turismo

Domingo, 17 de abril de 2011

LA PLATA. UN MUSEO CON HISTORIA

Ciencia para todos

El Museo de Ciencias Naturales de La Plata, fundado a fines del siglo XIX sobre las colecciones que donó el perito Francisco Moreno, ofrece una mirada única sobre el pasado de la tierra y sus primeros pobladores, un viaje en el tiempo que abarca las culturas autóctonas y llega hasta la actualidad, con leyendas de fantasmas incluidas.

 Por Graciela Cutuli

Cuando la tarde de otoño está soleada, cientos de chicos juegan con entusiasmo y bullicio en las plazas de La Plata. Pero otros tantos están haciendo fila para entrar en un museo, un edificio cuyo tamaño y aires distinguidos consiguen, sin embargo, alejarse de toda solemnidad: aquí, la historia y la ciencia tienen también algún aire de juego, a pesar de la seriedad científica.

Por dentro y por fuera, ya que su imponente sede también tiene su historia y un valor arquitectónico propio, el Museo de Ciencias Naturales de La Plata es uno de los emblemas de los tiempos en que la Argentina apenas empezaba, de la mano de algunos pioneros, a construir su identidad y explorar su pasado. Un pasado literalmente oculto por el tiempo y la propia naturaleza, que fue saliendo a la luz gracias a las exploraciones de investigadores como Florentino Ameghino y el perito Francisco Moreno, dos de los nombres más sobresalientes y conocidos de la ciencia argentina a fines del siglo XIX. Su herencia tangible se visita hoy en el Museo de Ciencias Naturales que depende de la Universidad de La Plata, el lugar donde el pasado cobra vida y se puede, por unas horas, sentirse contemporáneo de los dinosaurios.

HABIA UNA VEZ UN MUSEO La historia del Museo empieza en 1877, cuando se funda en Buenos Aires –aún no convertida en capital nacional– el Museo Arqueológico y Antropológico constituido sobre los 15.000 ejemplares de la colección donada por Francisco P. Moreno.

Tres años más tarde, la federalización de la ciudad de Buenos Aires y la posterior fundación de La Plata como capital provincial –corría 1882– impulsaron el traslado del Museo a un edificio expresamente diseñado para albergarlo en la Ciudad de las Diagonales. Construido con los criterios de su tiempo, cuando los museos empezaban a convertirse en representantes de las aspiraciones culturales de toda una generación, el nuevo edificio –proyectado por los arquitectos Heynemann y Aberg– se organizaba en forma pedagógico-cronológica exhibiendo las colecciones según las creencias evolutivas del momento.

De estilo ecléctico, con toques que van del neoclásico al barroco, tiene en total cuatro plantas y un entrepiso: parte para las exposiciones y parte para los depósitos y laboratorios. Ahora que los estilos han cambiado y se tiende a las construcciones modernas, despojadas y vidriadas, pasear por el Museo de Ciencias platense es también remontarse a un tiempo donde la ornamentación y la investigación no estaban reñidas: así, vigilantes bajo las columnas corintias del pórtico de ingreso, dos smilodon –los famosos “tigres dientes de sable”– parecen aguardar con severidad a los visitantes. Se cree que estos felinos habitaron nuestro continente hasta no hace mucho, hablando en términos geológicos: unos 10.000 años atrás pueden haber recorrido estas pampas. Ellos son, por lo tanto, los encargados de dar el primer paso hacia atrás para desandar el tiempo durante la visita.

REINO DE CIENCIAS El Museo tiene veintiún salas que van recorriendo el mundo de la naturaleza desde lo inorgánico hasta lo orgánico, para llegar luego al hombre y su cultura. Por grande que parezca, lo que está a la vista es sólo una pequeña parte de las colecciones: vale recordar que entre sus salas abiertas al público y los depósitos hay unos 2,5 millones de objetos que llegaron hasta aquí gracias a donaciones, compras y sobre todo los trabajos de campo de los naturalistas y científicos que trabajan para la entidad. Paso a paso, entre salas renovadas con tecnologías modernas y otras aún en proceso de modernización, se va pasando revista a los conceptos fundamentales de la ciencia, ilustrados con piezas asombrosas.

La sala dedicada al tiempo, la materia y la evolución vincula todos los organismos existentes en la tierra explicando los procesos de transformación de la materia, su arquitectura y sus ciclos: aquí reina la réplica impactante del esqueleto de un Diplodocus, un reptil herbívoro del Jurásico, donada en 1988 por Roque Sáenz Peña. Fue uno de los más grandes conocidos hasta el hallazgo del Argentinosaurus, el mayor dinosaurio herbívoro conocido hasta el momento: dos fémures originales permiten guiarse para la comparación. Poco más adelante, la exposición se dedica a la Tierra como parte del Universo: a los más chicos los atrae enseguida identificar los planetas del Sistema Solar y descubrir la recreación del gabinete de un naturalista en el siglo XIX, cuando empezaron a crearse cierta aura de “Sherlock Holmes” del pasado geológico a fuerza de lupas, excavaciones y exploraciones de campo. Los amantes de los dinosaurios son en cambio quienes están de fiesta en el sector dedicado al Triásico, donde se ven reptiles con aspecto de cocodrilos, la réplica de un Herrerasaurus –un dinosaurio carnívoro de San Juan– y numerosos fósiles. La referencia constante a nuestro propio territorio y a los restos paleontológicos hallados en la Argentina con abundancia y diversidad es, sin duda, uno de los rasgos más interesantes del Museo y también lo que lo hace diferente de cualquier otro museo de Ciencias en otras partes del mundo.

Más adelante se llega al Jurásico y el Cretácico, explorando vertebrados marinos y terrestres a través de los calcos y restos de un iguanodón, de un tiranosaurio rex, de un hadrosaurio norteamericano (“dinosaurio pico de pato”) y un neuquensaurus, entre otras piezas que incluyen cráneos, huevos de dinosaurios fosilizados y un gigantesco amonite. Y si se quiere saber por qué un día los dinosaurios desaparecieron de la faz de la Tierra, aquí se exhibe la principal hipótesis, aquella del meteorito que causó una catástrofe en nuestro planeta y al mismo tiempo lo obligó a una radical renovación. Luego, será el turno de internarse en el pasado sudamericano y el Cenozoico de nuestro continente, con ejemplares de megaterios, gliptodontes y macrauquenias, todas especies extinguidas que alguna vez tuvieron un papel importante como eslabones en la cadena de la evolución. Entre esqueleto y esqueleto aquí se rinde homenaje a Florentino Ameghino, el científico cuyas colecciones también enriquecieron el museo y a quien se considera uno de los grandes investigadores de su tiempo, aunque sus teorías hayan sido superadas por nuevos descubrimientos e hipótesis sobre nuestro pasado.

NATURALEZA HOY Las salas del museo siguen la evolución natural y dan finalmente un salto a la vida en el presente, empezando por los invertebrados: protozoos, esponjas, celenterados, anélidos, moluscos y arácnidos impresionantes como las tarántulas o “araña pollito”, que impresionan desde las vitrinas hasta a los más valientes. Lo mismo con los insectos, que tienen apasionados capaces de pasar horas examinándolos hasta en sus más mínimos detalles, y detractores que se alejan cuanto antes aunque sea de las vistosas mariposas sudamericanas. Este es, sin duda, un buen lugar para aprender sobre mimetismos y adaptaciones. Luego, la riqueza de la vida sobre la tierra se diversifica en el mundo de los vertebrados, con una colección de ejemplares autóctonos que atrapa por la reconstrucción de numerosas “escenas” con animales embalsamados. Aquí se encuentra también la colección de aves de un ornitólogo pionero en nuestras tierras: Guillermo Enrique Hudson. Mamíferos, roedores, murciélagos y especies en peligro como el puma, el aguará-guazú y el yaguareté tienen su espacio en este sector. Y en la sala siguiente, que conserva una suerte de “desfile de la evolución” al estilo de los museos de Ciencias Naturales del siglo XIX, se exhiben esqueletos de jirafas, caballos, elefantes y hombres. Hombres que son precisamente los protagonistas de las exhibiciones de la planta superior, donde el Museo da un giro para dedicarse a la arqueología latinoamericana y del Noroeste argentino, reconstruyendo las formas de vida y las producciones de los pueblos nativos con enorme variedad y riqueza.

UN FANTASMA PROPIO La historia del Museo, la riqueza de sus colecciones y la sugestión que despierta su edificio no podían dejarlo sin su fantasma propio. La historia comienza hace mucho tiempo, cuando allá por 1884 el cacique tehuelche Inacayal fue capturado por los soldados de la Campaña del Desierto, cerca de la cordillera, y llevado como prisionero a Buenos Aires. Reacio a declararse argentino, y dispuesto a defender su identidad, Inacayal sólo fue liberado un par de años más tarde por el perito Moreno, que lo llevó junto con otros indígenas al Museo de La Plata. Allí vivió durante años, recorriendo el edificio durante el día y durmiendo encerrado en el sótano durante la noche: al tiempo que trabajaban en el mantenimiento, los aborígenes eran objeto de estudio de los científicos y modelos obligados de pintores decididos a retratar sus rasgos. Varios de ellos murieron, sumiendo a Inacayal en la tristeza y la apatía: finalmente, también él se apagó en 1888 –hay varias teorías sobre su fallecimiento– y dio origen a la leyenda del fantasma que genera curiosos fenómenos en el edificio. Lo cierto es que los restos del jefe indígena fueron expuestos en las vitrinas del Museo durante años, hasta que finalmente se atendieron los reclamos de sus descendientes y fueron restituidos a la provincia de Chubut en los años ’90: allí fue enterrado según la costumbre tehuelche, como un pionero de la práctica hoy más establecida de devolver a las comunidades de origen los restos de sus antepasadosz

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En el corazón de la arquitectura clásica del museo, la mandíbula de un gigantesco mamífero.
Imagen: Graciela Cutuli
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