turismo

Domingo, 16 de diciembre de 2012

SALTA. PUEBLOS DE MONTAñA

Silencio de altura

Iruya, resguardada en una grieta inmensa de la montaña, atesora paisajes, comidas, músicas, vestimentas y formas ancestrales de entender la vida, paradójicamente convertidas en un clásico moderno de toda visita norteña. Algunos cambios para mejor y los fabulosos paseos por las cumbres cercanas.

 Por Pablo Donadio

Fotos de Pablo Donadio

El silencio de la montaña lo colma todo en Iruya. Pese a ser ya un pueblo turístico, hay cosas que nada cambian. Quizá producto de la distancia, o tal vez por el respeto que impone su cultura ancestral. Vaya uno a saber. Lo cierto es que Iruya nació compleja, pero no en el sentido peyorativo, sino por su riqueza. Es, desde los inicios, como una pintura de trazos profundos y múltiples, históricos pero también actuales. Basta recordar que sus casitas coloniales, de piedra y cemento algunas; de piedra y barro las otras, se levantan desde hace 400 años en los faldeos de la sierra de Santa Victoria, y han quedado aisladas en la pendiente como si se tratara de una isla, acorralada por los ríos Millmahuasi y Colanzulí. O que el único acceso al pueblo, si no se quiere cruzar las cumbres a pie y durante días, es por la jujeña Humahuaca. “Mi padre nos enseñó el camino a Orán, como enfilando para Colanzulí. Son tres días de caminata por el lecho del río, donde se ven lugares hermosos, que pocos conocen. Es la única manera de llegar a otra localidad de la provincia sin tener que hacer los 300 kilómetros a Salta por la ruta 9”, asegura Alberto Moreno, un iruyano a quien levantamos en Iturbe, el caserío entrañable a orillas del viejo ferrocarril Belgrano, cuando se inicia el camino desde la ruta que lleva a La Quiaca. Con él desandaremos los caminos de cornisa hasta su pueblo, y las historias que también viajan por el silencio de estos pagos.

La urbanización creciente del pueblo de Iruya, desde el alto mirador de la montaña.

PROGRESO Los últimos tiempos han sido buenos en materia de desarrollo para Iruya, al menos en lo que a los ojos peregrinos concierne. Aquel complejo trazado de cornisa, temible en días de lluvia, ha quedado en el olvido. La llegada por el camino que atraviesa las colosales quebradas, cuestas y valles tiene hoy mucha presencia de la provincia salteña, que mantiene y ensancha la ruta al punto de tornarse envidiable incluso para grandes ciudades como Córdoba, pésimas en ese sentido. Asimismo, la creación del Hospital Ramón Carrillo, un complejo sorprendente para la zona, puede pensarse como producto de la masiva llegada del turismo, pero que ha quedado como un patrimonio real y concreto para los vecinos a lo largo del año. El puente colgante que conecta el pueblo con La Banda, el paraje satélite del otro lado del río, y proyectos como “Aula digna”, que propició la construcción de un salón y la conexión eléctrica para los niños de las treinta familias que viven en el paraje Sala Esculla (se llega a pie o a lomo de mula recorriendo unos 40 kilómetros), son ejemplos de mejora en su calidad de vida. Claro, no hay rosa sin espinas, dicen, y toda esta conexión al mundo actual trae consigo cierta penetración cultural muy discutible. Lo cierto es que al atravesar los 70 kilómetros que la separan de Humahuaca, uno siente que nada podría ser más bello, y ahora seguro. El pueblo que hoy alberga unas 1500 personas, y otro tanto en parajes alejados del departamento, recibe al visitante cada día con más ofertas de hospedaje, excursiones y reductos folklóricos, pero indemne al paso del tiempo en materia de tradiciones, vestimentas, creencias religiosas y sabrosísimas comidas. Pueblo de pendientes si los hay, su base está en los 2780 metros de altura, y todo sube o baja entre sus calles angostas y empedradas, donde hay que apretarse contra las casas cuando la figura extraña de un auto o camión sorprende al peatón, puesto que no hay veredas (ni lugar para ellas), y apenas cuerpo humano y vehículo entran en su delgadez. En la Dirección de Turismo cuentan que el pueblo pudo ser fundado en 1690, o con su iglesia en 1753, aunque su origen real se remonta un siglo más atrás, cuando los habitantes originarios comenzaron el asentamiento. Desde entonces, la cúpula azul de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, la sede parroquial, es el llamador de los feligreses y de los turistas, que transforman su patio en una plaza de piedra, con reuniones veraniegas hasta altas horas de la noche. Hay que llegar también al mirador del cerro, donde la panorámica muestra a Iruya y La Banda como piezas talladas a la perfección para encajar en los faldeos del cerro, adaptándose así a la naturaleza. En las calles céntricas hay despensas donde aún sobrevive lo hecho a mano, y mucho que suele verse en paquetes en las ciudades se compra aquí por peso, como los fideos, el arroz o la harina. De neta esencia kolla, los sonidos de instrumentos de viento y el olorcito a comida casera son otra constante que invita a meterse en casas particulares convertidas en comedores, y restaurantes muy bien puestos. Otra cosa sorprendente, y muy gratamente: el pueblo desborda de niños. A diferencia de otros enclaves de montaña donde sólo quedan ancianos, vale la pena llegar en épocas de clase sólo para ver decenas y decenas de pequeños changuitos, adolescentes y jóvenes salir del jardín y los colegios primarios y secundarios, dando continuidad histórica y mucha vivacidad a un pueblo al que le sobre energía y alegría. También se los escucha y ve bailar encantadoramente en clases de folklore que se dictan al lado de la iglesia, y nombrar a ídolos del fútbol como Messi o Ronaldo en las dos plazas de piedra que se vuelven canchas y espacios para sacar a relucir la pasión.

Callecitas internas empinadas y de piedra, lo más clásico de Iruya.

CAMINAR HACE BIEN En Iruya se puede descansar o dar vueltas por el pueblo, lo que priori parece poco, pero es de veras todo un programa. Claro que si uno tiene ganas de conocer más, varios prestadores y vecinos ofrecen la guiada clásica a San Isidro, el pueblito más cercano, y ahora también a San Juan, el siguiente. Con 350 habitantes actuales y un asentamiento colgado de un cerro, San Isidro es la meta ideal para quienes gustan de las caminatas por la montaña. Si bien se recomienda ir acompañado para sacarle el jugo al trayecto, la travesía puede hacerse de manera individual costeando el río. Hoy, incluso, se ha abierto una huella y cada jueves un camión conecta los ocho kilómetros que lo separan de Iruya, aunque llegar a pie no sólo implica hacer ejercicio, sino dar cuenta de las dimensiones y los colores que parecen más una pintura surrealista que el marco de la realidad. Si se elige salir de a pie, la jornada debe empezar temprano para poder estar un rato y regresar de día, ya que son unas tres horas de ida y otras tres de regreso lo que demanda la visita. Sí, hay que ser precavido, y no salir de tarde para no quedar a mitad de camino, algo peligroso. La caminata arranca sobre el lecho del Colanzulí, entre paredones que “invitan” a doblar a la izquierda, justo donde la tierra se abre y se cierra como una gran compuerta natural. En ese panorama aparentemente árido, aparecen llamas y burritos de algunos puesteros, y la escasa flora deja ver casitas solitarias entre las laderas, sosteniendo la vida de montaña de tantos campesinos. A las dos horas de traquetear, después de pasar pequeños afluentes y distintas piedras lajas, sobre una cima tajada como en las películas comienza a vislumbrarse San Isidro, reverdeciente, con nubes humeantes cubriendo los techos. La distancia engaña, y por eso hay que caminar largo trecho aún hasta la entrada. La cosa allí es informal y muy amena, y los hospedajes de Beto, Laura, Sebita, El Abuelo, Turquito, Yuli, Teresa y Tomy, están esperando a los visitantes, con casas-comedores listas para servir. También ellos se prestan como guías para conocer el pago: Pueblo Viejo, el más importante de los barrios junto a Pumayoc, La Laguna, Trihuasi, La Palmera y La Cueva, o atreverse a más y llegar hasta San Juan, el otro pueblo con santo cercano, emplazado a 3090 metros de altura. Aquí en San Isidro hacen unas empanadas de queso de cabra que son una maravilla, producido con leche de sus propios animales. También hay locros, sopas deliciosas y alguna minuta clásica para contentar a extranjeros, que suelen venir tanto o más que los compatriotas. Algunos de los vecinos cuentan que, mientras nadie llega, se dedican al arte en distintas formas, preparando tejidos y cosechando los variados productos de la agricultura regional, donde se destacan los maíces morados y blancos, y los papines. Familiarizadas con los visitantes, las llamas son las mascotas del lugar, y las mulas el medio de transporte predilecto de los pueblerinos para tejer lazos entre los muchos pueblos desperdigados en la comuna. Las calles son todavía más estrechas y laberínticas que en Iruya, y hay que moverse con precaución porque, pese al pequeño tamaño del pueblo, uno puede terminar del otro lado de la montaña sin notarlo. Descansar, escuchar historias y compartir mates antes de que la tardecita anuncie la hora del regreso se torna entonces un momento de neto placer. Para el regreso no ladeamos tanto el río, sino que surcamos algunos senderos desde arriba, y eso nos conduce al mirador del Molino de los Yambis, lugar de privilegio para el espectáculo que nos había prometido: cuatro cóndores adultos vuelan a baja altura y, cerca de las laderas, se elevan con gran velocidad hasta acompañar la montaña y desaparecer. Nos quedamos en silencio contemplando su vuelo, y pidiendo internamente que el show se alargue, con una extraña mezcla de admiración y envidia, y prometiendo también volver.

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Cae la noche en Iruya y se siente el aroma caserito de las comidas regionales, como las del Museo Familia Federico.
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