turismo

Domingo, 17 de enero de 2010

ITALIA > LA DIVINA AMALFI

Leyenda junto al mar

Este pueblito prodigioso levantado sobre las orillas del Mediterráneo, en el sur de Italia, revela encantos únicos gracias a su particular relieve de acantilados que se sumergen en aguas azules llenas de historia. Un paseo de increíble belleza para apreciar con todos los sentidos.

 Por Astor Ballada

Cuenta la leyenda que Heracles estaba profundamente enamorado de una ninfa llamada Amalfi y, acongojado por su muerte, decidió sepultarla en el lugar más bello del mundo. En su honor, lo llamó Amalfi: y quien llegue hasta las orillas de este paraje italiano, a orillas del azul mar Tirreno, comprobará que la leyenda no es pretenciosa.

En la región de Campania, a 50 kilómetros de la bulliciosa Nápoles, Amalfi atesora la tranquilidad de sus no más de 10 mil habitantes. Y así como en Europa se habla de “pueblos dormitorio”, bien podría Amalfi ser considerado un “pueblo balcón”, ya que sus casas, edificios y plantaciones se encuentran “colgados” en la altura, al borde del Mediterráneo.

Como sucede con los demás destinos de la Península Sorrentina, a Amalfi se llega por ruta o por ferry. Veamos: si se eligen el ómnibus o el auto, será probable sentir el vértigo que significa circundar montañas y acantilados entre blanquecinos caseríos, mientras el paisaje se va transformando en valles de más de 300 metros de profundidad. Pero por otra parte, para apreciar de la mejor manera la postal de casas “incrustadas” sobre paredes que caen oblicuas en el mar, nada mejor que arribar a bordo de alguno de los populares vapores que unen los distintos pueblos de la región. Cualquiera sea el modo de llegar, el mar hará siempre espejo con el cielo azul, para manifestarse como otro protagonista del trayecto.

Desde el agua, las casas que bordean las costas de Amalfi sobre el Tirreno. Imagen: Facundo Ballada.

PASADO DE GLORIA Serenidad es lo primero que se siente al pisar Amalfi, donde impera el turismo local gracias a los italianos que llegan principalmente desde la vecina Nápoles durante el verano europeo. Sin embargo, la vida no siempre fue tan apacible como se muestra hoy.

La historia habla de auge comercial y beligerancia con mirada al mar. Los primeros registros amalfitanos datan de la época romana, allá por el siglo VI a.C.; también se sabe que, hace dos milenios, el emperador Tiberio eligió este lugar para terminar sus días. Sin embargo, el máximo esplendor político se vivió en el año 840, cuando el asentamiento se convirtió en la primera república marítima independiente, germen del código naval más antiguo del mundo, las Tablas Amalfitanas. Por entonces, Amalfi contaba con casi 100 mil habitantes y confrontaba su poderío con Génova, Pisa y Venecia, ante las cuales sucumbiría con el tiempo. Y hasta la naturaleza avanzaría ante las antiguas pretensiones amalfitanas: en el siglo XIV, un tsunami la dejó definitivamente fuera de la compulsa por el poderío y las influencias políticas de la entonces fragmentada Italia.

De aquella época gloriosa data el principal monumento histórico que se mantiene en pie en Amalfi, la iglesia catedral de San Andrés, que se abre paso a sólo unas cuadras del pequeño casco urbano y del paseo marítimo, con sus bares (valen la pena los dulces de la pasticceria Andrea Pansa) y el puerto. De estilo normando y árabe, esta iglesia del siglo IX fue reconstruida en sucesivas ocasiones, para erigir hoy sus arcos en punta bajo una paleta blanca, gris y dorada. La influencia árabe en su arquitectura no debe llamar la atención, ya que ese pueblo fue uno de los tantos que asediaron a Amalfi en sus tiempos de gloria. En todo caso la visita al monumento religioso, cuyo conjunto arquitectónico incluye la cripta de San Andrés Apóstol, simboliza el esforzado paso de todo viajero por la montañosa Amalfi, ya que ascender sus 57 empinados escalones podría considerarse una verdadera ofrenda de fe.

En cuanto al puerto, fue el bastión de la antigua Amalfi y hoy sigue siendo corolario de la garganta del Golfo de Salerno. Se trata del punto de confluencia de vapores y el lugar de amarre de decenas de veleros y cruceros de paseo. Ya no se muestra guerrero, ni derrama jet-set como algunos poblados vecinos, pero sin dudas se confirma como romántico rincón de la Península Sorrentina, digno de la belleza de una mítica ninfa.

Todos al aire libre para disfrutar, en el pequeño centro, la cálida noche mediterránea. Imagen: Facundo Ballada.

PLAYAS ORGULLOSAS El otro gran atractivo de Amalfi son las playas sobre el mar Tirreno, el nombre del Mediterráneo en el sudoeste de Italia. Las calmas aguas de Amalfi se arriman tímidamente a las orillas que, como un páramo, preceden a las elevaciones. A estos anfiteatros naturales se llega no sin esfuerzo: desde el casco urbano, por ejemplo, se deben bajar unos trescientos escalones (a no hacerse mala sangre por la vuelta, vale la pena y con creces).

A la usanza europea, en estas playas no existen carpas, pero abundan sombrillas y reposeras, y siempre hay un parador para picar mariscos y tomar algo. También se puede optar por hacer snorkel, para investigar a nado junto con expertos guías algunas de las cuevas rocosas que se suceden a los lados de las playas. Una suerte de Costa Azul a la italiana (la lista de ilustres visitantes va desde Goethe y Nietzsche hasta Greta Garbo, Picasso y Paul Klee), consecuencia del ritmo vertiginoso de un turismo que explotó en el siglo XX, pero que afectó más a la vecina Positano, donde dicen presente las marcas y boutiques del mundo.

La playa principal de Amalfi, de unos 500 metros de extensión, tiene amarras y se transforma, al igual que el puerto, en un puente de comunicación con excursiones a Positano o Capri. Travesías que parten con rigurosa puntualidad y que, en armonía con la tranquilidad circundante, nunca terminan de ser veloces. Pero no hay problemas de horarios ni de tiempo en un ámbito tan sereno: así, los 18 kilómetros hasta Positano se recorren en 40 minutos, pero se perciben en segundos de apacible placer.

Finalmente, no habrá que irse de Amalfi sin probar el limoncello, la bebida que se elabora a partir de las plantaciones que conviven con las casas de los acantilados. Tomar este licor aquí es como tomar whisky en Escocia. Y como en el caso sajón, cada sorbo traerá consigo reminiscencias legendarias.

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Reposeras en línea, junto al mar transparente, inspirador de leyendas heroicas.
Imagen: Facundo Ballada
 
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