turismo

Domingo, 30 de diciembre de 2012

JUJUY. LA CELEBRACIóN DEL PACHAKUTI

Ritos para una nueva era

Representantes de diversos pueblos originarios se reunieron en Jujuy, en torno de la réplica del templo boliviano de Kalasasaya, para celebrar el Pachakuti. Crónica de un viaje al interior de la cosmovisión andina, entre banderas e instrumentos musicales indígenas que pusieron el ritmo de un nuevo comienzo.

 Por Guido Piotrkowski

Fotos de Guido Piotrkowski

“El Pachakuti es el retorno del tiempo, el retorno de una nueva era. Es el momento de unirnos y estar bien armonizados con nuestra Pachamama”, dice Mama Killa (madre luna), la guía espiritual boliviana que conducirá esta ceremonia sagrada para festejar el inicio del Pachakuti de la Luz, que representa un ciclo histórico-espiritual en nada relacionado con el fin del mundo, como muchos pregonan. Como bien señala Sergio (o Yawarmalku, “sangre de halcón” en quechua), uno de los amautas (sabio) que participan de este rito sagrado, “es una oportunidad más para que la humanidad salga adelante. Para que se dé cuenta de que a la Pachamama hay que respetarla”.

Es el atardecer del jueves 20 de diciembre, la víspera de una jornada que muchos creen crucial en la historia del planeta, el inicio de un ciclo que no se dará de un día para el otro sino que es un cambio gradual, como bien grafica Limber, otro de los amautas. El, junto con Javier y Sergio, conforman el trío de sabios que ahora hacen sonar los pututus (caracoles) al pie de la réplica del templo de Kalasasaya –cuyo original está en Tiwanaku, Bolivia– que la organización barrial Tupac Amaru, única en el país con impronta indígena, construyó en el “cantri”, el barrio del Alto Comedero en San Salvador de Jujuy. El sonido del pututu no puede faltar en las ceremonias andinas: marca el inicio y los momentos trascendentales, convoca a los ancestros y a los apus (montañas sagradas).

Sentada en el piso, Mama Killa selecciona de a una y cuidadosamente las hojas de coca dispersas en el aguayo. “El Pachakuti es vivir bien, comer lo que nuestra Pachamama nos da –agrega esta mujer de voz suave y fuerte carácter–. Dejar la comida chatarra para vivir muchos años como nuestros antepasados. Tenemos que volver a lo que es nuestro, a vivir bien. Eso es el Pachakuti.” Según las creencias de los pueblos originarios, en esta fecha finaliza el “Pachakuti de la oscuridad”, que comenzó con la invasión y colonización de los españoles hace más de 500 años y dará lugar a un nuevo ciclo de “de luz, alegría y felicidad”.

Jallalla, yasurupai, muranta (viva, gracias, fuerza), las tres palabras clave del ritual.

LA VISPERA Miles de personas se van juntando en torno al templo durante este atardecer plomizo que presagia lluvias. Representantes de distintas etnias de la región están aquí para celebrar junto al pueblo kolla. Por ahí andan los guaraníes, que son muchos, los qom, los tobas y los wichís. Las mujeres guaraníes se distinguen del resto y llaman la atención ataviadas en vistosos y coloridos vestidos. Mientras aguardan el inicio de la ceremonia, danzan en ronda el tradicional baile del pin pin. Las representantes de los tobas, con vinchas blancas, observan a un lado.

Los visitantes pasean por el templo custodiado por la figura emblemática de Tupac Amaru, el gran revolucionario indígena de América latina, firme y con su brazo en alto. Varias wiphalas (bandera de los pueblos originarios) flamean, mientras un grupo de guaraníes cuelga su bandera verde y roja de una de las paredes de piedra.

Daniel Iraola es el presidente de una de las tantas comunidades ubicadas en las yungas. Viste una camisa blanca impecable y pañuelo rojo al cuello. Daniel asegura que es un día muy especial. “Comienza una nueva era para las comunidades indígenas. Tenemos que estar felices, estar bien nosotros mismos, con nuestros hermanos, para que este cambio sea más fructífero y podamos obtener todos los derechos que nos han sido arrebatados.”

Cae la noche y se enciende una gran fogata, el “abuelo fuego”, como lo llaman por aquí. Al pie del templo hay un sol y una luna esculpidos en tierra sobre la misma tierra y en torno a ellos se junta la gente, mujeres del lado de la luna y hombres del lado del sol. En el centro, de espaldas al templo, están Milagro Sala y su marido Raúl Noro, simbolizando la dualidad andina; Mama Killa, los amautas y varios guías espirituales y representantes de las diferentes comunidades, quienes se alternan para hablar a la multitud, que escucha en un profundo y respetuoso silencio. Un silencio que se quiebra al final de cada uno de los discursos en un solo grito: “Jallalla, yasurupai, muranta” (viva, gracias y fuerza en aymara).

Las ofrendas para la Pachamama están listas: hay flores y frutos, semillas y figuras alegóricas en azúcar de soles, casas y lunas mezcladas con las hojas de coca, y un sullo (feto) de llama. Mama Killa es menuda, el rostro surcado por un sinfín de arrugas, las manos ajadas. Sin embargo, habla con una fortaleza que estremece. “Se inicia un tiempo de unión, de mirarnos, de querernos entre nosotros –asevera con firmeza–. Es el tiempo de recuperar lo que nos enseñaban nuestros abuelos, de restablecer la armonía, de cuidar la vida, que no haya hambre, que no haya enfermedades. Nosotros usábamos la hoja de coca porque en ella está la fuerza y la vida, nos quita el sueño y el cansancio y nos da vitaminas y alivia el hambre y la sed. Los occidentales la usaron antinaturalmente, utilizaron su jugo y lo convirtieron en un polvo degenerador. Lo que para nosotros era un alimento espiritual, lo transformaron en algo que causa adicción y locura.”

María Ester, de la comunidad kolla de Maimará, está sensibilizada. Su discurso se quiebra en un llanto: “Masacraron a nuestros abuelos, nos tuvimos que ocultar y ahora estamos renaciendo unidos”, dice entre lágrimas.

Milagro Sala, la jefa, viste su traje ceremonial. De punta en blanco, vincha con plumas, una bufanda con los colores de la wiphala y bastón de mando en mano, afirma que “este es el momento de consolidar el ciclo de virtudes que nos han transmitido nuestros ancestros sabios a lo largo de nuestra historia. Es un momento para poner paz donde haya violencia; poner amor donde haya odio; poner alegría donde haya tristeza; esperanza donde haya pesimismo. Es momento de unidad, plena y colectiva en la comunidad mundial”, expresa enérgica.

Milagro ahora se apresta a llevar junto a otras tres mujeres, Mama Killa y dos abuelas –una guaraní y otra kolla–, las ofrendas contenidas en un aguayo. Caminan lentamente, a su lado acompañan Raúl Noro y los amautas. Toman el aguayo una de cada punta y lo llevan hacia una pirámide de leña en el centro de la ronda, entre el sol y la luna, lo apoyan sobre la leña y encienden la fogata. Son los regalos para la Pachamama, una señal de agradecimiento para este nuevo tiempo. Enseguida, giran alrededor de la hoguera, chayando (bendiciendo) con cerveza.

A la medianoche, el fuego se extingue. Finalmente no llovió y el ritual va llegando a su fin. Milagro invita a bailar y cantar, a exhibir los instrumentos y las prendas tradicionales. Y así será hasta el amanecer.

EL DIA SEÑALADO Son las ocho de la mañana y está nublado. Todo indica que hoy sí lloverá. La gente deambula por el barrio esperando el inicio de la ceremonia matinal. Javier, uno de los amautas, enciende los sahumerios que impregnan los alrededores con su aroma intenso. Mama Killa está sentada junto a Kanchay Killa (luna que está saliendo), su pequeña aprendiz de ocho años. Hace sus ofrendas, masca coca, espera por el momento indicado para iniciar este nuevo ciclo. Una vez más, hombres del lado del sol, mujeres del lado de la luna, se reúnen al pie del templo. Llega Milagro, saluda a Mama Killa, se arrodilla a su lado junto a Raúl, toman las ofrendas, las besan, las elevan en dirección celestial, a un lado y a otro.

Una vez más, los representantes hablan de este nuevo ciclo que se inicia, de las luchas ganadas y el terreno que falta por conquistar, de la coca sagrada, del sol y la luna, de la Pachamama y los elementos de la naturaleza, donde reside la fortaleza de estos pueblos que, a pesar de todo, resisten, y ahora están convencidos de que este nuevo tiempo les pertenece.

Y una vez más, toman el aguayo repleto de ofrendas y las llevan hacia la pirámide para volver a encenderla. Luego llega el momento de recibir el agua sagrada que Mama Killa trajo de la laguna salada de Uyuni. “Para que cada uno de nosotros y nosotras tengamos la oportunidad de pedirle a nuestro Tata Inti, a nuestra Mama Killa las cosas buenas que queremos para este nuevo tiempo”, explica en el centro de la ronda Jorge Ramos, el hombre a cargo del área de pueblos originarios de la Tupac Amaru. “A partir de ahora nuestros ancestros caminan con nosotros. Estamos dando un paso, hoy retorna la memoria”, concluye.

Dos mujeres sirven chicha, un fermento de maíz, la bebida sagrada de los pueblos andinos. Otras ofrecen la lojta, bebida sagrada de los guaraníes. Y entonces pasan de a uno, un hombre alrededor del sol, una mujer alrededor de la luna. Y ponen la coca en la tierra, encienden un cigarrillo y lo hunden allí también. Y beben del agua sagrada, y luego bendicen con el vino a la Pachamama. Piden por sus familias, por sus hermanos y hermanas, por sus comunidades. Cada uno concluye su propio ritual al grito de “¡Jallalla, yasurupai, muranta!”. Y la multitud repite. Y la música ahora suena bien fuerte. Trompetas, bombos y platillos. Flautas, sikuris y anatas. Los instrumentos típicos retumban en el Alto Comedero y se hacen eco en todas las comunidades que abrazan al sol, la luna y la Pachamama. Llueve. El mundo sigue girando.

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Mama Killa y el aguayo donde se envuelven las ofrendas para la Pachamama.
 
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