turismo

Domingo, 8 de mayo de 2011

DIARIO DE VIAJE. AFRICA

Postales de ébano

El periodista polaco Ryszard Kapuscinski recogió sus crónicas de viaje por Africa, donde fue corresponsal durante décadas, en un libro que elude estereotipos y lugares comunes para acercarse a la verdadera historia y realidad de un continente aún enigmático. Desde el día a día, desde el contacto diario con sus habitantes, un trazado único y vívido de la realidad africana.

 Por Ryszard Kapuscinski*

“Este continente es demasiado grande para describirlo. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos ‘Africa’. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, Africa no existe.”

Ya en la escalerilla del avión nos topamos con otra novedad. El olor del trópico. ¿Novedad? Si no es otro que el olor que llenaba la tienda del señor Kanzaman, Productos Ultramarinos y Demás, situada en la calle Perec de Pinsk. Almendras, clavos, dátiles, cacao; vainilla, hojas de laurel; naranjas y plátanos por piezas, y cardamomo y azafrán al peso. ¿Y Drohobycz? ¿El interior de Las tiendas de color canela de Schulz? Al fin y al cabo, “su interior, mal iluminado, oscuro y solemne, estaba impregnado de un fuerte olor a laca, colores, incienso, aromas de países lejanos, de raras mercancías”. Con todo, el olor del trópico es algo distinto. No tardaremos en notar su opresión, su pegajosa materialidad. Ese olor enseguida nos hará conscientes de que nos encontramos en ese punto de la Tierra en que la frondosa e incansable biología no para de trabajar: germina, brota y florece, y al mismo tiempo padece enfermedades, se desintegra, se carcome y se pudre.

Es el olor del cuerpo acalorado y del pescado secándose, de la carne pudriéndose y de la kassawa asada, de flores frescas y algas fermentadas, en una palabra, de todo aquello que a un tiempo resulta agradable y desagradable, que atrae y echa para atrás, que seduce y da asco. Ese olor nos llegará de los palmerales, saldrá de la tierra incandescente, se elevará por encima de las alcantarillas apestosas de las ciudades. No nos abandonará, es parte del Trópico.

Y, finalmente, el descubrimiento más importante: la gente. Gentes de aquí, del lugar. ¡Cómo encajan en ese paisaje, en esa luz, en ese olor! ¡Cómo se convierten el hombre y la naturaleza en una comunidad indivisible, armónica y complementaria! ¡Cómo se funden en un solo cuerpo! ¡Cómo cada una de las razas está enraizada en su paisaje, en su clima! Nosotros moldeamos nuestro paisaje y él moldea los rasgos de nuestros rostros. En medio de esas palmeras y lianas, de toda esa exuberancia selvática, el hombre blanco aparece como un cuerpo extraño, estrafalario e incongruente. Pálido, débil, con la camisa empapada en sudor y el pelo apelmazado, no cesan de atormentarlo la sed, el tedio y la sensación de impotencia. El miedo no lo abandona: teme a los mosquitos, a la ameba, a los escorpiones, a las serpientes; todo lo que se mueve lo llena de pavor, de terror, de pánico.

Los del lugar, todo lo contrario: con su fuerza, gracia y aguante, se mueven con desenvoltura y naturalidad, y a un ritmo que el clima y la tradición se han encargado de marcar; un ritmo tal vez poco apresurado, más bien lento, pero, a fin de cuentas, en la vida tampoco se puede conseguirlo todo; de no ser así, ¿qué quedaría para otros? (...)

ACRA Llevo aquí una semana. Intento conocer Acra. Es una ciudad pequeña que parece haberse multiplicado y autocopiado, y que ha salido a rastras de la selva para detenerse a orillas del golfo de Guinea. Acra es plana, baja y mísera, aunque también hay en ella casas de dos o más plantas. Nada de arquitectura rebuscada, nada de lujo ni de suntuosidad. Unos revoques de lo más corrientes, paredes de color pastel, amarillo y verde claro, que aparecen llenas de chorreaduras. Frescas estas últimas al acabarse la estación de las lluvias, forman infinitos mosaicos, collages y constelaciones de manchas, crean mapas fantásticos y dibujos de líneas serpenteantes. El centro de la ciudad está densamente edificado. Hay mucho tráfico, multitud de gente, bullicio; la vida se hace en la calle. La calle no es sino mera calzada, separada de los bordes por un arroyo-alcantarilla. No hay aceras. Los coches se entremezclan con la multitud pedestre. Todo avanza junto: peatones, automóviles, bicicletas, carros de porteadores, y también vacas y cabras. En los bordes, más allá del sumidero y a lo largo de toda la calle, se desarrolla la vida doméstica y mercantil. Las mujeres machacan la mandioca, asan a la brasa bulbos de taro, cocinan algún plato, comercian con chicles, galletas y aspirinas, lavan y secan la ropa. Y todo ello a la vista de todos, como si rigiese una orden que obliga a los habitantes a abandonar sus casas a las ocho de la mañana y a permanecer en la calle. La causa real es muy distinta: las viviendas son pequeñas, estrechas y pobres. El ambiente es sofocante, no hay ventilación, el aire es pesado y los olores nauseabundos, no hay con qué respirar. Además, pasar el día en la calle permite participar en la vida social. Las mujeres no paran de hablar entre ellas, gritan, gesticulan y acaban riéndose. Apostadas junto a una olla o palangana, tienen, además, un perfecto punto de observación. Pueden contemplar a los vecinos, a los peatones, la calle, escuchar conversaciones y riñas, seguir el curso de los acontecimientos. La persona está todo el día en medio de la gente, del bullicio, al aire libre. (...)

UGANDA Al día siguiente dimos con un ancho y rojizo camino de laterita que, dibujando una línea arqueada, rodeaba el lago Victoria. Después de seguirlo durante varios cientos de kilómetros en medio de un Africa verde, frondosa y bella llegamos a la frontera con Uganda. En realidad, no había frontera. Junto al camino se levantaba una sencilla caseta encima de cuya puerta se veía un tablón de madera con la palabra “Uganda” grabada a fuego. Estaba vacía y cerrada. Las fronteras por las cuales se derrama la sangre se crearían más tarde.

Seguimos viaje. Era noche cerrada. Lo que en Europa recibe el nombre de atardecer o crepúsculo aquí apenas si dura unos minutos: a decir verdad, no existe. Se acaba el día y enseguida cae la noche, como si alguien, con un repentino movimiento de interruptor, desconectase el generador del sol. Sí, la noche inmediatamente se vuelve negra. En unos segundos nos hallamos en el interior de su núcleo más oscuro. Si nos pilla mientras recorremos la selva, tenemos que detenernos enseguida, no se ve nada, como si nos metiesen la cabeza dentro de un saco. Perdemos el sentido de la orientación, no sabemos dónde nos encontramos. En medio de semejante oscuridad, las personas se hablan sin verse en absoluto. Lanzan sonoras llamadas sin saber que están una junto a otra. La oscuridad divide y por eso mismo hace más fuerte el deseo del hombre de estar uno junto a otro, dentro de un grupo, de una comunidad.

Las primeras horas de la noche en Africa se convierten en el tiempo más propicio para la vida social. Nadie quiere estar solo. ¿Solo? Es una desgracia, ¡una condena! Los niños tampoco se acuestan más temprano que los mayores. Se entra en la región del sueño juntos: toda la familia, todo el clan, toda la aldea.

Atravesábamos una Uganda dormida e invisible tras el manto de la noche. En algún lugar cercano debía de estar el lago Victoria, los reinos de Ankole y de Toro, los pastos de Mubende y las cataratas de Murchinson. Todo ello se encontraba en el fondo de una noche negra como la pez. Una noche llena de silencio. Los faros del coche penetraban profundamente la oscuridad y en el haz de su luz se arremolinaba un enjambre enloquecido de moscas, tábanos y mosquitos que emergían no se sabía de dónde, que durante una fracción de segundo desempeñaban ante nuestros ojos el papel de su vida –el baile enloquecido del insecto– y morían, aplastados por el despiadado morro del coche en plena marcha.

En esa masa uniforme de oscuridad, solo muy de cuando en cuando aparece un oasis de luz, una caseta de abigarrados colores de feria que brilla desde lejos: se trata de una duka, una pequeña tienda hindú. Por encima de bizcochos, paquetes de té, cigarrillos y cerillas, por encima de latas de sardinas y pastillas de jabón emerge, iluminada por el resplandor de unas lámparas de neón, la cabeza del dueño, un hindú sentado en actitud inmóvil que, paciente y confiado, espera a unos clientes rezagados. El brillo de aquellas tiendas, que daba la impresión de aparecer y apagarse obedeciendo una orden nuestra, nos iluminó, como faroles solitarios de una calle desierta, todo el camino hasta Kampalaz

* Ryszard Kapuscinski, Ebano. Anagrama, Crónicas, 2003.

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