turismo

Domingo, 10 de marzo de 2013

AMÉRICA LATINA CIUDADES HISTóRICAS DEL CARIBE Y SUDAMéRICA

Piel de América colonial

En el sur de nuestro continente hay ciudades con coloridos cascos históricos anclados en el tiempo, que proponen un viaje nostálgico a la época de la Colonia. La Habana Vieja en Cuba, el Pelourinho en Salvador de Bahía, Granada en Nicaragua y Cartagena de Indias en Colombia reviven un tiempo de virreyes, esclavos y piratas.

 Por Julián Varsavsky

Fotos por Julian Varsavsky

Diseminados por todo el mapa de América latina hay barrios y ciudades coloniales a destiempo del mundo actual, que parecen brotar de un colorido cuento y son puro romanticismo. Si para muestra basta un botón, hablamos de la magia de La Habana Vieja, el Pelourinho en Salvador de Bahía, Cartagena de Indias en Colombia y Granada en Nicaragua. Son lugares donde la arquitectura guarda una coherencia que sumerge al viajero, sin escenografías, en el juego fantástico del viaje en el tiempo, cuando había reyes y virreyes, esclavos y piratas, y los carruajes surcaban las calles adoquinadas igual que hoy.

NICARAGUA SEÑORIAL Una de las ciudades que mejor nos traslada al tiempo colonial es Granada, que a diferencia de otras de la región no es un simple casco antiguo “intramuros” sino una ciudad completa, sin un “afuera” donde estarían los edificios de la modernidad.

Claro que Granada no es puramente colonial en el sentido americano de la palabra: es también barroca y neoclásica, porque no hay ciudades puras sino con estilos entremezclados. La mayoría de los edificios está pintada con vivos colores, pero hay también iglesias y caserones algo derruidos que traslucen la majestuosa decadencia de sus viejos esplendores y le otorgan a la ciudad un aura de autenticidad muy creíble. Esta melancólica combinación arquitectónica –antigua pero viva y habitada, con edificios que a duras penas mantienen su estirpe de nobleza– es la que le da su encanto al destino turístico más importante de Nicaragua.

Lo ideal es recorrer Granada en carruaje. El paseo parte desde la Plaza Colón, el centro de la cuadrícula urbana trazada por los españoles según las leyes de Indias, a partir de una plaza de armas rodeada por los poderes del Estado y la catedral. Circundan la plaza magníficos edificios reconstruidos a comienzos del siglo XX, cuyas fachadas tienen una sobrecarga decorativa renacentista esculpida en piedra con molduras de yeso y estuco, ventanas con forma de arco, grandes rejas de hierro forjado, puertas con arco de medio punto, porches y techos con tejas rojas.

Al avanzar en el carruaje se ve la ciudad pasar a los costados mientras el guía explica que fue fundada en 1524. Las ciudades de Granada y León fueron grandes rivales en la primera mitad del siglo XIX, generando guerras civiles por las contradicciones comerciales entre las oligarquías locales. Granada, en el sur, era bastión conservador, y León pertenecía a los liberales.

El hito más importante de la historia de Granada fue su reducción a cenizas por parte del filibustero norteamericano William Walker, contratado por los leoneses para doblegar a los granadinos. El pirata Walker llegó navegando por el río San Juan y el lago Nicaragua, encontrando fuerte resistencia. Debió luchar por meses hasta hacerse con el control de Granada, que estuvo dividida en dos con improvisadas fortificaciones y barricadas. Finalmente el pirata pudo más y se autoproclamó presidente de Nicaragua, donde instauró el esclavismo, acorde con las leyes norteamericanas, y estableció el inglés como idioma oficial. Walker usó Granada como base para iniciar la conquista de toda Centroamérica. Pero sus habilidades guerreras no le alcanzaron para tanto y luego de una serie de fracasos retrocedió hasta Granada, de donde fue expulsado en 1856. Walker se fue por donde llegó –el lago y el río–, pero fue apresado en Honduras y fusilado.

Sin embargo, antes de abandonarla Walker redujo Granada a cenizas, quemando incluso sus siete iglesias. Como despedida, en una calle escribió la frase: “Esto fue Granada”.

La Granada de hoy es resultado del renacer de la ciudad entre 1856 y 1915. Luego del gran incendio, la clase media levantó sus casas otra vez con la simpleza sobria del colonial español. En cambio, las clases altas se abrieron a la moda europea del neoclasicismo inspirado en las antiguas Grecia y Roma. Así las fachadas comenzaron a poblarse de finos relieves, mientras que la utilización de muros de taquezal –una estructura de madera con adobe– permitió elevar las casas a dos pisos.

En los interiores de las casonas de los ricos hacendados aparecieron los cielorrasos de machimbre, molduras, celajes, frescos pintados en techos y paredes, pisos de mosaico estilo italiano y corredores internos alrededor de una planta cuadrada con patio y fuente central. Los muebles se tallaban en madera y los respaldares de las camas tenían volutas y motivos vegetales entrelazados. Al mirar por la ventana de algunas casas desde el carruaje, aún se ve esa decoración interior que el viajero disfruta en las casonas reconvertidas en hotel.

Coches y bicicletas, algunos de los medios de transporte más comunes en Granada.

Balcones, faroles y calles irregulares en el casco histórico de la colombiana Cartagena de Indias.

DE LOS TIEMPOS DEL CÓLERA El trazado de Cartagena de Indias en el Caribe colombiano escapa un poco a la concepción renacentista de calles rectilíneas que tuvieron sus contemporáneas como La Habana y Ciudad de Panamá. Abundan, en cambio, los callejones no muy regulares, de los que resultan manzanas asimétricas y cruces de calles no resueltos en ángulos rectos. Esa irregularidad le agrega encanto a una ciudad que amalgama edificios y casas con estilos colonial americano, barroco, renacentista, neoclásico y mudéjar-andaluz.

En su origen, los nombres de las calles correspondían a santas y vírgenes, indicados en cada esquina con carteles de barro cocido que más tarde fueron reemplazados por las placas de mármol pulido con letras floridas que duran hasta hoy. Lo curioso es que el nombre de cada calle fue cambiando varias veces a lo largo de los siglos, según el curso de los acontecimientos.

La actual Calle de las Damas se llamó Nuestra Señora de los Angeles hasta la tercera década del siglo XVII, cuando terminaron de levantarse las murallas cartageneras. Según Raúl Porto del Portillo, autor del libro Plazas y calles de Cartagena de Indias, al enterarse el rey de la abultada cuenta que tenía que pagar por el trabajo de amurallar la ciudad, tomó un catalejo para ver si una obra tan cara podía verse desde el otro lado del océano. Como no la vio, Carlos VI al parecer decidió evaluar personalmente la muralla de once kilómetros embarcándose de incógnito con algunos colaboradores, todos vestidos de mujer. En su periplo, el monarca se habría alojado en una casona de la calle Nuestra Señora de los Angeles. Y alrededor de este hecho se tejieron toda clase de conjeturas, como la que afirma que aquellas encopetadas damas que habían aparecido de manera misteriosa eran nada menos que el rey y sus ayudantes. A partir de entonces, Nuestra Señora de los Angeles pasó a ser la Calle de las Damas.

De las tres calles bautizadas Santo Domingo que hay en Cartagena, una alberga una leyenda de esas que en su época todos tomaban al pie de la letra. Allí mismo se levanta la fachada neoclásica del Convento Santo Domingo, y se cuenta que apenas fue inaugurado el diablo comenzó a aparecérseles en plena calle a los fieles que iban a misa. Pero según las crónicas de la época, la gente se acostumbró a ver al diablo y dejaron de temerle. Irritado, un día el hombre de cola y cuernos llenó de rocas la calle para obstruir el paso. Y ante el bullicio de la muchedumbre, el cura salió de la iglesia descerrajando una frase mágica: “Lucifer, con Dios tú no puedes”. Al mismo tiempo, con un ademán hizo rodar las rocas estrepitosamente. Al milagro le siguieron una carcajada quejumbrosa y un ventoso aleteo que dejó el aire impregnado de olor a azufre.

La Calle de la Portería de Santa Clara, por su parte, se llama así por la entrada principal del Convento de Santa Clara, donde un joven cronista llamado Gabriel García Márquez asistió a la apertura de la tumba de una niña con cabellos largos, noticia que daría origen a la novela Del amor y otros demonios. En el libro una niña poseída por el demonio es internada en ese convento. Pero los hechos de la vida real que acontecieron allí en 1621 son casi tan increíbles como los avatares de la pobre Sierva María de todos los Angeles de la novela, ya que provocaron la retirada de Dios de la ciudad.

Todo comenzó por un diferendo menor en el que se enfrentaron las monjas clarisas de clausura con los frailes franciscanos. Las profesas de Santa Clara se quejaron ante el obispo Benavides y Piédrola por los malos tratos y la fallida dirección económica que recibían de sus tutores franciscanos. El obispo las apoyó, mientras los seguidores de San Francisco se aliaron a los jesuitas y al gobernador. Las clarisas, considerándose independientes, se atrincheraron en su convento y el bando franciscano intentó invadirlas, acompañado de carpinteros y herreros para abrir las enormes puertas de madera. Ante el conflicto, el obispo declaró la cessatio a divinis, es decir que quedaba suspendida hasta nuevo aviso toda actividad religiosa en Cartagena. De alguna manera esto significaba que Dios estaría ausente de la ciudad hasta que se calmaran las aguas, que se agitaron cada vez más.

Los franciscanos, enardecidos, atacaron el convento y las clarisas se defendieron como leonas. Avisadas de antemano, las monjas prepararon un espeso caldo hirviente y, cuando los invasores se acercaron, las hermanas se mostraron dispuestas a todo desde las elevadas ventanas, regadera en mano. Cuando se quedaron sin “municiones”, arrojaron piedras e incluso el contenido de sus retretes. Los vecinos, por su parte, dieron apoyo a las resistentes a tiro de arcabuces desde las terrazas. El enfrentamiento duró alrededor de una hora y, ante la imposibilidad de invadir el convento, los franciscanos huyeron en retirada. Hoy el Convento de Santa Clara es un hotel de época, uno de los mejores de toda Colombia.

El barroco americano luce en todo su esplendor en la armoniosa Catedral de La Habana.

LA NUEVA HABANA VIEJA En los viejos palacetes coloniales de La Habana del siglo XVIII que aún sobreviven, la columna es un suntuoso elemento decorativo destinado a sostener arcadas y a convivir con las palmeras en íntimos patios andaluces. Pero a partir del siglo XIX la columna fue arrojada a las calles para crear uno de los rasgos más singulares del estilo habanero, que el escritor Alejo Carpentier describió como “esa increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selva de columnas, última urbe en tener columnas en tal demasía; columnas que han ido trazando una historia de la decadencia de la columna a través de las edades. Una columnata en la que todos los estilos aparecen representados y conjugados hasta el infinito. Columnas de medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio; jónicos enanos, cariátides de cemento, sin ignorar a veces la existencia de cierto modernstyle parisiense de comienzos de siglo”.

Las columnas son uno de los rasgos del ecléctico barroquismo arquitectónico de La Habana Vieja, donde uno se topa con arcos moriscos iguales a los de la Mezquita de Córdoba, sobrecargadas iglesias del barroco colonial (como La Catedral, que data de 1704), o la imponente presencia neoclásica del Capitolio Nacional con su escalinata y gran cúpula.

La Habana, a diferencia de otras capitales latinoamericanas, no vivió el auge constructivo de los años ’60 ni sus aires modernizadores, salvando de la demolición las construcciones más viejas. Lo que no se pudo evitar fue el implacable paso del tiempo. Como consecuencia de siglos de abandono, la crisis económica de los ’90 y el mar que ingresó en la ciudad durante el huracán de 1992, La Habana Vieja se estaba sumiendo en una majestuosa decadencia. Las elegantes construcciones de piedra caliza de coral empezaron a resquebrajarse lentamente, mientras las paredes se iban descascarando hasta tornar grisáceo el aspecto de la ciudad.

Pero a partir de 1995 la Oficina del Historiador de La Habana se encargó de elaborar el Plan Maestro de Revitalización del Centro Histórico, impulsando su renacimiento. Así se relanzaron históricos hoteles respetando el estilo original como el Sevilla, con su estilo andaluz; el Inglaterra, con su fachada de aires parisinos, y el Ambos Mundos, el preferido por Ernest Hemingway.

La primera gran construcción restaurada fue el barroco Palacio de los Capitanes Generales, antigua sede del gobierno colonial, que hoy alberga al museo de la ciudad. Luego fue el turno de la Basílica de San Francisco de Asís, que hoy es un gran centro cultural con su museo de arte sacro y un conservatorio. La Plaza Vieja, donde las brisas traen el olor del mar, recuperó su famosa fuente de mármol italiano del siglo XIX.

Al caminar por La Habana Vieja se ven palacetes con los escudos de piedra de la zacarocracia (familias terratenientes azucareras), faroles coloniales de hierro forjado, aljibes con azulejos mudéjares y miles de columnas que crean atrios de sombra bajo los portales donde guarecerse del tiránico sol tropical y de los fugaces aguaceros tropicales.

El Pelourinho bahiense, escenario de los personajes de Jorge Amado.

BAHIA DE TODOS LOS SANTOS Para Jorge Amado, Salvador de Bahía era la “célula madre de la cultura brasileña”, la ciudad negra por excelencia de Brasil, la que engendró “un pueblo bueno, amigo de los colores chillones, bullanguero, manso y amable”. Ese sello africano se ve hoy no sólo en el color de la piel de mucha gente, sino también en los cultos religiosos mezclados con el catolicismo que se realizan en el Pelourinho, el barrio colonial de la ciudad. “Aquí están –escribió Amado– las grandes iglesias católicas, las basílicas, y aquí están los grandes terreiros de candomblé, el corazón de las sectas fetichistas de los brasileños. Si el arzobispo es el primado de Brasil, el padre Martiniano de Bonfim era una especie de papa de las sectas negras en todo el país y la Mae Menininha es la papisa de todos los candomblés del mundo.”

El Pelourinho es un antiguo barrio convertido, a partir de la segunda mitad del siglo XX, en la faceta esencial de la vida popular bahiana. En sus orígenes fue el centro comercial de la Colonia, el lugar donde vivía la nobleza local, que por una ironía de la historia se fue transformando, siglo tras siglo, en el barrio más miserable de la ciudad, donde la majestuosa decadencia de los monumentos seduce por la mera sugestión de lo que habrán sido.

Las cosas empezaron a cambiar en 1991, cuando el gobierno de Bahía impulsó un proceso de restauración del barrio, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1985. Al borde de perderse para siempre, de pronto el reloj del Pelourinho empezó a mover las agujas hacia atrás: una tras otra, de la mano de un ejército de obreros y arquitectos, las casas empezaron a rejuvenecer. Donde antes todo era tugurio y oscuridad, las luces callejeras pusieron nueva vida. El “milagro” se fue extendiendo; subió por la ladera del Carmo y bajó a lo largo de la Rua do Passo. Los viejos palacetes devenidos en conventillos recobraron su cálido rubor; las tejas rojas ahora brillan barnizadas y los marcos de madera de las ventanas lucen renovados, igual que los santos en los pedestales de las iglesias.

El Pelourinho se convirtió en una fortaleza viva de la cultura negra, con un constante latido de tambores que brotan de los bares, los centros culturales y las calles. Samba, música popular brasileña, teatro, danza y un sinfín de galerías y talleres de arte convierten al Pelourinho en el centro de la vida popular bahiana, la misma que nutre las novelas de Jorge Amado.

Quien recorra el Pelourinho notará que allí hay algo en el aire, en la comida y en el andar de los mulatos que invita a reconocer a los personajes de Jorge Amado. Cuentan que por la calle suele verse a Vadinho en persona, tambaleante y en compañía de su inseparable Mirandao, con los bolsillos vacíos pero felices como nadie. En una casa de suave color violeta espera ansiosa Doña Flor con sus frustraciones y grandes alegrías. Y en algunas laderas se aparece también Quincas Berro Dágua, escapado otra vez de su propio velorio a expensas de sus compadres, que no pueden emborracharse sin o paizinho da gente. Son ellos en persona, de carne y hueso, verosímiles hasta no saber si se escaparon de los libros o si fueron capturados allí mismo por la pluma del escritor.

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La imponente Catedral de Granada, en su momento quemada por el pirata Walker.
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