenario de su libro Final de novela en Patagonia, original y celebrado relato de viajes que fue galardonado con el Premio Grandes Viajeros 2000. A continuación, fragmentos del capítulo “Los caminos y las vidas interminables”.

 Por  Mempo Giardinelli *

La península de Valdés, de hecho, es casi una isla, pues está unida al continente por un istmo (que lleva el nombre del paleontólogo Florentino Ameghino) que se despega unos 80 kilómetros mar adentro desde el eje costero. En algunos tramos el istmo tiene menos de mil metros de ancho, y en su punto más delgado permite ver dos golfos a la vez: si se mira hacia el norte, el Golfo San José, y si se mira hacia el sur, el Golfo Nuevo. La península, que tiene 3620 kilómetros cuadrados de superficie, resulta ser como una gigantesca mantarraya cuya cola toca apenas, tímidamente, el borde continental de la América del Sur.

A lo largo de unos 400 kilómetros de costa cambiante y templada, la península registra, en ambos golfos, las mareas con mayor diferencia de nivel que hay en el mundo. Esto es: aguas que suben en uno de los dos golfos y bajan en el otro, cada cuatro horas. Esta podría ser la más extraordinaria fuente de energía mareomotriz del mundo.

Nos detenemos a contemplar, a la vera izquierda del camino, la Isla de los Pájaros, un peñón sobre el Golfo San José que en bajamar queda unido a la costa y que está habitado por miles de cormoranes, garzas y gaviotas que allí nidifican. Luego andamos todavía unos 40 kilómetros de camino pavimentado hasta Puerto Pirámides, única población de la península y centro inevitable de todo el turismo atlántico patagónico. Es un pequeño y simpático caserío que tiene unos 300 habitantes estables (toda la península tiene sólo unas 500 personas, todas ellas dedicadas al turismo y a la atención pastoril de 150 mil ovejas y unos pocos vacunos y caballos), y es célebre por ser el puerto de donde salen todas las excursiones de avistaje de ballenas. Son centenares de ballenas francas, la variedad más antigua y la de mayor tamaño, que llegan todos los años, entre junio y diciembre, convocadas por la gran concentración de plancton y de krill que hay en estas aguas y por las temperaturas templadas. Estos formidables mamíferos, de más de treinta toneladas y que comen una tonelada de krill por día, ingresan en enormes manadas al Golfo Nuevo para brindar uno de los espectáculos más fantásticos de la Tierra.

Nos instalamos en un hotel pequeño y muy decente, y durante toda esa tarde y el siguiente día recorremos este fabuloso imán patagónico.

En este inmenso territorio en el que –se dice– existen cuarenta y dos estancias y varias pistas de aterrizaje, de hecho hay un solo camino principal que recorre toda la península y que es un círculo formado por las rutas 2, 3 y 47. En su mayor parte es lo que se llama un camino de terracería, puro pedregullo y arenas gruesas, por momentos más un sendero que una ruta. Por esas huellas, en cualquier momento uno se topa con una manada de choiques (así se llama una variedad de ñandúes enanos), o avista grupos de guanacos y de ovejas pastando en tranquila compañía. Rumian esos pastos duros con paciencia de dromedarios, como si fuesen los dueños de todo el tiempo del mundo. Y acaso lo son.

La península está entrecruzada también por hullas y senderos de tierra y ripio, muy poco transitados. Se diría que es como un desierto alto que parece sobreelevarse casi un centenar de metros sobre el nivel del mar, lo que permite que en cada punto desde el que uno se asome se tenga la sensación de estar en un balcón maravilloso, de perspectiva tan vasta como vasta puede ser la mirada. Es famosa también por sus multitudinarias pingüineras (hay colonias de distintas variedades y llegan a más de 2 millones de ejemplares) y por los 13 mil lobos y elefantes marinos que viven en sus playas. Entre pingüineras, loberías y elefanterías, esta península es un verdadero país (es bastante más grande que el Estado de Luxemburgo, por ejemplo). Y país maravilloso cuya geografía semeja una especie de gorda verruga sobre la piel del mar.

Confieso que me encantan los animales, me agradan como al que más, pero siempre guardo un respeto maníaco por su independencia y siento una especie de vergüenza cuando los observo. Me da como un ataque de discreción y no consigo evitar la sensación del intruso que se mete en la intimidad ajena. Entiendo las necesidades del turismo como industria moderna, no cuestiono la legitimidad del negocio que consiste simplemente en mostrar, y aun puedo aceptar –con muchas dudas– que ciertas formas del ahora llamado “ecoturismo” sirvan para proteger especies. Eso de organizar tours para ir a ver, por ejemplo, a las elefantas a punto de parir, francamente me desagrada. Se podrán obtener fotografías magníficas desde una distancia de 6 o 10 metros, pero yo me resisto a bajar en malón para asistir estúpidamente a esos partos; detesto esos grupos de invasores, decenas de personajes que harían silencio y se emocionarían ante el alumbramiento de un sobrino, pero que acá se comportan como espectadores vulgares y feroces del espectáculo de la naturaleza. Quizá me pierdo algo extraordinario, pero yo no bajo hasta la playa y me choca el entusiasmo cerril de las decenas de personas que descienden por los senderos de los acantilados para violar aquellos silencios. Yo me quedo arriba y camino al azar por esa cornisa gigantesca; me alejo de la jauría humana que toma gaseosas y fotografías como enajenados, y pienso que acaso procedo así porque a mí, como escritor y también paridor de vidas, no me gusta que se metan en lo mío cuando estoy gestando, cuando concibo.

De modo que prefiero quedarme a un costado, pensando en mis cosas, imaginando y calculando textos chúcaros, como llamo a la invención literaria que se me ofrece sobre todo cuando viajo, por la sencilla razón de que cuando viajo siempre evoco. Miro y recuerdo. Contemplo y comparo. Observo y mensuro. Y todo, aun lo aparentemente nimio, puede ser motivo escritural. (...)

En esos pensamientos estoy, pensando cómo narrar, cuando el malón humano llega. Fernando me guiña un ojo: ha sacado fotografías fantásticas y se lo ve feliz como a Fred Astaire bailando con Ginger Rogers en el Waldorf. Regresamos.

Y nos hundimos nuevamente en la monotonía de ese camino insólito, infinito, que de regreso parece más largo y más tedioso. De hecho, los caminos patagónicos son como víboras interminables, que nunca se sabe dónde comienzan ni dónde terminan. Jamás un camino patagónico acaba siquiera en el mar. Allí, en todo caso, antes de hundirse hace una curva y se convierte en un sendero que va a algún lado. Son territorios vacíos, sí, pero en los que en todo lugar ya hubo alguien –un solitario, un loco–- que anduvo antes por allí. Me impresiona esa infinitud de los caminos, como me encantan las presencias fantasmales que siempre se detectan. Me fascina completamente la locura que producen esos parajes. Sólo los muy locos pudieron ser pioneros de estas geografías; hay que estar un poco loco para vivir allí. Me digo que ha de ser por eso que los patagónicos siempre tienen, al menos para mí, inevitablemente un aire, algo así como un sello, que los hace especiales. Y ha de ser por eso que los aburridos cuerdos siempre entran y salen, siguen de largo y no se dan cuenta de nada. (...)

La composición humana de la Patagonia se compone de los nyc y los vya, es decir los “nacidos y criados” y los “venidos y asentados”. Quedan algunos pocos descendientes de los primeros inmigrantes galeses de mediados del XIX, sobre todo en Chubut, y en muchos lugares perdidos de la cordillera hay familias dispersas, y aun pequeñas comunidades de inmigrantes alemanes o austríacos de casi siempre sospechado –y muchas veces justificado– origen nazi. Y como en toda la Argentina, hay descendientes que formaron el tejido social argentino en el siglo XX: se encuentran allí los mismos apellidos españoles, italianos, árabes, ingleses, alemanes o judíos que se pueden encontrar en todo el resto del país.

Por supuesto hay también comunidades mapuches a lo largo de toda la cordillera y se encuentran miembros de diversas etnias indígenas prácticamente en todos los pueblos y ciudades de la Patagonia. Casi siempre se los ve sumidos en condiciones de pobreza o abandono, encargados de las tareas peor remuneradas o dedicados directamente a la mendicación. En el mejor de los casos, en los centros turísticos, se aplican a la venta de sus artesanías. Pero todos componen, sin dudas, las clases más carenciadas, tanto en la costa como en la cordillera. No llegan al medio millón de personas, o sea, ni un cuarto de la totalidad de los habitantes de la Patagonia.

La situación en que se encuentran los indígenas patagónicos –como los de toda la Argentina, hay que confesarlo y con vergüenza– es que han sido ellos, en tanto primeros pobladores y naturales habitantes de estas tierras, los principales perjudicados por la llamada “civilización”. Habiendo sido desplazados de sus tierras y sus derechos, de sus tradiciones y costumbres, barridos por completo de muchas regiones y además sobreexplotados durante décadas, no debería pretenderse, hoy, que miren con simpatía a los turistas blancos. Y, sin embargo, no son hostiles. Al contrario, en la Patagonia, doquiera uno vaya, encuentra personas de rasgos indígenas, puros o mestizos, y advierte enseguida que o rehúyen el trato con exquisita discreción o bien se ocupan de la venta de sus artesanías con dignidad, sin permitir degradantes regateos.

Regresamos al hotel y justo cuando empieza a morir el sol, y la bahía de Pirámides se tiñe de colores tornasolados, entre rojizos y violetas y toda la gama de los azules, nos vamos a caminar la última hora por la playa y los acantilados. Desde lo alto de un morro que domina la bahía y el poblado se tiene una vista magnífica, la impresión más perfecta de cómo muere un día. Evoco un verso impresionante de Giuseppe Ungaretti: “¿Cómo es posible que yo aguante tanta noche?”.

Al cabo nos volvemos al hotel. Fernando ordena una cazuela de pulpos que nos sabe gloriosa y después nos retiramos a dormir. Sueño que voy por una carrera tan larga, tan larga, que se me termina enroscando en el cuello.

* Final de novela en Patagonia, edición del año 2000. En la Argentina será reeditado próximamente por Editorial Edhasa. Y en España por Ediciones B.

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“Sueño que voy por una carrera tan larga, tan larga, que se me termina enroscando en el cuello.”
 
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