turismo

Sábado, 30 de abril de 2011

MISIONES. AGROTURISMO EN LA SELVA

Caminos de tierra roja

Una gira por los rincones ocultos de Misiones, atravesando el verde de la selva por los caminos de tierra roja. Un acercamiento a la cotidianidad y las historias de los colonos de origen centroeuropeo, brasileño y paraguayo que conforman la singular cultura misionera, entre plantaciones de yerba, cabañas solitarias, campings, saltos de agua, cabalgatas y pesca: todo ese mundo que se descubre en las rutas desconocidas de esta tierra única.

 Por Julián Varsavsky

La gira comienza en el departamento de Oberá (centro-sur de la provincia), para ir subiendo hacia el norte por la RN 14. El primer establecimiento a la vera de la ruta es el Edén de Pedro y María, cuyos anfitriones tienen un restaurante bajo un quincho donde sirven manjares preparados con pescados que ellos mismos crían en estanques.

Se llega a la finca por un camino de tierra roja, entre plantaciones de té, que se desprende de la RN 14 en las afueras de Campo Viera. Mientras tiramos la caña con un poco de pasto como carnada para atrapar nuestro almuerzo, Andrés Jesús Rogaczewsky –el propietario del emprendimiento– nos cuenta que su padre llegó de Polonia en 1927, con solo ocho años: en su momento les dieron un lote cuadrado de 25 hectáreas, una medida que se otorgaba a los colonos y un promedio que en las chacras no ha variado mucho hasta hoy. La promesa de una América dorada resultó para aquellos inmigrantes un mero bosque virgen, donde tumbaron árboles e hicieron una choza, en medio de la nada, con millones de bichos alrededor. Pero las durísimas condiciones eran preferibles a las guerras europeas. Aquello que los inmigrantes más buscaban era paz.

Andrés Jesús tiene un aspecto polaquísimo, rubio con cachetes rozagantes y ojos muy claros. Su hablar es misionerísimo, de monte adentro, en última instancia con un acento muy ‘aparaguayado’, con las inflexiones y la métrica del guaraní. El abuelo de Rogaczewsky era aserrador, así que se las ingenió bien al llegar. Luego puso un secadero de té y en 1960 plantó pinos. Los troncos los cambió, años después, por otra chacra de 25 hectáreas.

La pesca fue rápida –el estanque está lleno de pacúes y carpas húngaras– y en una hora la mesa estuvo servida con un suculento pacú a la parrilla y toda clase de delicias en base a pescado: bombas de mandioca, empanadas, croquetas, milanesas y albóndigas.

La vida del colono, ya en segunda y tercera generación en el país, sigue siendo peliaguda, a veces en el límite con la pobreza. Aunque una pobreza diferente a la de la gran ciudad, porque en las chacras se produce todo lo necesario para comer, y a veces sus habitantes no compran otra cosa más que el aceite y la sal.

En un día común, Pedro se levanta con el sol, lleva a los chicos al colegio, vuelve a la chacra y corta el pasto en los alrededores de los estanques, les da de comer a los peces. Luego puede que arregle su camioneta o el camión, o haga alguna mejora en la casa de madera y atienda a un pescador o comensal. La rutina se repite los fines de semana. También tiene que limpiar la pileta que usan las familias que llegan a pasar el día –en verano es todos los días, una hora y media de trabajo– y debe arreglar todo el tiempo el sistema de acequias que interconectan los estanques. Además tiene una plantación de té y otra de yerba que arrienda y no tiene un solo empleado: solo lo ayudan los más grandes de sus cinco hijos en edad escolar. “Por lo menos, acá no tenemos que regar, eso lo hace la naturaleza, pero llueve tanto que el tiempo se nos va en desmalezar”, agrega Rogaczewsky, que también tiene una pequeña plantación de choclo, saqueada cada tanto por los monitos. “Yo he visto cómo vienen, atan dos mazorcas con una hoja, se la cuelgan en la espalda y se las llevan”, agrega entre risas este argentino-polaco que es, sobre todo, misionero de corazón.

HACIA EL NORTE Luego del almuerzo retomamos la RN 14 hacia la ciudad de Aristóbulo del Valle, en busca del Agrocamping Salto Piedras Blancas para pasar la noche. El sitio está en un lugar idílico, a la sombra de altos árboles misioneros que brotan junto a un arroyo. Además hay una cabaña nueva de madera, con techo a dos aguas, baño, cocina y cuatro camas, en plena selva.

Alrededor del camping hay dos hermosos saltos de agua a los que se llega por un sendero de selva en galería, con piletones naturales para bañarse en aguas cristalinas. El anfitrión es Pablo Schwitzer, de 28 años, descendiente de alemanes y egresado de una de las escuelas EFA (Escuela de la Familia Agrícola) que hay en toda la provincia, donde se forman jóvenes para que no abandonen la vida rural. Así se busca evitar que muchos chacareros vendan su tierra y terminen sin trabajo engrosando los barrios marginales de las ciudades. En la escuela EFA Pablo aprendió albañilería, sistemas eléctricos, a cocinar, carpintería, agricultura, a manejar una granja completa y también los secretos del plantado de té y yerba mate. Su familia tiene una chacra de 97 hectáreas que manejan ellos mismos.

LOS CEDROS A la mañana siguiente seguimos viaje por la RN 14 siempre hacia el norte, rumbo al establecimiento Los Cedros, que tiene una solitaria y confortable cabaña aislada de todo a la sombra de la selva. Los Cedros está a pocos kilómetros del pueblo 2 de Mayo, justo en el centro de la provincia. El dueño de casa es Celso Kelm, de 50 años, un rubio de ojos azules descendiente de polacos y alemanes. Alojado en Los Cedros, se le siente el pulso a la selva y la vida rural en un sentido muy auténtico, sin la menor sobreactuación para los visitantes. Cuando llegamos, por ejemplo, no había nadie a la vista: estaba la familia completa trabajando monte adentro.

Las charlas con Celso Kelm son una especie de viaje al origen del poblamiento blanco de Misiones, que dio lugar a la “cultura del colono”. Sus abuelos llegaron a la zona hace 66 años desde Brasil. El, por su parte, se instaló en su chacra hace 20 años, cuando adquirió once hectáreas. Tiempo después cambió su auto por otras nueve hectáreas y ahora ya no tiene movilidad propia, a pesar de que vive en medio del campo. La ruta está a dos kilómetros y sus hijos salen a pie a las 5.30 de la mañana para tomar el colectivo al colegio. Y los más chicos caminan cuatro kilómetros para cursar la primaria.

En la chacra, Celso ara la tierra con una yunta de bueyes, cosecha mandioca, batata, maíz, poroto, arroz y cítricos. También cría gallinas, cerdos y cuatro novillos que le dan carne todo el año. Además tiene una plantación de yerba, que hay que podar mes a mes. Cuando llega la época de “tarefear” la familia corta las ramas de yerba a tijeretazos y luego las cargan “emponchadas” en un camión. Cada dos días llevan la yerba en bruto al secadero para venderla, unos 900 kilos, por los cuales obtienen –descontado el flete– 40 centavos por kilo, es decir unos 400 pesos. El año pasado, con el arduo trabajo de toda la familia, produjeron 40.000 kilos (16.000 pesos, menos los impuestos). Celso tiene 12 hijos y todo lo otro que produce es básicamente para autoconsumo; el único ingreso fijo que tienen es la Asignación Universal por Hijo. Ahora han agregado el turismo como una incipiente actividad adicional.

Los Cedros es un lugar para descansar, caminar por la selva y escuchar las historias de Celso. Como aquella vez en que, adentro del monte macheteando, lo mordió una yarará. “Poner el pie arriba del fuego duele menos”, dice el hombre mientras se pone serio. “Mi gurí la mató y la trajo para mostrársela al médico en el hospital. Yo caminé primero 1000 metros hasta el coche y tardé 25 minutos hasta San Vicente. A la entrada a la ciudad ya me estaba quedando ciego. Una hora y media después de que me inyectaran el antiofídico me empezó a calmar el dolor, tenía la pierna negra y tan hinchada que no me podía sacar el pantalón.” Por las dudas, Celso aclara que en donde viven ellos no hay víboras –se escapan de las partes pobladas–; así que en Los Cedros todo es paz y tranquilidad.

RUMBO A CARAGUATAY El viaje se acerca ahora a la RN 12 por la RP 212, en las afueras de Caraguatay. Allí el establecimiento Los Lagos es una casa de familia que ofrece comidas y tradicional “pesque y pague”. A nuestro encuentro salió Rodolfo Peyer, asegurando que “acá van a conocer la casa de una familia colona”. La casa tiene techo a dos aguas, como las de Suiza, como si nevara en la selva. Peyer explica que sus padres –suizo él, austríaca ella– la hicieron con cuatro bolsas de cemento y el resto solo con cal, porque después de la Segunda Guerra Mundial escaseaban los materiales. Habían llegado en barco a la zona, y al ver la selva virgen se quisieron volver, pero ya no tenían más dinero (en concreto, venían a buscar oro).

Cuando le pregunto a Peyer si a sus 67 años ha visto cómo se depredó la selva misionera, me responde con un ejemplo: “¿Quién se hubiera imaginado que para poder pescar iba a tener que hacerlo en un estanque artificial? Antes sacabas de todo en el río, ahora no hay nada, solo mojarras”.

La charla vuelve a los orígenes –Peyer destila una alegre nostalgia– y el anfitrión me cuenta que cuando sus padres instalaron una choza de cañas en el terreno que les correspondía, los niños dormían en una jaula cubierta con una tela que los protegía de los bichos. En Europa habían tenido una panadería y cuando terminó la guerra la vendieron. Pero al día siguiente ese dinero había perdido todo su valor.

Durante el almuerzo con la familia a pleno, se sentó a la mesa el cura de la zona y hablamos de las aldeas guaraníes que vimos desde la ruta. “Los guaraníes son como camaleones que se adaptan a cada situación. Si llegan los evangélicos se hacen evangélicos, porque les traen cosas. Cuando se cansan no les prestan más atención, entonces los religiosos también se cansan y se van. Y así con diferentes religiones. Así que nosotros les respetamos sus propias creencias y tratamos de no interferir, son inteligentísimos”, agrega el cura.

El almuerzo consistió en un pez asado al horno de ladrillos, chipacitos calientes y un pan casero que llegó humeante a la mesa. De postre, un delicioso flan de yerba mate. Y Peyer, satisfecho con la comida y la visita, cerró el almuerzo aclarando que ellos no viven del turismo, “pero si aparece uno, lo atendemos muy bien”. Los Peyer, anfitriones natos, reciben gente a comer en su casa, pero antes que todo por placer

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Los caminos de tierra roja atraviesan la provincia entre selvas y plantaciones.
 
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