turismo

Domingo, 26 de agosto de 2012

CORDOBA. RECUERDOS DE LA VIEJA MINA DE ORO GRUESO

Tiempos dorados

Oro Grueso, vieja chacra y paraje del departamento cordobés de Cruz del Eje, pegadito a la estancia jesuítica La Candelaria, rememora los días en que los obreros se internaban socavón adentro para extraer el cuarzo aurífero que transportaba el ansiado metal. Ya nada de eso existe, pero el río y una sierra prodigiosa siguen siendo un refugio natural para recordar los años dorados.

 Por Pablo Donadio

Fotos de Pablo Donadio

Para quienes recorremos el país con curiosidad, la sorpresa ante tantos lugares aún inexplorados, u olvidados, quizá sea el mayor regalo. Descubrimos que todavía quedan infinidad de sitios cuya historia e interés cultural, más allá de lo estrictamente recreativo o placentero que se busca en un viaje, vale la pena dar a conocer. “Hay que saber buscar, escuchar a los viejos pobladores en los bares o las plazas, porque ellos tienen el saber local”, dice Marcelo Pagano, encargado del turismo alternativo de Córdoba.

En eso andábamos, charlando sobre la antigua estancia La Candelaria, cuando alguien habla de un área natural que fue explotada para la minería. “Oro Grueso, una vieja mina allá por el monte. Su dueño vive allí todavía”, escuchamos. Entonces hacemos un par de averiguaciones técnicas y emprendemos viaje, buscando a César “Pepe” Pascual, nieto de un pionero español que llegó desde Castilla La Vieja atraído, como nosotros, por un rumor sobre minas de oro. Aventurero como pocos, el viejo Pascual había sabido por los jesuitas que los misioneros de América tenían una explotación en cercanías de lo que había sido la estancia La Candelaria: sin más, emprendió el viaje cuando se iniciaba el siglo XIX. Doscientos años después, Oro Grueso es aún un terreno rico en muchos aspectos y sus circuitos ecoturísticos, un bien escaso que hay que conocer.

Sobre el molle, el último desvío del camino que lleva al antiguo pueblo minero de Oro Grueso.

NATURALEZA EN PLENITUD La zona a la que llegamos desde La Falda, recorriendo unos 40 kilómetros de estancias y tranqueras de vecinos, dista 220 kilómetros de Córdoba y pertenece al departamento Cruz del Eje. El camino es de ripio y los senderos, aparentemente desolados, dan la idea por momentos de que se anda perdido, pero nos cuentan que vive mucha gente en estos campos, y por eso hay también accesos desde Villa de Soto, por Cuchilla Nevada y La Higuera, siempre hasta confluir en el molle gigante, la indicación natural para conectar el tramo final hasta la estancia de Don Pepe. “Ahora se ve amarillento, fiero, pero en verano es un vergel”, asegura El Turco, viejo chofer cordobés, uno de los responsables de dar vida a la aventura. Llegamos rápido al río Pintos, un paraíso de verano con mogotes y limpieza absoluta, y pasamos un par de tranqueras más hasta un cartel que indica “Oro Grueso”. Ya se ven los techos a dos aguas y los paneles solares: llegamos, al fin.

Si bien se puede hacer una visita en el día, mientras se pasea por localidades aledañas como Capilla del Monte, Cosquín o La Falda, descubriremos pronto que la comida casera, los paisajes y la tranquilidad del lugar nada deben envidiarles a los servicios de la ciudad. Todo lo contrario. Pepe espera en la galería, de frente al río La Candelaria, mientras contempla su inmenso paisaje, dominado por los llamativos rojos del quebracho que crece en esta zona y embellece aún más una sierra baja pero bien tupida, muy verde pese al invierno. “No vas a encontrar un río más limpio que La Candelaria en toda Córdoba”, asegura después de presentarse como el nieto del fundador de la mina. Y aclara que decidió recibir turistas porque se sentía egoísta si toda esta belleza no se compartía: “Era una pena que otros no conocieran este lugar. La verdad, me da placer que vengan de visita, y no lo hago por dinero, porque con mis caballos, mis vaquitas y la jubilación, estoy hecho”. Lo que cobra alcanza para comprobar que dice la verdad: $ 180 la pensión completa, que incluye el hospedaje con cuatro comidas (sin bebidas alcohólicas), los paseos y la estancia entera a disposición. “Mi misión es que la gente se sienta cómoda, como en su casa, por eso pedimos al visitante que traiga la buena onda nomás. El resto lo ponemos nosotros”, dice.

Pepe mantiene todo impecable, principalmente los espacios, objetos y fotografías de 1870, cuando la casa fue levantada con humildad y sin lujos pero con mucha calidez. Entre los recuerdos de esos tiempos idos hay un baúl llegado de España en perfecto estado, y llama la atención el techo de los cuartos, con cielo raso de chapa original, antiquísima. La modalidad cuando llegan turistas es simple: Pepe se “muda” a la casita de atrás, y deja la casa central a disposición total de los visitantes, compartiendo apenas el comedor si hay varias parejas o familias. Atiende prácticamente solo y cada tanto llegan sus hijos y su mujer, que vive en su casa de La Falda. Los visitantes quieren escuchar de su propia boca la historia de la mina y los lugares cercanos, aunque haya guías en el lugar durante la temporada alta. También se suelen hacer casamientos, bautismos y cumpleaños, y para fin de año se organiza una gran carneada con varios turistas-amigos, “a puro baile con los cuartetos de la Mona (Jiménez)”, cuenta Pepe, como buen cordobés. Su parque es una alfombra de hojas crujientes caídas de las extensas arboledas que llegan desde el río, que aporta un ruido sereno y también el agua, subida por un sistema de bombas eléctricas. Así se riegan también la quinta que provee de alimentos frescos y un estanque para los animales. La luz llega por unas enormes pantallas que recogen la energía solar, y cada tanto Pepe nos deja y se va a la sierra a recibir los mensajes de texto, que no bajan al pequeño valle donde se asienta la casa. Todo ocurre en plena convivencia con la naturaleza. “Si bien está el tema muy atractivo de la mina, nuestra sierra, el río, la cercanía con la estancia jesuítica y localidades muy lindas como Las Cañadas, Negro Huasi o Río de la Población, la mayoría de la gente viene en busca de paz, y se entera del lugar por el boca en boca”, cuenta.

Pepe indica la veta preciada de cuarzo aurífero, el transportador del oro.

VETA PRODIGIOSA Salimos hacia la mina guiados por Pepe, que podría hacer el recorrido con los ojos cerrados, pese a las subidas y bajadas del terreno. Diez minutos después llegamos al hueco que quedó habilitado al turismo con el fin de rememorar los trabajos mineros, pero ya nada se habla sobre explotación. Ese túnel fue abierto con maza y punta, con sol de día y farol de noche, a manos de su abuelo y los gauchos atrevidos de la zona, en tiempos en los que la minería no era una aventura dañina. Junto a los perros, sus compañeros, nos sumergimos en fila por la redonda boca hasta desaparecer. Dentro se destaca el pasillo central y algún pique utilizado como toma de aire, que si bien parece cercano no lo está. Recorremos unos 20 o 25 metros de profundidad, palpando a ambos lados el áspero cuarzo que transporta el oro, y nos detenemos en la veta madre que se destaca entre otras rocas comunes.

Pepe va señalando la huella del tesoro con su moderna linterna de led, que ha reemplazado la antorcha con la que entraba en sus comienzos. “Algunas cosas sí cambian, por suerte”, asegura, y sigue con sus dedos la línea brillante que lleva a un cuarzo aurífero enorme, el transportador del preciado metal. “En su momento se hacían extracciones de varios kilos donde se encontraban vetas enteras de oro, como aquella que dio nombre al lugar”, cuenta. Habla del hallazgo, en 1860, de una barra de oro de 970 gramos, que terminó con el título Cerro de los Gómez y lo rebautizó Oro Grueso. En ese entonces Pascual y sus mineros comenzaban los trabajos en la zona: durante un tiempo todo anduvo bien, pero con el paso de los años la mina dejó de explotarse por improductiva. Además años atrás se había expulsado a los jesuitas de La Candelaria, que habían dejado un próspero asentamiento alrededor. Así el doblete negativo terminó por expulsar a la gente abarca otros destinos, y dejó apenas algunos sobrevivientes cercanos como la familia Pascual.

Hoy Pepe revive parte de esa historia y presta servicios que no son nada del otro mundo, pero sí algo que todo hombre de ciudad sabe valorar: tranquilidad, comida casera y mucha naturaleza. Además está la visita cercana a la estancia jesuítica, declarada Patrimonio de la Humanidad, que llegó a ser el más fuerte establecimiento serrano en producción de ganadería extensiva y posta clave en el tráfico de bienes con el Alto Perú. Se pueden organizar cabalgatas guiadas con los caballos de Pascual y caminatas sierra adentro. Limpio y con buenas truchas, el río es otro atractivo fundamental, sobre todo por una cascada que queda a 300 metros y forma una colosal pileta de cuatro metros de profundidad. Y si se sigue camino arriba aparece la “Piedra del buque”, un paredón de 400 metros de largo y 50 de alto que cae a pique, como si uno se topara de frente con un transatlántico. En esas salidas Pepe junta yuyos de la sierra que sirven como digestivos o saborizantes. Luego se va a la cocina a hacer lo que más le gusta: “Antes cocinaba a las 13.30, pero quienes habían salido a caminar o estaban en la cascada debían regresar a comer y así se cortaba el nexo logrado con la sierra. Ahora preparo unas viandas con vegetales, empanadas o cabrito, y el que quiere se va a explorar los distintos senderos de la zona. Uno hace todo para que la gente sea feliz acá”. Y parece que lo logra.

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Salida hacia la superficie en busca de la luz, luego de un largo rato en las profundidades.
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