turismo

Domingo, 16 de enero de 2011

URUGUAY TEMPORADA DE VERANO EN PUNTA DEL ESTE

Más allá del ruido

Enero es el mes en el que se concentra la “movida” de Punta del Este. Pero el más sofisticado de los balnearios del sur de Sudamérica también ofrece propuestas más singulares y permanentes a lo largo de todo el verano para disfrutar desde sus distintas playas –bravías o tranquilas, solitarias o concurridas– hasta islas con historia.

 Por Astor Ballada

Es apenas un puñado de semanas. Desde hace alrededor de quince años, una de las traducciones de la sofisticación esteña pasa por una concentración de exclusividad –altos precios y miradas de reojo para el no ambientado en usos y costumbres– que se extiende sólo entre la última semana de diciembre y la última de enero, período que coincide con el clima más playero del verano. Aunque son muchos los que prefieren los atardeceres tranquilos de febrero o marzo, aquellos que buscan actualidad y movimiento optan por pleno enero.

Las fiestas se suceden en las casas de toda Punta del Este, pero tienen sus ecos en las discos y bares del centro esteño, allí donde están los edificios más altos junto a los hoteles de lujo. También conocido como “la Península”, este núcleo urbano es donde mejor se percibe la intensidad de la temporada en Punta del Este, capaz de pasar en pocos días de los 20.000 habitantes estables a los 200.000 con turistas.

La Península invita a desandar la Avenida Gorlero, un elegante paseo comercial al aire libre con negocios de renombre y galerías de arte, cines, teatros y casino, lo que no impide la presencia de una feria artesanal (muy coqueta por cierto). “Tomar o picar algo” son frases que se conjugan muy bien en las confiterías y bares que serpentean las 31 calles del trazado peninsular; lo mismo que en el cercano puerto de la ciudad, que cada temporada anida en sus amarras veleros y yates de lujo de distintos tamaños y banderas, para conformar un escenario que poco tiene que envidar a sus pares de la Costa Azul.

LA HORA DE LAS PLAYAS Injusto llegar hasta aquí sin haber mencionado las playas esteñas. Recomencemos entonces diciendo que la Península divide en dos los 40 kilómetros de arenas junto al mar: de un lado La Mansa, con el reparo que significa la confluencia del Río de la Plata con el océano Atlántico; y del otro La Brava, con aguas del Atlántico en estado virgen, y por lo tanto más agrestes, con un ímpetu de vientos y olas de fácil conjugación con deportes náuticos como el kitesurf, el windsurf o el surf (los entendidos mencionan a la playa El Emir como el mejor lugar), aunque tampoco faltan los motores de los jet ski y las motos de agua.

Desde las bravas orillas se divisa un accidente geográfico: la rocosa Isla de Lobos, a unos nueve kilómetros de la costa (si es noche cerrada, se ve la luz de su faro). Como lo indica el nombre, las 41 hectáreas de esta isla son el asiento de una importante colonia de lobos marinos (casi unos 200.000 ejemplares que llegan a pesar 140 kilos). Curioso es imaginar a Juan Díaz de Solís y sus hombres desembarcando con sus ropajes clásicos allá por 1516, entre estos animales... Pero así fue, aunque la isla no conserve trazas de su paso.

La continuación por el lado noreste de la península brava lleva hacia La Barra, una zona que alterna casas de moderna arquitectura con una propuesta “urbana” de servicios, que incluye pubs, discos, galerías de arte y hasta un mercado de objetos usados y antigüedades. Sin dudas el icono aquí es el puente ondulado que atraviesa el arroyo Maldonado (pergeñado en 1965 por el uruguayo Leonel Viera, y ampliado a dos manos en 2000), cuyo curioso diseño magnetiza a los primerizos.

Montoya, Bikini y El Chorro son algunas de las playas que se extienden desde La Barra, donde los entusiastas veraneantes dictan el pulso del verano y sus caprichosas modas. Eso no impide dar con arenas cada vez más vírgenes a medida que uno se alejando del centro. El derrotero tras el oasis solitario lleva hasta ese agreste y apacible poblado costero llamado José Ignacio, a 30 kilómetros de Punta del Este. Se trata de una antigua morada de pescadores, que hoy persisten con su labor al son de las imponentes residencias elegidas por no pocos argentinos.

AGUAS CALMAS Si, en cambio, desde el extremo de la Península se recorre la dirección opuesta que proponen las orillas de La Mansa, se completa acabadamente la dimensión polifacética de Punta del Este. A diferencia del “otro lado”, las playas de La Mansa son las elegidas principalmente por familias con niños, o personas que buscan el reparo de viento al ritmo de aguas calmas.

Casi como si fuera una cuestión simétrica, frente a La Mansa también hay una isla que mira las playas, a dos kilómetros de distancia. En este caso su nombre es Gorriti, un accidente geográfico que junto a la propia península atrapa los vientos del Atlántico para calmar aún más el humor de La Mansa. Las 21 hectáreas de la isla son un imán para los visitantes que llegan desde el puerto en excursiones contratadas (también las hay a la de Lobos) o en veleros o yates. Desde los paradores, algunos de espalda a la costa continental, el escenario invita a descansar pero también a descubrir las proezas que a pocos metros realizan los fanáticos del esquí acuático, el wakeboard y el jet-ski. Y hacia adentro, una naturaleza boscosa donde reinan los pinos plantados por el hombre.

Volvemos al continente. Ya en el extremo de La Mansa, se abre un nuevo pico en la geografía costera: Punta Ballena, que debe su nombre a la semejanza de esta sierra baja jalonada de acantilados con la forma de un cetáceo recostado junto al mar. Aunque se aprecia a simple vista se puede tener una idea más acabada desde el aire, en parapente: esta actividad prospera en el lugar por sus características ideales para aprenderlo, es decir, un nivel del suelo bajo con un viento que “embolsa”. Viento este que corroyó desde tiempos inmemoriales los cimientos de Punta Ballena, como lo atestiguan las Grutas de la Ballena. Verdaderas cavernas, algunas de las cuales fueron alguna vez utilizadas como refugio de pescadores y durante algunas décadas –hasta hace no mucho– fueron boliches o paradores. El espíritu de preservación prevaleció, y hoy recobran su estado natural para afianzar el placer de recorrerlas.

Hay más. Como esas casas color terracota que cuelgan de la bahía Portezuelo: Marina del Este es uno de los tantos conjuntos inmobiliarios que semejan una villa mediterránea. Pero si hay una edificación característica de Punta Ballena, esa es Casapueblo. Hogar, obra de arte habitable, espacio de exposición, restaurante, casa de té, hotel. De muchas maneras puede definirse a esta obra edilicia del artista plástico uruguayo Carlos Páez Vilaró. Tan cierto como que este predio pulcramente blanco redondeado, con forma de gigante nido de hornero, ofrece atardeceres bellamente lejanos. Porque, como si estuviéramos en el otro hemisferio, el sol crepuscular en Punta Ballena se va perdiendo el mar, confirmando que estamos en un lugar único

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En La Barra, el puente ondulado sobre el arroyo Maldonado.
Imagen: Fernando Capano
 
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