turismo

Domingo, 15 de enero de 2012

URUGUAY LA ORILLA DEL ESTE

En la otra Punta

Un viaje a las costas uruguayas para descubrir otra Punta del Este. Ecoturismo, cetrería, vinos, quesos y un atardecer mágico en compañía de Carlos Páez Vilaró.

 Por Guido Piotrkowski

Juan es chofer de un auto de lujo. Trabaja en la parada del Conrad de Punta del Este, trasladando a sus clientes desde el hotel hasta diversos rincones de la punta, y más allá también. Si hasta un viaje a Asunción hizo alguna vez...

Juan “el gallego”, como lo conocen todos en la parada, vivió más de veinte años en Europa, donde hizo “de todo”, según confiesa a TurismoI12 solo cinco minutos después de subir al auto que nos llevará hacia lugares que ni siquiera él, experto chofer, conoce. Es que, más allá de las famosas playas donde las chicas de siluetas perfectas se doran al sol y los chicos de cuerpos trabajados juegan a la seducción, más allá del puerto donde descansan embarcaciones de magnates de todas las latitudes, más allá de la calle Gorlero y de las revistas, existe otra Punta del Este por conocer. Bienvenidos a la otra Punta.

Garzón es un pequeño y apacible pueblo de unos doscientos habitantes con buen sabor gourmet.

A VUELO DE PAJARO A solo media hora del centro de Punta del Este, enclavado en el corazón de las sierras, se encuentra el Cerro Pan de Azúcar Eco Parque Aventura, un novedoso emprendimiento inspirado en los mejores parques de Costa Rica, país pionero en ecoturismo. El lugar es un paraíso serrano, verde por donde se lo mire, que cuenta con muchos atractivos para pasar un día a pura adrenalina y diversión, en familia y en contacto directo con la naturaleza.

El Eco Parque tiene un circuito de canopy considerado entre los mejores del mundo, con tirolesas de más de un kilómetro de largo que regalan panorámicas espectaculares en los diversos recorridos. Para llegar al más extenso hay que atravesar un puente tibetano: dos cuerdas que hacen de baranda y una tercera cuerda por donde se camina cual equilibrista. El viento sopla con fuerza y no hace nada fácil el cruce, que supera los 500 metros de extensión y es bien alto. El circuito termina en un rappel asistido, relativamente fácil: pero no es el único, ya que hay otros de extrema dificultad, con paredes verticales donde los instructores enseñan a descender. En el Eco Parque hay otras actividades sorprendentes, como el bagjump, que consiste en saltar al vacío totalmente libre, sin arneses ni seguridad, para caer en una especie de colchón inflable gigante; y el kiwiball, una bola de tres metros de diámetro en la que uno se mete adentro, solo o en pareja, y rueda cuesta abajo.

“La mayor virtud de esta mezcla de actividades es que permite competir con uno mismo, no contra alguien o contra algo, y esto es válido desde un niño hasta un anciano, desde un deportista extremo hasta una persona sedentaria”, afirma Eugenio Millot, responsable de este emprendimiento que cuenta con unas 80 hectáreas a la altura del kilómetro 94, por la Ruta Interbalnearia.

El parque también cuenta con un novedoso proyecto de Ecocetrería, el “Raptor Center”, donde se reciben y rehabilitan aves rapaces decomisadas al tráfico ilegal o que llegan de manos de quienes intentaron tenerlas como mascotas. “Somos el único lugar en el mundo donde las personas pueden vivir la experiencia de hacer un vuelo al puño con una rapaz. Nuestro enfoque no es para la caza y exhibición –como en la cetrería clásica– y es por eso que la bautizamos Ecocetrería”, explica Millot a TurismoI12.

El joven Augusto es quien está a cargo de la Ecocetrería. Su inmensa pasión por las aves es inocultable. De niño, en su Tacuarembó natal, recolectaba los huevos de los pichones caídos de los árboles. “Empecé leyendo y practicando, los volaba en los cultivos del otro laburo que tenía en una estancia de Colonia. A los 18 años, cuando mi viejo me insistía para que estudie, me conseguí el carancho aquel que está arriba del árbol –señala– y empecé a volarlo. Ya son nueve años que lo tengo”, cuenta Augusto mientras sostiene un buitre con cara de pocos amigos que come de su mano, protegida por un enorme guante de cuero. “La cetrería es el arte de adiestrar rapaces para cazar. Viene de la antigua Persia, donde hay ruinas que datan del 2500 a.C. –explica el joven–. Surgió naturalmente, las tribus iban detrás de su ganado pastoreando, y cuando las ovejas levantaban una perdiz, el halcón las cazaba delante de ellos. Así se dieron cuenta de que se podían adiestrar y ser beneficiosas”, agrega mientras acerca el carancho para que este cronista lo sostenga en su antebrazo. Es tan mansito como un perro, hasta se deja acariciar la cabeza.

Rumbo al circuito de canopy, haciendo equilibrio sobre la soga de un puente tibetano.

LOS VINOS DE LA BALLENAPaula Pivel y Alvaro Lorenzo cambiaron la vida citadina de Montevideo por un paisaje de ensueño. Paula dejó su trabajo en un banco y estudió Enología, mientras Alvaro fue quitándole tiempo a sus deberes como abogado. Fue en el año 2000 cuando decidieron establecer, contra viento y marea, una pequeña bodega en una ladera de la Sierra de la Ballena, en la zona de Punta Ballena, tierras que hasta aquel momento eran mal vistas para la viticultura.

Paula y Lorenzo reciben a TurismoI12 en la inmensa tranquilidad del establecimiento Alto de la Ballena, que regala un paisaje simplemente maravilloso. Son veinte hectáreas en total, con ocho plantadas de las cepas Merlot, Cabernet Franc, Tannat y Syrah. La visita, muy amena, transcurre entre una caminata por los viñedos, el relato de la historia del vino en Uruguay y la arriesgada aventura de este emprendimiento, en una relajada charla con degustación de los cinco vinos de toda la gama Alto la Ballena, acompañados de sabrosos quesos. También se puede ver la bodega, donde fermentan en barricas de roble, pero el paseo –según los anfitriones– es “más paisajístico”. Es por eso que sugieren hacer la visita al atardecer, y así contemplar la maravillosa puesta del sol que se ve desde aquí. “En Punta del Este se están empezando a desarrollar alternativas mas allá de la playa”, finaliza Alvaro.

Casapueblo, sobre los acantilados de Punta Ballena.

LOS QUESOS DEL NONNO “Con mi producción logré un boca en boca. La gente lo come en otro lugar y viene hasta acá a comprarlo”, cuenta la emprendedora Marisa Carvalho acerca de sus quesos, que se consiguen en la Quesería del Nonno Antonio, un establecimiento más por conocer fuera del circuito convencional esteño. Esta casa de estilo rústico está ubicada en medio del campo en Punta Ballena. Es aquí donde Marisa, oriunda de Salto, recibe desde hace cuatro años a los visitantes para una buena degustación de sus especialidades, entre ellos un Gorgonzola de tres meses de fermentación y el mejor mascarpone del Uruguay, según los entendidos. El emprendimiento lleva quince años, pero antes estaba en el centro de Punta del Este, justo atrás del Hotel Conrad. “No podía haber una quesería en el medio de Punta del Este”, señala Marisa. Hoy, en este agradable espacio rural, Marisa produce sus quesos de manera totalmente artesanal.

Los visitantes pueden acercarse a degustar la tabla de quesos con una copa de vino y un tiramisú de postre. En invierno, Marisa organiza noches de jazz. “Armo una súper mesa con quesos y ensaladas. Acá a la noche es muy lindo, a la gente le recuerda mucho los lugares europeos.”

El paisaje esteño en el que está inmersa la Bodega Alto la Ballena.

LA CASA DEL SOL ¿Qué se puede decir de Carlos Páez Vilaró y Casapueblo, su atelier-museo-hogar, que no se haya dicho ya? Todo el mundo sabe que el pintor es uno de los más reconocidos artistas uruguayos, y su casa un icono de Punta del Este.

Llegar aquí al atardecer es sencillamente mágico. Hay que reconocer que el hombre eligió el mejor lugar del Este, en un sitio privilegiado de Punta Ballena: sobre los acantilados, con una vista imponente hacia el Atlántico y una de las mejores puestas de sol que este cronista recuerde. Aun con el sitio abarrotado de turistas que vienen a ver el poniente, del que Páez Vilaró hace toda una ceremonia.

María, su amable asistente, conduce a TurismoI12 hacia el atelier, allí donde los visitantes no tienen acceso. Páez Vilaró está sentado frente a una larga mesa repleta de cosas. Garabatea algo. Se sorprende con las visitas pero atiende gentilmente. “Estoy escribiendo mis memorias”, dice el hombre, que acusa 88 años pero aparenta unos cuantos menos, y accede a fotografiarse mansamente. Bajo una mesa descansan cuatro gatitos grises recién nacidos, cachorros de su gata Marlene. Entra uno de sus hijos, un joven de rulos de unos veintipocos años, y agarra uno. Charlan sobre los gatos y otras yerbas, una breve y coloquial charla, tan simple como la de cualquier padre e hijo, que baja la enorme figura del pintor a la tierra. “Se van a quedar a ver la puesta del sol, ¿no? –pregunta e invita–. María, convidalos con un café con leche y un sándwich.”

Volvemos al museo y nos vamos al bar, a esperar el momento cumbre. Un tostado y jugo de frutillas fresco. La puesta del sol se acerca y los mejores lugares están ocupados hace rato. Juan me había contado que don Carlos le habla al sol. Pero don Carlos está arriba, en su casa, y no parece que vaya a bajar. Cuando el sol se torna amarillo fuego, y está a escasos metros de zambullirse de lleno en el mar, se escucha la voz de Carlos, clara, nítida y pausada, a través de los altoparlantes del bar. La ceremonia del sol comienza, y las estrofas grabadas de Páez Vilaró se van a extinguir junto con el sol

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