turismo

Domingo, 3 de abril de 2011

ITALIA. LAS RUINAS DE POMPEYA

La vida petrificada

Una visita a Pompeya, la ciudad que la erupción del Vesubio sepultó bajo un manto de lava hace veinte siglos. Casa por casa, una mirada a la intimidad de sus antiguos habitantes. Calle por calle, la revelación del último instante en que la tragedia apagó el esplendor de una villa del Imperio Romano y al mismo tiempo la eternizó.

 Por Julián Varsavsky

Al curiosear entre las casas de Pompeya, todo parece detenido en una misteriosa impasse, como si sus 20 mil habitantes durmieran una larga siesta. Los fanáticos de las teorías conspirativas de la historia encontrarían un buen argumento a la hipótesis de la siesta pompeyana, al leer una tabilla todavía expuesta en una pared de foro: “Macerior ruega al edil que prohíba a la gente hacer ruido en la calle y moleste a las personas decentes que están durmiendo”. Es posible imaginar que en cualquier momento podría reanudarse la frenética actividad de la ciudad, con la gente saliendo a caminar por las estrechas calles empedradas en busca del mercado, el teatro, la lavandería o alguno de los 35 burdeles con esclavas griegas y orientales que hacían furor entre los pompeyanos.

Al trasponer el atrio de cualquier casa –la mayoría lleva el nombre de su antiguo dueño–, podría pensarse que alguno de sus habitantes va a salir a recibirnos vistiendo una túnica blanca y sandalias romanas. Quizá nos esperen Popidio Prisco, Marco Lucrecio (Comandante Decurión y sacerdote de Marte) o Juana Felicce, una aristócrata venida a menos que ha puesto un cartel ofreciendo cuartos en alquiler para enfrentar la crisis. Pero al ingresar descubrimos que todos se han ido. Modesto, el panadero, dejó las puertas abiertas y 81 hogazas de pan recién cocinadas. En otra casa se ha dejado la mesa servida con un recipiente de cerámica lleno de huevos. En la de Lucio Jocundo, el banquero, se encontró la caja fuerte abarrotada de riquezas, y en otra un cirujano dejó 40 piezas de bronce cuidadosamente ordenadas para la próxima operación.

El último gesto de Pompeya es una de las atracciones turísticas más visitadas del planeta, junto con Disneylandia. Pero la diferencia entre una y otra es abismal. Allí donde la feria de las vanidades es la apoteosis escenográfica –con castillos, ciudades y bosques decorativos cuya gracia es que parecen de verdad–, en Pompeya todo es absolutamente real. Y atroz.

En lugar de sonrientes figuras de cera, aquí hay imágenes de yeso –también de tamaño natural con expresivos rostros–, pero esculpidas por obra de un cruel arcano de la naturaleza. Cuando un infierno de lava desató su furia sobre Pompeya, aquellos que no lograron escapar perecieron sepultados bajo una hermética mortaja volcánica. La lava se enfrió y con los años los cuerpos se desintegraron, dejando un espacio vacío con la posición en la que estaban cuando los dejó la vida, en algunos casos tapándose el rostro con las dos manos por la desesperación. Los arqueólogos no tuvieron más que ubicar esos fantasmales espacios mediante resonancia, y rellenarlos con yeso líquido que al endurecerse dio como resultado unas estatuas esculpidas sobre el contorno del propio cuerpo ya desintegrado.

Recreación pictórica de la cólera del Vesubio estallando sobre Pompeya.

Alrededor de 2000 víctimas se encontraron por toda la ciudad. Algunas realizaban esfuerzos sobrehumanos por ponerse de pie en medio de la calle. Otras murieron bajo los escombros de sus mansiones, como la dueña de la Casa del Fauno, petrificada cuando se aprestaba a salir a la calle portando una bolsa con sus pulseras de oro, espejos de plata y cuantiosas monedas. En la soledad de otro cuarto, una niña ocultaba la cabeza bajo una túnica, y en el Huerto de los Fugitivos un hombre corpulento murió sentado junto a una bolsa con sus pertenencias. Además se encontraron personas con una botella de veneno a su lado –posibles suicidas– y gladiadores encadenados, imposibilitados de escapar. Las imágenes de las víctimas se exhiben en el Anticuarium –junto a la Puerta Marina– y en unas cajas de cristal en las Termas Stabianas.

“Los frescos que decoran las paredes parecen cadáveres maquillados”, dijo una vez el príncipe Maximiliano de Austria luego de visitar una casa de Pompeya. La violenta exactitud de esta frase puede verificarse en un nítido retrato encontrado en la casa de Paquio Próculo, a quien se lo ve posando en el cuadro con su joven esposa, poco antes de que un apocalipsis de fuego se abatiera sobre ellos.

En Pompeya el irremediable espectáculo de la muerte dejó una huella salvaje. Pero la lejanía en el tiempo tiende a suavizar la marca trágica, que otros evaden con la técnica del humor negro.

VILLA DEMOCRATICA Como en toda ciudad a lo largo de la historia, la arquitectura es un reflejo de la política también en Pompeya, una ciudad democrática en el sentido más clásico del término. Allí están, en su centro geográfico, los restos de las columnatas que rodeaban tres lados del Foro, mientras el frente era ocupado por el templo de Júpiter. El foro está elevado sobre una baja plataforma, frente a la cual se reunía a veces el pueblo para decidir por aclamación sobre alguna propuesta de los magistrados. En ese lugar y en los alrededores transcurría la vida política, religiosa y social de la ciudad. A un costado, en la Basílica, se administraba la Justicia y tenían lugar las transacciones comerciales más importantes. Al fondo de su nave principal, aún se mantiene en pie una tribuna desde la cual se expresaban los oradores.

En el extremo oriental del Foro está el macellum, que era el gran mercado alimentario de Pompeya, donde se descubrieron restos de cereales y espinas de pescado en una fuente de lavado. Sobre la calle de la Abundancia, el edificio del Comisio albergaba los actos electorales que inspiraban las campañas de grafitis callejeros que aún se pueden leer en muchas paredes. Al oeste del Foro, el Templo de Apolo deslumbra todavía con su gran pórtico, que custodiaba una estatua de la divinidad mayor de Pompeya.

Los arqueólogos sacaron a la luz mosaicos perfectos como el de este gato crispado.

TARDE DE GLADIADORES El Anfiteatro de Pompeya, similar al Coliseo Romano, es el más antiguo que llegó hasta nuestros días. Se mantuvo casi intacto y aún se ingresa por las mismas galerías empedradas que una vez transitó Espartaco antes de salir al ruedo. Al pararnos en el centro, vemos la elipsis perfecta que forma el anfiteatro de 135 metros de largo, que podía albergar a 20 mil personas. Aquí comenzaba por la mañana un circo sangriento donde se enfrentaban elefantes, rinocerontes, tigres, leones e hipopótamos, enfurecidos a fuerza de flechazos. El Anfiteatro se iba llenando de a poco con gente llegada de otras ciudades, y los días de calor o de lluvia se extendía en la parte superior el velarium, un techo de tela atado a unos anillos que aun se pueden ver en lo alto de las gradas.

La tarde era el momento de los gladiadores, reclutados entre esclavos y prisioneros de guerra para enfrentarse a las fieras en medio de un decorado con árboles y grandes rocas. Cada combate derivaba en una orgía de sangre cuyas salpicaduras caían sobre las primeras filas. Durante la celebración de la victoria de Trajano sobre los dacios, 11 mil animales se despedazaron unos a otros o murieron atravesados por el acero en una sola jornada, provocando la extinción del hipopótamo de Nubia y el elefante norafricano.

Al imaginarnos esas escenas desde el ruedo, suena lógico que muchas veces la violencia se extendiera también a las gradas, como en los partidos de fútbol de hoy. En el año 59 d.C. una reyerta entre pompeyanos y sus vecinos nucerianos derivó en una masacre con muchos muertos, un episodio que enfureció al colérico Nerón, quien desde el Senado de Roma decidió suspender estos espectáculos por diez años. El violento episodio está descripto con lujo de detalles en una pintura encontrada en la casa de Aczio Aniceto, que hoy se puede ver en el Museo Nacional de Nápoles, donde están los mejores tesoros artísticos de Pompeya.

UN GRAN MOSAICO No existe en el mundo otro viaje tan genuino a un pasado milenario, tan abarcador de los aspectos de la vida de una civilización. Pompeya es además el sueño de todo arqueólogo, el summum de estos científicos que, por ejemplo, en la Patagonia de hoy deben conformarse con una punta de flecha casi como el hallazgo máximo al que pueden aspirar. En Pompeya, en cambio, encontraron una ciudad completa, de pie y con sus habitantes adentro, en plena acción. Y todavía la están terminando de indagar. El descubridor fue Doménico Fontana, en 1549. Pero los trabajos de investigación comenzaron en 1748.

Las murallas de Pompeya encierran 70 hectáreas densamente edificadas. Ya transcurrieron 263 años desde las primeras excavaciones que volvieron a colocar piedra sobre piedra en los casos que hizo falta, o simplemente apuntalaron paredes. Pero los empecinados arqueólogos continúan desenterrando signos, recopilando extrañas huellas. Han reconstruido ya las cuatro quintas partes de la ciudad; un mosaico gigantesco al que no le falta una sola pieza, por pequeña que sea. Sin embargo, la tarea de concluirlo es tan vasta como el tiempo.

La Via Stabiana es una de las calles mejor conservadas de la ciudad.

A los pies del Vesubio, el registro arqueológico quedó casi intacto y bastó con un paciente trabajo para ir desenterrando con escobillas y palines, centímetro a centímetro, una ciudad completa de la época de Cristo. Aparecieron así las calles con su empedrado, las casas manteniendo el color de las paredes y prodigiosos mosaicos encastrados sin que falte una sola pieza, las fuentes y las termas en condiciones de funcionar, dos anfiteatros con sus gradas donde acaso se haya interpretado Antígona cuando era una novedad y también se presentó Pink Floyd en 1971, y un gimnasio con una gran piscina.

Pompeya es seguramente un caso irrepetible en la historia, donde la naturaleza rompió las leyes del tiempo congelando la cotidianidad completa de una ciudad en un único instante. ¿Habrá otras Pompeyas perdidas en el corazón de la tierra? La ciudad, mientras tanto, no deja de arrojar nuevos detalles de cómo era la vida –una vida tan común como la nuestra, pero a la que los siglos le otorgan una trascendencia cada vez mayor– en tiempos del gran imperio.

Las tragedias –una bomba atómica, un tsunami, un terremoto– destruyen completas a las ciudades, a veces desde su mismo basamento. Y lo que queda el hombre lo termina de destruir para comenzar todo de nuevo, dejando apenas una muestra en forma de ruina para no olvidar. En el caso de las pocas ciudades comprobadamente milenarias que todavía existen –Varanasi, Atenas, Jerusalén–, en realidad han sido destruidas y reconstruidas permanentemente y no queda mucho de su matriz original. Lo que perdura en uso y en pie es a lo sumo medieval. Pero en el caso de Pompeya todo fue al revés. Si bien la ciudad desapareció del mapa de un día para el otro, al mismo tiempo se conservó hasta en el mínimo detalle.

Pero desenterrar Pompeya fue, al mismo tiempo, condenarla a desaparecer. Su mortaja volcánica ya no la protege y en algún momento lejano, de a poco, sus techos restaurados se caerán y las paredes comenzarán a ser intangible polvo, por mucho que se la cuide. De no haber sido descubierta, Pompeya existiría –no para los hombres– bajo tierra, aún secreta. Y acaso perduraría oculta más allá de la desaparición del hombre sobre la tierra. Pero allí está Pompeya hoy, a la vista de todos, no tan lejos de su máximo esplendor: los arqueólogos la han recauchutado un poco y es casi una ciudad viva en majestuosa decadencia. El contacto con el aire, la lluvia, la polución y el asedio de alguna posible guerra alguna vez la tumbarán (en 1943, por ejemplo, el Foro y el Teatro Grande fueron dañados por bombardeos de los aliados).

Pompeya tiene sus largos días contados; tarde o temprano tendrá que desaparecer. A menos que el Vesubio despierte y la sepulte otra vez, prueba de que los dioses del Olimpo la predestinaron a la eternidad

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La estatua de Apolo al frente del templo dedicado a ese dios en Pompeya.
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