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Domingo, 4 de marzo de 2012

CHUBUT. LOS PUEBLOS DEL SUR DE LA PROVINCIA

Lejano (sud)oeste

Recorrida de la costa a la cordillera patagónica por una serie de pueblos de Chubut sumergidos en la inmensidad y donde el tiempo parece haberse detenido hace más de medio siglo: Sarmiento y su bosque petrificado, la soledad de Aldea Apeleg, Río Pico y la tumba de unos pistoleros norteamericanos. Y al final, Alto Río Senguer con sus lagos Fontana y La Plata.

 Por Julián Varsavsky

Al rodar por el ripio de las rutas esteparias del sur de Chubut, la Patagonia se extiende frente al vehículo a cada lado de una línea recta que se pierde en el infinito y continúa detrás, en el espejito retrovisor. Su forma es la de una desolada llanura donde el mundo se reduce a una planicie deshabitada con un horizonte circular. Esta es la esencia del paisaje chubutense al recorrer el sur de la provincia desde la costa hacia la cordillera, desde la estepa hacia los bosques montañosos. Un viaje con el objetivo de internarse en algunos pueblos no tan modificados por la influencia del turismo, donde aún se respira parte del aire patagónico de mediados del siglo pasado.

La travesía comienza con rumbo oeste en la ciudad costera de Comodoro Rivadavia, en una zona de auge económico por la producción petrolera. A los costados de la ruta proliferan centenares de cigüeñas bombeadoras de petróleo que ya son parte del paisaje de la Patagonia.

La Ruta Nacional 26 avanza por una meseta llamada Pampa del Castillo y luego atraviesa serranías de transición hacia la estepa. Al tomar la RP20 desaparecen de repente las sierras y se ingresa de lleno en la planicie infinita. El cambio no es menor desde el punto de vista perceptivo: junto con el paisaje que se abre de pronto, el cielo también parece agrandarse y desata en los viajeros una sensación fugaz de liberación, de entrar en una dimensión sin límites.

Al final de la ruta aparecen cada tanto en la lejanía unos puntos borrosos que se acercan por la ruta con rapidez de mamut desbocado, que a metros de nuestro vehículo se convierten en camiones de carga. Entonces pasan a pocos centímetros con un rugido ventoso que vibra en nuestra carrocería, haciéndole morder la banquina a más de un conductor poco experimentado.

La estatua de los históricos caballos Gato y Mancha en Alto Río Senguer.

EL BOSQUE PETRIFICADO Desde Comodoro Rivadavia hasta el pueblo de Sarmiento hay apenas 140 kilómetros de pavimento. La razón principal para visitar este lugar es el Area Protegida Bosque Petrificado Sarmiento, al que se llega por un desvío de tierra que atraviesa un paisaje lunar. Los troncos desperdigados aquí y allá le dan un aura prehistórica, como si en cualquier momento fuese a aparecer un pterodáctilo volando sobre una lomada. La aridez del terreno es la antítesis de lo que fue este suelo hace 65 millones de años, cuando lo cubría una selva subtropical poblada por megafauna y árboles que superaban los 100 metros de altura.

¿Qué pasó hasta llegar a esta desolación? Nada menos que el surgimiento de los Andes cuando la placa de Nazca chocó con el continente americano debajo del océano, a la altura de Chile. El choque fracturó las entrañas de la tierra elevando las montañas, y la actividad volcánica convirtió aquel primitivo paraíso en un infierno humeante donde la vida fue quedando sepultada bajo las cenizas. Pero el impacto más grave para el ambiente se produjo cuando los vientos húmedos del Pacífico fueron frenados por la cordillera, sobre cuyas laderas descargaron toda su humedad para llegar secos a la estepa. La meseta patagónica quedó así condenada a ser un desierto, acaso para siempre.

Los árboles del actual Bosque Petrificado parecen haber sido tapados por los sedimentos que arrastraban los ríos o quizá por la ceniza volcánica de las bocas de fuego. Al quedar bajo tierra –sin oxígeno y sin bacterias que los degradaran– los troncos se fueron impregnando con el sílice de las cenizas que arrastraba el agua filtrada en la tierra, petrificándose así a lo largo de millones de años.

El Bosque Petrificado de Sarmiento, como una parábola de la eternidad.

PUEBLO DE PIONEROS Desde Sarmiento, la travesía continúa 320 kilómetros con rumbo noroeste hacia la localidad de Río Pico. El pueblo, rodeado de ríos y lagos, atrae a los aficionados a la pesca deportiva. Aunque vale la pena visitarlo incluso cuando no se va a pescar. A plena luz de un día de verano, el Río Pico parece desierto. Y cada tanto aparece un paisano a caballo por las calles de tierra donde se forman remolinos de polvo. Las imágenes de Río Pico parecen extraídas de las viejas películas del Lejano Oeste, y quizá por eso varios de los bandoleros más famosos del extremo opuesto del continente se instalaron en la zona, huyendo de la policía de Estados Unidos.

Desde Río Pico se visita la tumba de Bob Evans y William Wilson, posiblemente dos miembros de la banda de Butch Cassidy abatidos en su ley, quienes habrían participado en el espectacular asalto al Banco de Londres y Tarapacá de Río Gallegos en 1905. El lugar de la tumba irradia una desolación absoluta, en lo alto de una lomada con unos rectos álamos de fondo, a unos metros de la R19.

El viaje continúa por esa ruta hacia el norte hasta empalmar con la legendaria RN40, para visitar los pueblos de Gobernador Costa y José de San Martín, muy ligados a la historia de los últimos caciques tehuelches Casimiro Biguá, Orkeke y Saihueke.

Por la RN40 se baja hacia el sur y al tomar el desvío a la derecha de la RP64 se llega a unos de los pueblitos de más pura cepa patagónica, en el sentido antiguo del término: Apeleg. Esta no es por cierto la cara romántica de la Patagonia con verdes lagos y bosques frondosos, sino esa otra desolada, ventosa y árida que retratan las películas de Carlos Sorín; la Patagonia inmensamente triste, dolorosamente bella. Apeleg es algo así como la antítesis de la Patagonia de postal, donde un lector de Soriano podría reconocer a Colonia Vela.

Aldea Apeleg tiene 140 habitantes, 35 casas, un campo de doma llamado “Coraje y valor”, una comisaría y unas cuantas calles donde por lo general no se ve a nadie. Hay unos cinco autos en todo el pueblo, pero casi todo el mundo tiene un caballo. Teléfono hay uno solo –en la escuela– y no ingresa señal de celular. El agua corriente se instaló en 1993, la luz eléctrica en 1995 y la televisión satelital un año después.

Los guanacos animan la aridez del paisaje patagónico.

No es difícil imaginar que en Apeleg no hay mucho para hacer, salvo salir a buscar “historias mínimas”. Y a eso vamos, recorriendo las casas sueltas en el paisaje sin fin. Unos colegas de la radio nos recomiendan ir a ver a Marcos Pruesing, a quien encontramos con boina y alpargatas en un rodeo de caballos enfrentándose a un redomón arisco. Cuando logra pialarlo –enlazarlo por el cuello– abandona sus tareas cotidianas y atiende a los visitantes, que por cierto no llegan muy seguido al lugar.

“El caballito se queda atado acá un día y medio y después lo llevamos al pueblo para domarlo”, dice Marcos, que como la mayoría de los habitantes de Apeleg realiza tareas de campo en las estancias de los alrededores. El resto de la gente trabaja en la construcción, otros en el sector público y algunos en la salita de salud, donde hay sólo una enfermera que no tiene reemplazo cuando se va de vacaciones.

El único bar de Apeleg, el Buscavidas, está cerrado: así que Marcos nos lleva a su casa y allí nos cuenta que el llamativo carretón que se exhibe en la plaza del pueblo es el que trajo su abuelo alemán junto con su esposa tehuelche, cuando emigraron a Apeleg desde Chile.

“¿Me preguntás por el viento? Mirá, acá se vive con el viento, así que el viento no molesta”, asegura Marcos mientras caminamos por la calle entre una pequeña nube de polvo para visitar algunos lugares. En la Plaza del Ultimo Combate, Marcos nos cuenta la historia del lugar. Apeleg se fundó en 1922, a raíz de unas tierras que el general Roca le cedió a una familia de baqueanos. Y al instalarse una escuelita comenzó a llegar gente que vivía en las estancias. Aunque en realidad el nombre es muy anterior, de los tiempos en que el inglés George Musters recorrió la zona con una caravana tehuelche y llamaba “apple” a unos papines dulces –papitas de piche– que crecían a orillas de un arroyo. Apeleg sería, entonces, una deformación de “manzana” en inglés.

Lo primero que llama la atención de la plaza es el nombre. En otros lugares bien podría llamarse San Martín o General Roca, pero la plaza de Apeleg fue bautizada, con ribetes épicos, como Plaza del Ultimo Combate. Y la decora con mucha propiedad la estatua de un aguerrido tehuelche a caballo. Resulta que en los alrededores ocurrió el último enfrentamiento entre tropas del ejército argentino y los aborígenes: el hecho ocurrió dos años después de la Campaña del Desierto, el 22 de febrero de 1882, cuando se habían reactivado los malones.

Según el parte oficial los hechos se desarrollaron así: “Habiendo el Teniente Coronel Don Nicolás Palacios marchado el 9 de febrero del campamento de su brigada en el Lago Nahuel Huapi con 4 jefes, 14 oficiales, 250 soldados y 79 indios amigos, con objeto de efectuar una operación sobre los caciques Saihueque e Inacayal, que se hallaban al sur del Limay, vadeó ese río y después de marchas forzadas llegó a Lipandúan, punto donde se creía estuviera el último cacique; llegado allí se encontró con que los indios habían mudado su toldería. El 23 del mismo mes, a fin de practicar una descubierta y averiguar el rumbo que habían tomado los indígenas, desprendió al Capitán del Regimiento 7º de Caballería, Don Adolfo Drury, con una partida de soldados de línea e indios amigos. Dicho oficial, después de avanzar siete leguas del punto en que había sido desprendido, se encuentra de improviso en las llanuras de Apeleg, con 380 a 400 indios... La partida del Capitán era muy pequeña, pues se componía de quince soldados y 10 indios amigos; sin embargo, este arrojado oficial carga decididamente acompañado de los bravos soldados del 7º Regimiento y se apodera en el primer momento de toda la chusma de los indios, que consistía en mil personas. En ese momento se siente un fuerte fuego de fusilería que rompe sobre él, el que le ocasiona once bajas, siendo todas ellas de los soldados de línea. Eran los tehuelches los que habían roto el fuego sobre el Capitán Drury. Desde ese momento se traba un combate terrible entre el diminuto número de soldados y la numerosa indiada, la que en sus cargas continuas consiguió rescatar a su chusma y hacerla huir. Los soldados se defendieron; ciertamente que su situación era terrible, pues el comandante Palacios, a pesar de marchar en su protección reventando caballos, tardó tres horas en llegar al lugar donde se batían desesperadamente el oficial y sus soldados. Los indígenas, al ser atacados por la columna del comandante Palacios, huyeron dispersados en todas direcciones, pero dejando en aquella lucha más de ochenta cadáveres”.

Un día de pesca en el lago La Plata, enclavado en el imponente paisaje.

ALTO RIO SENGER Desde Aldea Apeleg retomamos “la 40” hacia el sur hasta Alto Río Senguer, un poblado de 3000 habitantes y calles de tierra que sirve de base para visitar los hermosos lagos Fontana y La Plata, muy valorados por sus parajes lacustres en estado casi virgen. A diferencia de otros lagos de la Patagonia, los alrededores del Fontana y La Plata están prácticamente deshabitados, casi sin infraestructura y se ven pocos turistas.

El pueblo es un lugar de paso donde los viajeros se quedan una o dos noches para hacer excursiones por las márgenes sur y norte del lago Fontana. El destino final de este viaje es llegar al extremo oeste de Chubut, al pie de los Andes en el límite con Chile. Ese lugar es el lago La Plata, a cuyas orillas hay una idílica hostería llamada Huente Co, un complejo de cinco cabañas y un restaurante rodeado de un bosque nativo y una tranquilidad cercana a la perfección. La hostería es ideal para pasar unos días a puro descanso, alternando con alguna salida de pesca, un paseo en cuatriciclo, bicicleta o a caballo. Y ahora si, respirar al final del viaje el aroma a verde más profundo de la Patagonia cordillerana

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Con el Lago La Plata de fondo, la camioneta va del bosque a la estepa.
Imagen: Julian Varsavsky
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