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Domingo, 19 de junio de 2011

BEIJING. LA CIUDAD PROHIBIDA Y LA GRAN MURALLA

Sueños de eternidad

La Gran Muralla y la Ciudad Prohibida son dos piezas maestras del milenarismo arquitectónico chino y su tendencia a encerrarse en sí mismo. El palacio fue proyectado para albergar a los “Hijos del Cielo” hasta la eternidad, y la muralla, para separar dos cosmovisiones inconciliables: por un lado, la de los nómadas sin ley de la estepa mongola; por otro, la de los emperadores del rígido Estado chino.

 Por Julián Varsavsky

“Dejad a China dormir, que el día en que despierte el mundo temblará.”
Napoleón

En la arquitectura y el plano urbano de una ciudad se puede a veces leer, mejor que en cualquier otra expresión simbólica, las relaciones de poder y las aspiraciones políticas de los gobiernos. Y por mucho que se esfuercen los urbanistas y arquitectos por ser modernos y originales, la influencia del pasado se cuela por todos lados. Es el caso de la capital china, cuyos modeladores actuales buscan traducir en lenguaje arquitectónico el gran salto del dragón rojo en busca del olimpo tecnológico, industrializándose a toda costa con garra y paciencia chinas.

El resultado es una nueva arquitectura de rascacielos vidriados con acero a la vista como los de Nueva York, pero todos con un toque oriental propio, generalmente en los remates del último piso. La mayoría de estas originales obras está coronada ya sea con alguna “punta de aguja” que remite a las stupas budistas, o con la deconstrucción de los techos a cuatro aguas curvadas tan clásicos en la arquitectura china. Son pocos los edificios modernos que no tienen un toque oriental –aunque sea una “pincelada” con cuatro ideogramas chinos gigantes cerca del último piso– para darles un aura de pagoda posmoderna. Y la fuente original de ese milenarismo en la arquitectura extendido por toda China está precisamente en Beijing, a veces a metros de los rascacielos, corporizada en monumentales obras dinásticas como la Ciudad Prohibida y la Gran Muralla.

Un reloj de sol en un prodigioso rincón de la Ciudad Prohibida.

PARA SIEMPRE Y A LO GRANDE Se trata de construcciones megalómanas con una arquitectura infranqueable y avasallante en el plano simbólico. A la Ciudad Prohibida no podía entrar nadie –salvo el emperador y su corte– y sus grandes muros rojos lo dejan muy en claro. Pero a China tampoco debía ingresar nadie que no fuese bienvenido. Y para prevenirlo cercaron el reino entero con una muralla que, en los hechos, era imposible de abarcar ni siquiera para sus propios defensores.

Los edificios sugieren un poder incuestionable, superior a todo, y como tales eran los más altos de su época. Hoy, acaso más que nunca, Beijing es una megalópolis donde todo sugiere grandeza. Los espacios públicos y privados –edificios, plazas, parques, avenidas– son vastos y anchurosos. Las proporciones espaciales las impone también la necesidad de albergar a los habitantes del país más poblado de la tierra (en general, en China la muchedumbre camina cómoda). Aunque claramente a los urbanistas chinos, los de hoy y los de hace milenios, los mueve el objetivo de impresionar al forastero en su pequeñez individual.

La arquitectura china actual es entonces una proyección de la arquitectura imperial: puede haber cambiado la forma pero no el fondo, reflejo de un país que pretende convertirse en la primera potencia mundial. Y para leer en la arquitectura las relaciones de poder en la China de hoy, hay que empezar por ir a la fuente, observando con sumo detalle las delicadas y contundentes formas que se le dio a la piedra en el palacio real más fascinante construido jamás sobre la tierra, la Ciudad Prohibida, y en la obra ingenieril más osada y extrema edificada en toda la historia, la Gran Muralla.

El dragón de acero, uno de los tantos seres mitológicos que pueblan la Ciudad Prohibida.

LA GRAN MURALLA Aunque la Gran Muralla haya sido el mayor delirio terrenal del primer emperador chino, Qin Shi Huan, el soberano tuvo otro deseo no menos sorprendente: luego de decapitar a medio centenar de oficiales que fracasaron en la búsqueda del elixir de la inmortalidad, decidió llevarse al inframundo un ejército de 7000 soldados moldeados en terracota, a quienes conduciría en sus batallas subterráneas por toda la eternidad.

En “La Muralla y los libros”, Jorge Luis Borges plantea una relación nada fortuita entre la orden del emperador de quemar todos los libros anteriores a él (o anteriores al “comienzo del tiempo”, que era lo mismo) y la condena impuesta para todo aquel que osara guardar uno de esos libros, que consistía en trabajar a perpetuidad en la construcción de la muralla. “¿Acaso Qin Shi Huan condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil?”, se preguntaba Borges.

La utopía de cercar un reino para impedir las invasiones nunca fue concretada, ya que su propia longitud no le permitía garantizar invulnerabilidad. Lo que hizo Qin Shi Huan fue ordenar que se unieran una serie de murallas preexistentes, pero a pesar de sus 7200 kilómetros la obra nunca llegó a tener conectados todos sus fragmentos: a lo largo de sus casi 2000 años de construcción, mientras un segmento se levantaba otro era tumbado por el enemigo, e incluso otros caían de viejos. Sin embargo, ningún emperador de las 23 dinastías que rigieron el imperio pudo renunciar a la fantasía de amurallar su dominio, que se convirtió casi en una obsesiva tradición.

Uno de los hechos que más impresionan de la Gran Muralla es la cantidad de personas que participaron en su construcción. Sólo en los diez años iniciales de la Dinastía Qin (214 al 204 a.C.), 300 mil soldados al mando del general Meng Tian se dedicaron a poner ladrillo sobre ladrillo, inaugurando quizá la idea de la famosa “paciencia china”. Más tarde, en el 555 d.C., se realizó una sección de 450 kilómetros en la que 1,8 millones de personas fueron forzadas a edificar el muro, cuyos fines fueron en verdad más de ostentación que de carácter defensivo real. Una estructura de esta magnitud era porosa por naturaleza, pero las dinastías se aseguraron de convencer a las sucesivas generaciones de la conveniencia de continuar la empresa. En “La edificación de la muralla china”, Franz Kafka desentraña la razón de esa obra descomunal cuando escribe que el objetivo único y absoluto de construirla era comprometer a los súbditos y esclavos en el círculo vicioso de aquella obsesión. La muralla era para el personaje de Kafka el motor del imperio, un fin en sí mismo alrededor de cuya edificación se organizaban las jerarquías sociales y el funcionamiento de la sociedad dinástica. Además, los constructores morían por decenas de miles durante los trabajos y eran enterrados debajo mismo de la muralla, fundiéndose directamente con la herramienta de su condena.

Por los 10 metros de ancho de la Gran Muralla podían desplazarse multitudinarias tropas.

AMBOS MUNDOS Desde el punto de vista geopolítico, la muralla puede verse como un intento fallido de separar dos mundos contrapuestos: la cultura nómada y esteparia de Manchuria y Mongolia por el lado norte, frente a un Estado chino sedentario y organizado en el sur. Los tártaros de Gengis Khan, los hunos, los turcos, y los mongoles –englobados bajo el término de bárbaros– vivían en un mundo agropastoril. La civilización china, por su parte, giraba en torno de la cultura del arroz en tierras fértiles. En el desierto, la población tártara se multiplicaba pero la naturaleza carecía de sustento para todos; por lo tanto, tenían que ir a buscarlo en las tierras fértiles.

El descubrimiento por parte de los mongoles de esa formidable tecnología de guerra que fueron las armadas de caballería con arqueros tuvo en jaque a los emperadores chinos durante siglos. Incluso los conquistaron, y los invasores esteparios establecieron dos dinastías en China: la Yuan y la Qing. Pero fueron regímenes efímeros: los mongoles codiciaban las riquezas chinas como la seda, la porcelana, el bronce y los perfumes, pero una vez establecidos en el poder sedentario no sabían cómo administrarlo. Entonces volvían derrotados, cabalgando por la estepa, donde en última instancia volvían a sentirse libres de ese encierro al que los condenaba la muralla. Los chinos, por su parte, se encerraban de nuevo sobre sí mismos. Le tenían pavor a la libertad absoluta de la estepa, ese “gran vacío”, hacia donde ni se les ocurría extender sus dominios. Los otros, en cambio, soñaban con cruzar el horizonte en busca de riquezas y pastos verdes. Y el horizonte era una línea remota remarcada por la muralla, como un desafío a la aventura.

Por eso aquellos dos mundos eran inconciliables: estaban condenados a guerrear sin imponerse nunca el uno sobre el otro, más allá de las victorias y derrotas mutuas siempre parciales. Del lado de adentro de la muralla todo estaba estrictamente regulado; había un orden absoluto derivado de la filosofía confuciana que era el sustento ideológico del Estado, con estrictas jerarquías, un sistema impositivo y unidades de medida comunes, resultado de 2000 años de continuidad histórica organizada alrededor de un poder central. En cambio, aquellos a los que había que mantener a raya con el trazado serpenteante representaban el caos sin ley y una inestabilidad permanente que no encajaba en las rígidas estructuras chinas. Los bárbaros acampaban y levantaban un campamento en horas, como una plaga de langostas.

En ciertas ocasiones los chinos intentaron llegar a la raíz del problema adentrándose en tierras enemigas para crear un Estado que controlara a los bárbaros en su guarida. Pero fracasaron, igual que los bárbaros cuando los conquistaron a ellos.

Una pagodita de oro, casi un tesoro menor en la imponencia de la Ciudad Prohibida.

LA VIDA INTRAMUROS De acuerdo con el diagrama de la antigua cosmogonía china, el emperador era el hijo del cielo y por lo tanto debía vivir en el centro del universo. Es así que un emperador de la dinastía Ming llamado Yung-Le ordenó levantar en 1406 el palacio “más maravilloso que hubiera existido y existiría jamás sobre la tierra”, el más vasto y suntuoso que fuese posible concebir. Su decreto se cumplió al pie de la letra. Y 500 años después no se ha construido todavía, ni en ese continente ni en otro, un palacio equiparable a la Ciudad Prohibida de Pekín.

Desde el trono de la Ciudad Prohibida se decidía sobre el destino de 800 millones de súbditos que tenían prohibido, por los siglos de los siglos y bajo amenaza de ser atravesados por un flechazo, poner un pie dentro del sagrado recinto. El emperador vivía allí rodeado de una trama shakespeariana de intrigas y codiciosa lujuria, apenas enterado de las vicisitudes del mundo exterior. En esa ciudad cortesana habitaban unas 9000 personas entre guardias, eunucos, concubinas y toda clase de funcionarios. Desde allí, las órdenes imperiales salían en manos de un mensajero, redactadas en un papiro estampado con un sello real, rumbo a los confines de la Gran Muralla.

La Ciudad Prohibida mide 720.000 metros cuadrados –casi el doble que el Vaticano– y está rodeada por un foso de agua de 52 metros de ancho. Detrás del foso se levanta un grueso muro rojo diseñado para cortar toda visión desde mundo exterior. Catorce emperadores de la dinastía Ming y diez de la dinastía Qing manejaron el imperio desde ese suntuoso encierro con gran éxito político, hasta que en 1924 el último emperador fue desalojado.

El aislamiento de la Ciudad Prohibida crea hoy la condición necesaria para el viaje perfecto a través del tiempo. Unos pocos pasos sobre el adoquinado conducen al corazón del imperio con sus inmensos pabellones, quemadores de incienso con forma de tortuga y cabeza de dragón, leones de bronce, jardines laberínticos, relojes de sol, enormes gongs, campanas y puentecitos de mármol.

La Ciudad Prohibida fue estructurada a partir de un eje central en el que se suceden seis grandes pabellones o palacios. Se ingresa por la Puerta de la Suprema Armonía, donde nace una calzada de mármol que conduce triunfal al Palacio de la Suprema Armonía (Taihedian), sede del trono del emperador. El edificio es de madera y está sobre una gran terraza. Mide 37 metros de alto y era por derecho propio el más alto del imperio. Desde su dorado trono de sándalo, rodeado por seis pilares de madera recubiertos de oro, el emperador enviaba a sus mejores generales a la guerra y presidía los matrimonios imperiales.

El recorrido por el eje central desemboca en el Zhonghedian o Palacio de la Perfecta Armonía que, como la mayoría de los edificios, se terminó de construir en 1420. Aquí el emperador preparaba los complejos rituales que llevaría a cabo en el Palacio de la Suprema Armonía en compañía de sacerdotes y ministros. En el Palacio de la Perfecta Armonía hay un trono secundario custodiado a cada lado por un unicornio de oro. Según la mitología china estos fantásticos “luduan” eran “de buen agüero”, podían viajar 9000 kilómetros en un día y hablaban muchos idiomas.

Según un arquetipo moralista de Confucio –basado en una mítica “edad de oro” en la que reinaba la virtud–, el equilibrio social de un reino reposa en el culto a la ley divina del emperador. El orden cósmico era la herencia de un pasado que imponía repetir siempre un ceremonial prefijado, cuyos escrupulosos rituales determinaban cada acto de la vida cotidiana del emperador. Y también definían la arquitectura de los palacios, tan pródiga en simetrías.

La realización concreta de aquella cosmogonía, gestada a lo largo de milenios repitiendo las tradiciones de los “Seis libros clásicos”, fue la amurallada Ciudad Prohibida de Pekín, ese laberíntico conjunto palaciego donde absolutamente todo tiene su razón de ser y las paredes nos están diciendo algo sobre la milenaria cultura china: que sus emperadores siempre necesitaron amurallarse, primero en sus palacios y luego en su reino mismo. Al fin y al cabo, tanta muestra de poder tal vez no era otra cosa que una gran inseguridad

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Serpiente de piedra, cola de dragón o delirio imperial, la Gran Muralla venció al tiempo.
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