turismo

Domingo, 28 de marzo de 2010

COLOMBIA EL “CORRALITO DE PIEDRA”

Cartagena, la bella

Crónica de una visita a “La Heroica” y su casco histórico, uno de los más bellos de América latina. La Cartagena turística y la cotidiana, con sus ecos de historia trágica y su presente abigarrado. Y junto a ella las islas rodeadas de mar turquesa, paraíso del Caribe sur.

 Por Tomas Forster

Las imponentes fortificaciones que defendieron a Cartagena de los ataques de piratas y corsarios.

Llegamos apenas despuntaba la mañana. Habíamos pasado casi tres interminables días mirando Colombia desde la ventana de un micro. Mientras intentábamos estirar el cuerpo y nos restregábamos los ojos, en nuestros rostros cansados se adivinó una sonrisa de emoción por lo que vendría. Es que no era un momento más en nuestras vidas: era el último tramo de un extenso viaje que emprendimos junto a mi compañera por la Sudamérica profunda de los Andes, sus valles, el Amazonas y la costa del Pacífico. Y una de las intenciones siempre fue, sin apuros, terminar nuestro periplo en el llamado Caribe sur, donde termina el norte, o dicho por la afirmativa, donde empieza el sur. Para nosotros, la cuestión era simple: necesitábamos un buen descanso luego de muchos meses de patear la ruta y de transitar vivencias, iluminadoras y de las otras también, que sólo se sienten cuando se genera esa alquimia tan especial entre juventud y viaje, entre la inexperiencia y la sed de querer vivirlo todo. Parar la pelota, hacer una pausa y realizar así un balance de lo vivido. Esa era la sensación que nos atravesaba al llegar a Cartagena, principal meca turística de la intrincada, atractiva e intensa Colombia.

VAGABUNDEOS POR CARTAGENA Pero otra sensación, repetida y novedosa a la vez, nos asaltó súbitamente mientras dejábamos atrás la Terminal caribeña, en los confines de la ciudad, y se hizo carne mientras nos adentrábamos en los calles de la otra Cartagena, donde no hay ampulosidades de cotillón para el turista, sino que se revela en toda su dimensión la vida cotidiana de una urbe latinoamericana. Repentinamente irrumpió el goce de adentrarse en algo de lo inabarcable que prometía la nueva comarca que nos recibía... Esa sensación se fue consolidando durante todo el recorrido en colectivo (o “buseta”, al decir colombiano) y le puso el tono justo a ese primer vagabundeo por Cartagena, en el que fuimos testigos privilegiados de su despertar ciudadano al ritmo del gentío, que andaba de acá para allá hacia sus distintas actividades. Al mismo tiempo olfateábamos el olor a fritanga de los puestos de comida callejeros y escuchábamos al pasar que, aquella noche, la ciudad amurallada comenzaba un festejo de cuatro días en conmemoración de los 198 años de independencia de la corona española.

Al calor de ese frenesí, Cartagena fue dando paso a barrios más coquetos, propios de la alta burguesía local, y luego aparecieron la zona moderna en todo su esplendor, los rascacielos imponentes, los hoteles cinco estrellas, mientras a lo lejos llegamos a divisar el Atlántico caribeño. Sucesivamente vimos en un relampagueo el puerto principal de la ciudad y llegó el aviso del chofer: habíamos llegado a nuestro destino, el centro histórico, que los nativos llaman “el corralito de piedra”. Eran las 10 de la mañana, la mezcla de calor y humedad era sofocante, y la gente –en su mayoría negros y negras, y algunos mestizos y blancos– parecían mirarnos con una mezcla de curiosidad y hastío, pero siempre mostrándose atentos, desprejuiciados y muy sociables. Reflejaban, claro está, el afamado carácter caribeño, alegre y extrovertido, aunque también sufrido y acostumbrado a un servilismo impuesto de larga data.

La Torre del Reloj y los edificios históricos iluminan la zona colonial.

Luego de estas primeras aproximaciones al “ser caribeño”, nos adentramos en la parte histórica. Muertos de calor y ansiosos por dejar nuestras mochilas, desayunar y comenzar la recorrida, nos hospedamos en un hostel económico dentro de la ciudad amurallada. Revitalizados por unas clásicas arepas colombianas con maicena rellenas de huevo y un jugo de fruta, decidimos aprovechar el resto de la mañana. Ya habría tiempo para descansar.

IMAGENES CARTAGINESAS Hay varias Cartagenas. La popular, la de las barriadas, donde se agolpan pequeños y variados comercios, con su cumbia, salsa o el vallenato típico de la región sonando a todo volumen, junto a los clásicos mercados donde se encuentra absolutamente de todo, menos turistas disparando flashes por doquier, y alguna que otra industria. Arrabales tropicales donde la calle es sinónimo de trabajo y supervivencia. Después aparece la Cartagena moderna, con sus grandes hoteles, su célebre playa Bocagrande, la zona del puerto y, por último, el casco histórico. En esta fragmentación se sintetiza la historia cartaginesa, pero la vida turística se condensa en los dos últimos trazos. En Cartagena casi todo el mundo tiene alguna relación con el turismo y subsiste directa o indirectamente por él. La cantidad de vendedores ambulantes es inconmensurable. En las playas céntricas e incluso en las cercanas, como en La Boquilla (a 25 minutos del casco antiguo), se torna complicado pasar más de cinco minutos contemplando el mar sin recibir ofertas de masajes, cremas solares, jugos de frutas, patas de rana, antiparras o cualquier otra cosa de dudosa utilidad.

Apenas el viajero se adentra en el “corralito de piedra”, se siente sumergido en un museo viviente que sintetiza el orgullo imperial de la otrora todopoderosa corona española. Las casonas esplendorosas con los infaltables balcones de madera, como la Casa del Marqués del Premio Real o la Casa de la Aduana; la Torre del Reloj; las relucientes plazas siempre cobijando alguna orgullosa estatua de los conquistadores, como la principal Plaza de los Coches, que muestra al fundador Pedro de Heredia; las iglesias ornamentadas y las impresionantes fortificaciones generan un estado de ensueño colonial en el que Cartagena se muestra como réplica de la civilización señorial de la España aristocrática. Por momentos lo colonial se maquilla de criollo: aparece la plaza Bolívar, rodeada de pizzerías y restaurantes de comida italiana, y hasta hace su aparición una parrilla argentina. Cambian algunos nombres y estatuas, pero la forma no altera el contenido. Lo que sí sucede con frecuencia es que la arquitectura colonial se asocia con una estética actual, como en el Hard Rock Café, que funciona en una tradicional casona totalmente restaurada.

La Isla de Barú o Playa Blanca es un pequeño archipiélago ubicado al sur de la bahía de Cartagena.

En la calle Libertad, una de las pocas que no llevan los nombres de los “héroes” de la corona española, entramos derecho hasta el estante de historia colombiana. Un hombre de unos 60 años, negro como noche sin luna y de altura considerable, nos mira de reojo y dice: “Historia trágica la de mi Colombia”. “La del continente”, le respondo. “Pero todavía no terminó”, retruca. Sonríe con los ojos bien abiertos, los dientes blanquísimos, y se va de repente. En el estante de al lado, un libro de Walter Benjamin nos recuerda una frase leída alguna vez: “Las ciudades también son lugares inventados por la voluntad y el deseo, por la escritura, por la multitud desconocida. Son vastos depósitos de historia que pueden ser leídos como un libro si se cuenta con un código apropiado; son como sueños colectivos cuyo contenido latente se puede descifrar”. Dejo el libro, me paso la mano por la frente traspirada y salimos junto a mi compañera en busca de una cerveza helada y algún “corriente” (almuerzo para los colombianos) para recuperar fuerzas. El día avanza, la temperatura debe estar superando los 40 grados. Estamos en el Caribe. No vale quejarse. Mañana nos esperan playas blancas y agua cristalina. Hay que alejarse de la ciudad para conocerlas.

ARCHIPIELAGO, ARENA, MANGLARES La Isla de Barú o Playa Blanca es un pequeño archipiélago ubicado al sur de la bahía de Cartagena, a sólo hora y media de viaje. Con hermosas playas de arenas blancas, aguas transparentes, manglares y corales multicolores. Hay disponibilidad de cabañas para alquilar, aunque los viajeros más osados y gasoleros pueden rentar hamacas paraguayas en la playa. Se puede llegar por tierra cruzando el Canal del Dique desde Pasacaballos (vía Mamonal), tomando un colectivo que sale del Mercado Central (la forma más económica), o por vía acuática atravesando la bahía de Cartagena.

El otro archipiélago son las Islas del Rosario, formadas por más de 30 islas, cayos e islotes de aguas transparentes, que se prestan para el buceo recreativo, con hermosos paisajes submarinos, múltiples peces de colores, riqueza de algas y corales. Los tours ofrecen por lo general tres opciones: Isla del Sol, Isla del Pirata, Isla del Encanto, un magnífico paseo a un espectacular arrecife de coral, mar turquesa y muchas bellezas naturales. Para llegar a cualquiera de estas tres islas se toma una lancha rápida que tarda 45 minutos. Si se quiere pasar la noche, tener en cuenta que el hospedaje y la comida tienden a ser más caros que en el resto de Cartagenaz

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