turismo

Domingo, 7 de abril de 2013

PERU. EN LAS PLAYAS DEL PACíFICO

Aguas memorables

De norte a sur, un recorrido por la costa peruana desde el popular balneario de Máncora hasta grandes ciudades como Trujillo, pasando por algunas íntimas caletas de pescadores. Olas para principiantes y avezados, algunas historias de novela y todo el sabor de una gastronomía que se distancia de la limeña.

 Por Pablo DonadIo

Fotos de María Clara Martínez

Los niños corren tras la pelota en la extensa playa de Huanchaco, justo cuando el muelle romántico enciende sus faroles y las parejitas se van a ver el mar, hipnotizadas por la luna sobre el lomo del Pacífico. Algunos barcos de totora concluyen los paseos diarios, y sus remeros apuran el tranco para zafar de la ola siguiente, eludiendo rocas redondeadas que llegan del océano hasta la orilla como en una pista de bowling. Con disimulo, los pescadores artesanales –devenidos en eximios guías turísticos– resisten los furiosos cascotes con el fin de sacar la nave a tomar los últimos rayos del sol, indispensable para el secado. Uno podría asegurar que ese tramo vale todo el precio que cobran por la recorrida. En la orilla los bañistas, ya un poco más atrevidos, esperan el arrugue del agua y se meten de prepo: cosa que, si la roca les da, sea en medio de su tibia transparencia y el golpe al fin valga la pena. Así el balneario predilecto de Trujillo es todo un teatro diario y un resumen de la costa del Perú, tejida de norte a sur por pequeñas historias y rincones donde la fenomenal naturaleza genera un ambiente único e irrepetible.

Un lobito marino en las Islas Ballestas, una suerte de pequeñas Galápagos cerca de Paracas.

TODO EL AÑO Si bien se recomienda llegar a las playas norteñas de Perú en avión (son más de 5000 kilómetros desde Buenos Aires), la conexión descendente entre balnearios se realiza por tierra, y aquí surge tal vez el único inconveniente: bien lo sabe el viajero que ha recorrido su suelo, literalmente partido al medio por la cordillera andina y con una topografía siempre ondulante. La mejor forma de moverse, entonces, es a través de Transportes Cruz del Sur, la única empresa que presta servicios de calidad en todo el país, llega a horario y cuyos choferes, sobre todo, no manejan como potenciales suicidas.

Cercana al paso fronterizo de la ciudad de Tumbes, y pegadita a los balnearios de Zorritos y Punta Sal, Máncora se establece como la playa top de estos tiempos. Asociada a un circuito de calor que la une desde el norte con varias postas como Montañita, la playa ecuatoriana de moda, esta antigua caleta de pescadores tuvo en los años ’90 un despegue extraordinario, y desde entonces –cuando no había ni un hotel– no han parado de llegar inversiones. “El crecimiento es exponencial: hace 20 años el 90 por ciento de la actividad correspondía a la pesca, y un 10 por ciento al turismo. Hoy es exactamente al revés”, cuenta Javier Ruso, pintor y dueño del hotel Hotelier, que se describe sobre todo como chef. Pasión que heredó de su madre, Teresa Ocampo, una doña Petrona peruana que distinguió la gastronomía costeña por sobre la limeña. La biodiversidad, cultivo y selección de los alimentos, así como los pueblos donde aún se experimenta la producción a distintas temperaturas y en terrazas circulares (en Moray, por ejemplo), han llevado a su familia a relacionar el alto desarrollo de las culturas con el perfeccionamiento culinario. “Los últimos descubrimientos revelan que los pueblos de la costa fueron también muy importantes. Un ejemplo es la cultura karal, también la paracas, nazca, moche y chimú. Ellos desplegaron muchísimo la parte artística con el telar y la orfebrería, pero también la parte alimentaria. Se pensaba que sólo los imperios de la sierra eran evolucionados, pero ahora se sabe que los costeños también lo fueron, y su comida es un ejemplo”, explica. En Donde Teresa, su restaurante, puede probarse el zapallo loche, producido en la región y conservado en el tiempo, y exquisitas cocciones de pescado bonito con salsas de jengibre, kiwicha y quinoa. Desde aquellos tiempos en que apenas fue un balneario exclusivo de la clase alta limeña, Máncora cambió hacia un clima juvenil y mochilero en el centro, con comida rápida, shows callejeros y frenéticos mototaxis. Pero hay hacia sus playas del norte y el sur un perfil bien familiar, producto de la belleza, la tranquilidad y la expansión del pueblo, que ya tiene 9000 habitantes y más de 1500 camas disponibles para el turismo. “Los argentinos han sido grandes protagonistas de ese crecimiento, llegando al 25 por ciento de las visitas anuales del balneario. Y es que aquí el tiempo es bien bacán, y se queda entre los 24 y los 34 grados, por eso el agua está siempre chévere”, explica Jony Farfán, vecino y encargado del hospedaje El Muellecito, una combinación perfecta entre lo rústico y lo moderno, cuyo jardín se mete en la propia playa. Con él combinaremos la visita al Parque Nacional El Angolo, y al emprendimiento más curioso de estos años: el ecofundo La Caprichosa, una hacienda que intenta recuperar la flora y fauna nativas, ofreciendo así algo más que playa. Ideal para aventureros, hay allí varios circuitos de trekking, cuatro líneas de canopy, una palestra y múltiples juegos de sogas. Además, el complejo tiene una enorme piscina, cabañas y un criadero de cabras.

Uno de los remeros saca su barco de totora a secar bajo los últimos rayos del sol, en Huanchaco.

AGUAS DE PELíCULA Gracias al “choque” de la fría corriente de Humboldt con el cálido fenómeno de El Niño, que llega desde Panamá, la altura y regularidad de sus olas convocan a surfers de todo el planeta, ansiosos por domar las enormes crestas que se extienden por cientos de metros a lo largo de la playa. Esas mismas condiciones climáticas son las que provocan la enorme riqueza marina que llevó incluso a Ernest Hemingway a visitar Cabo Blanco durante la filmación de la película basada en su novela El viejo y el mar. Distante de Máncora sólo dos playas (Las Pocitas y Los Organos), Cabo Blanco es una antigua caleta de pescadores con olas colosales, a la que llegan surfers y avezados pescadores que buscan “la hazaña del gringo” con el marlín. “Hemingway llegó en 1956 con 20 personas de la Warner Bros., y se instaló un mes en el Fishing Club, donde yo era barman. Era fanático de la pesca, y ni un día dejó de embarcarse: sacó 10 marlines, el pez famoso por el que se hicieron varios torneos mundiales”, cuenta don Pablo Córdoba Ramírez, ya anciano y en la playa donde lo conoció. “Cuatro yates salían y lo filmaban mientras él se batía con esas bestias. Porque una cosa es pescarlo con arpón, pero otra estar horas cansándolo. Hemingway nunca usó arpón: él quería la gloria”, recuerda con ojos vidriosos. Cuenta que entabló una gran amistad con el escritor, producto del buen castellano de Hemingway, la pasión de ambos por la pesca y los buenos tragos que supo prepararle. “Pisco sour, Martinis y vino en las cenas... ésa era su rutina, además de la pesca.”

Las playas de olas fílmicas continúan su largo trecho hasta dar unos 500 kilómetros al sur con Trujillo, la capital costera en medio del Pacífico peruano. Tercera ciudad en importancia después de Lima y Arequipa, sobresale por la belleza y pulcritud de su centro histórico, donde la Plaza de Armas brilla, literalmente, desde su suelo encerado. Cercada por el río Moche, su antiguo valle recuerda los tiempos en que la ciudad fue oficializada por el conquistador Francisco Pizarro. En ese histórico trazo edilicio sobresale un inmenso estadio que bien podría ser para el fútbol, pero que está destinado al Festival Nacional de la Marinera, la danza nacional que enorgullece a los peruanos. A sus patrimonios como las Huacas del Sol y de la Luna, y Chan Chan, la ciudad de barro construida por la cultura chimú en el siglo VII, Trujillo suma la playa de Huanchaco, célebre por los “caballitos de totora”. En el jardín de su hotel, Juan Julio Bracamonte nos recuerda tiempos más modernos, cuando la ciudad fue sede de gobierno nacional en dos ocasiones, “con Simón Bolívar como protagonista clave”, y luego convertida en escenario de la Revolución de Trujillo, en 1932. En la costanera disfrutamos de la feria marina que atrae a la ciudad y contemplamos nuevamente a los pescadores nativos sacando sus barquitos de totora construidos a mano, cuando el sol les indica el final del día.

En la costa de Paracas, pelícanos y otras aves descansan tranquilamente junto a los turistas.

PARACAS Ya bien al sur del país, la playa que merece visita es Paracas, integrante de una reserva nacional junto a las islas Ballestas, adonde se llega mediante una excursión náutica de dos horas. Allí se ven aves, tortugas, cangrejos, lobos marinos y otras especies que se agolpan en sus rocas esculpidas por el oleaje, en convivencia apacible como si se tratara de una pequeña Galápagos. Cuentan que el guano de esas aves es el que nutre el agua y favorece la fauna marina, generando más peces y, por ende, más alimento para todos.

“No se vayan sin visitar los médanos de Huacachina, eso sí que es único”, advierte Jenny Sánchez Lévano, del complejo Las Flores de Ica, la ciudad base para visitar la costa de Paracas y ese paraíso de arenas gigantes, además de los famosos viñedos donde nace el pisco. Temprano por la mañana, o cuando el sol de la tarde baja un poco, decenas de kartings fabricados especialmente para atravesar el desierto recorren la zona que llega hasta las famosas líneas de Nazca. Parte de la parada trae consigo la explicación histórica de estas formaciones, la adrenalina del sandboard y, para quien se anime, la llegada a los rincones de la costa más virgen del Perú, donde aseguran están las mejores olas.

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La bella y pulcra Trujillo, una de las capitales costeras más destacadas de Perú.
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