turismo

Domingo, 19 de febrero de 2012

CORDOBA. PUEBLOS DEL NORTE

Postales del pasado

Cada rincón de Tulumba, en el norte cordobés, se asemeja a un viejo baúl del que afloran leyendas patrias, memorias religiosas, evocaciones culturales y musicales de nuestro tiempo, y hasta la historia íntima del cura confesor de Eva Perón. Andar el silencio de sus calles empedradas es un regalo que bien vale hacerse en esta vida.

 Por Pablo Donadio

Las manos callosas de don José Luis Galiano recorren el hilado de una significativa bandera patria. En sus 78 años, pocas cosas recuerda con tanto cariño como esta prenda de telar, áspera, confeccionada con paciencia santa por Rafaela Calvimonte para la jura del mástil en honor al granadero Márquez. “Nadie sabía de él, hasta que un estudioso sanmartiniano llegó aquí con la noticia de un tal José Márquez, tulumbano, hombre de San Martín, muerto en la batalla de San Lorenzo. Así nació la Semana de Tulumba en 1941, que lleva ya 71 ediciones ininterrumpidas, por lo que es la más vieja de la región”, cuenta. A su lado Suna Rocha toma un mate y lo contempla, pensando quizá en otra chacarera dedicada al pago, en alguna estrofa que recuerde su gente o las memorias que viajan por cada callecita del lugar que ella también ama, y donde pronto tendrá su casa. No es raro ver por aquí a la cantora cordobesa, que como el maestro Ariel Ramírez o Carlos Di Fulvio son algunos de los nombres que han dejado música y poesía en cada pedacito de adobe de esta villa. La anécdota de la bandera encargada a Calvimonte por pedido del cura Dávila, un párroco histórico de Tulumba, se extiende un poco más: “El día de la inauguración llegó el Dr. Illia, futuro presidente de la Nación, y por entonces vicegobernador de Córdoba. El cura saludó, mostró orgulloso la confección y charló largo rato. En esa charla, le comentó a un ministro que sabía de la tela metálica que habían sacado del Rosedal de la ciudad, y como le hacía falta para cubrir la nueva plaza se la pidió. ‘Me han dicho que es un buen jugador de truco usted, así que se la juego a una partida’, le dijo. El cura era cura, pero mentía de lo lindo, así que se la ganó. Ahí tuvimos nuestra plaza completa de veras, con mástil, bandera y tela”. Galiano sonríe recordando ese momento. Levanta la vista y el sol de Tulumba, su pueblo natal, lo acaricia una vez más. Toma su bastón de cedro, saluda y se va lentamente por el adoquinado, hasta desaparecer entre las casitas coloniales y los talas reverdecientes.

TIMIDA Y COQUETA El pueblo está expectante. En plena celebración por una nueva Semana de Tulumba, la gente aguarda la llegada de los granaderos para rendir honores a Márquez, ese soldado de San Martín oriundo del pueblo, que los enorgullece y distingue junto a otros hechos históricos destacados. Esta fiesta es, junto a la patronal, la fecha más convocante para los vecinos, que ven llegar olas de gentes de los pueblos cercanos, familiares y amigos, para peñar de lo lindo durante varios días y llenar la plaza mayor de chacareras, gatos y zambas; mostrar las mejores colaciones cordobesas y otras comidas regionales; participar de encuentros culturales, talleres de poesía y muestras de arte, pero ante todo disfrutar del lugar.

Tulumba se asemeja notablemente a Colonia del Sacramento, y su pequeñez y belleza le aportan algunos toques de una Humahuaca cordobesa. Claro que su historia la hace un sitio por demás particular. “Aguada del tala” en lengua sanavirona, la fusión cristianismopueblos preexistentes está presente en formas y usos culturales, en la pequeña producción agropecuaria y también la artesanal. Allí brillan, entre muchas, la soguería y cueros de don Arístides, el telar de Adela y la cestería con hoja de palma caranday de Susana, que teje y teje la hoja mientras su marido saca el pan recién horneado. Esas imágenes profundizan la pertenencia ancestral a su pago, y toman de los pobladores primeros de la zona la sabiduría que se entrega de generación en generación.

Todo transcurre a paso lento, pero firme, sobre callescallejones de pintura pastel, descascarada, y con grandes faroles que exhiben las puertas abiertas de día y noche, ajenos a aquellas cuestiones que llegan por televisión y hablan de inseguridad y miedo. Por pequeña que parezca, la “vuelta al perro” local nunca aburre y detrás de las fachadas de las casas apacibles un halo de misterio atrapa al caminante.

Tulumba posee pocas plazas disponibles al turismo: entre ellas está el Hostal La Casona, una auténtica casa de abuelos que es imposible no describir. Lo más llamativo son sus galerías, con puertas labradas en hierro, mamparas vidriadas y un jardín de enormes y azulados agapantos. Un patio con cerámicos rústicos, sillones antiquísimos y puertas de madera de tres metros da paso a otra galería, cubierta por una parra, frutales y rosales, frente a un parque inmenso que sale a la calle trasera, como para evadirse completamente de este mundo. El silencio dentro de La Casona es un bien aún más incalculable. Apenas los sonidos de los pájaros, y cada tanto un auto, rompen el vaivén de aromos, talas y algarrobos de más de 200 años. Esos árboles, los senderos que llevan al Cristo, y el río maltrecho que refleja la problemática provincial del agua bien podrían dar testimonio de la vida de Facundo Quiroga o Clara Oliva, nombres relevantes en el pago.

Pero todo ocurre sin aires glamorosos ni exclusivos, sino apenas a sabiendas de cómo la historia ha marcado su destino. María Luz nos atiende allí, y entonces la amabilidad tulumbana suma otro atractivo a la visita. A tres cuadras de la terminal de ómnibus, un camping ofrece quincho, asadores, sanitarios completos, proveeduría y habitaciones particulares, como otra buena opción para la visita, a la que hay que sumar la pileta municipal. Destino boutique de cordobeses, tucumanos, bonaerenses y santafesinos, el pueblo llega curiosamente a los tres mil habitantes, aunque en pleno verano puede verse apenas a alguna parejita, un par de niños jugando en la calle y algún que otro viejo haciendo puerta en zaguanes amplios, con techo de durmiente, y solemne mate amargo.

ENTRE CAUDILLOS Frente a la plaza mayor, al lado de la iglesia de la patrona Virgen del Rosario, un cartel indica la pertenencia de Tulumba al Camino Real. La villa se encuentra justo en medio del viejo sendero por el que pasaron caudillos, chasquis, ejércitos patriotas, arrieros, comerciantes, misioneros, conquistadores hispanos y pobladores originarios, conectando nuestro actual territorio con el Alto Perú y relevando más de 400 años de memorias. Su posta es la octava de las dieciséis que se recogen en el programa de recuperación provincial de ese camino. A la vez, se ubica en el centro del norte cordobés, entre la R 60 que lleva a Catamarca, con Deán Funes como referencia, y la R 9 hacia Santiago del Estero, con San José de la Dormida como posta principal.

Don José Luis Galiano está relacionado también con otro hecho trascendental en la vida tulumbana. Su tío, el cura Hernán Benítez, fue el confesor de Eva Perón y, según muchos, responsable de la doctrina social peronista. Benítez nació en Tulumba y llegó a Córdoba, donde conoció a Eva Duarte. A partir de allí se transformó en el hombre religioso de confianza de la primera dama, y quien gestionaría –entre otras cosas– su llegada al Vaticano. Su casa se conserva junto a la iglesia y la plaza, hoy convertida en Centro de Interpretación, con pantallas digitales que recorren con textos y fotografías los atractivos del lugar, al que se invita a recorrer de a pie y también a caballo o en bici hasta el Cristo de las alturas, o hacia la nada misma.

La familia Reinafé es otra referencia característica de Tulumba, de la que se escucha mucho en sus calles. Caudillos adinerados y muy relacionados con Rosas, son recordados por encargar a Santos Pérez el asesinato del “Tigre de los Llanos”, Facundo Quiroga. Uno de ellos fue incluso gobernador de la provincia, y como en tantos lugares, algunos valoran positivamente su accionar, mientras otros los consideran, sin eufemismos, asesinos. “Además de la riqueza histórica particular de Tulumba, somos el pueblo del centro del Camino Real. Desde Colonia Caroya hasta la última posta hay 177 kilómetros, y nosotros brindamos el hospedaje y los servicios que no hay desde Jesús María, así que eso nos vuelve un lugar ideal para hacer base, descansar, conocer, y seguir camino”, cuenta Oscar “Teco” Díaz, secretario de Cultura. El nos lleva a conocer el tabernáculo de madera que perteneció a la Compañía de Jesús, y fue tallado por nativos bajo la dirección de los jesuitas hace más de 200 años. Sus relieves minuciosos y el recubrimiento en oro lo convierten en una pieza destacada para los vecinos: y aunque hubo intentos de traslados a la capital cordobesa, fracasaron ante los reclamos de los tulumbanos. La iglesia misma, una Virgen con más de 300 años y el Cristo de miembros móviles son otros tesoros que los vecinos veneran aquí, junto a las historias gauchas y patrias. Recuerdos de tiempos idos, pero vigentes en la memoria de un pueblo.

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La iglesia Virgen del Rosario, junto a la capilla vieja, justo delante de la antigua casa del confesor de Evita.
Imagen: Clara Martinez
 
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