turismo

Domingo, 13 de octubre de 2013

DIARIO DE VIAJE. ROBERTO ARLT EN RíO DE JANEIRO

Aguafuertes cariocas

En 1930, Roberto Arlt fue enviado dos meses a Río de Janeiro por el diario El Mundo para escribir sus populares aguafuertes. El resultado fueron cuarenta crónicas inéditas hasta ahora en formato libro, que acaban de ser editadas. A continuación dos geniales estampas de la “cidade maravilhosa”.

 Por Roberto Arlt *

Hablemos de cultura

(Domingo 6 de abril de 1930)

Respeto para el hombre... para la humanidad que lleva el hombre en sí. Es lo que encuentro en Río. Aquí, donde la naturaleza ha creado seres voluptuosos, mujeres de ojos que son noches turbias y perfiles con calidez de fiebre, sólo encuentro respeto; un dulce y profundo respeto, que hace que de pronto usted se detenga y se diga en conversación consigo mismo:

–La vida, así, es muy linda.

Yo no quiero buscar las razones históricas de dicho fenómeno. La historia me importa un pepino. Que hagan historia los otros. Yo no tengo nada que ver con la literatura ni el periodismo. Soy un hombre de carne y hueso que viaja, no para hacer literatura en su diario, sino para anotar impresiones.

DIRE QUE ESTOY ENTUSIASMADO... ¿Diré que estoy entusiasmado? No. ¿Diré que estoy asombrado? No. Es algo más profundo y sincero: estoy conmovido. Ese es el término: conmovido.

La vida, así, es muy linda.

Y no me refiero a las atenciones que se reciben de las personas con quienes se trata. No. Me refiero a un fenómeno que es más auténtico: la atmósfera de educación colectiva.

¿Qué importa que una persona sea atenta con usted, si cuando usted sale a la calle, el público destruye la impresión que el individuo le ha producido?

En cambio, aquí, usted se encuentra cómodo. En la calle, en el café, en las oficinas, entre blancos, entre negros...

Cuando usted sale de su casa está en la calle, ¿no es así?

Bueno, aquí, cuando usted sale a la calle, está en su casa...

Un ritmo de amabilidad rige la vida en esta ciudad. En esta ciudad, que tiene un tráfico y un público dentro de su extensión, proporcional al de Buenos Aires. Con la sola diferencia de que, en las bocacalles, usted levanta la vista y se encuentra con un cerro verde dorado de nubes y una palmera en lo alto, con sus cuatro ramas recticulando lo azul.

SIN EXCEPCION ¿Son distintos los brasileños de nosotros?

Sí, son distintos en lo siguiente: tienen una educación tradicional. Son educados, no en la apariencia o en la forma, sino que tienen el alma educada. Son más corteses que nosotros, y sólo se puede comprender el sentido verdadero de la cortesía por la sensación de reposo que reciben nuestros sentidos. Es como si de pronto usted, acostumbrado a dormir sobre adoquines, recibiera para acostarse un colchón.

Piense usted en esto. Una muchacha puede aquí caminar tranquilamente por las calles a medianoche. Una muchacha decente, ¿eh?, ¡no confundamos! Y si no lo es, también... Usted puede ir a cualquier parte, aun a la más atorranta, en compañía de cualquier tipo de mujer, honesta o no. Nadie se meterá con usted.

En Buenos Aires, en casi todos los cafés, usted encuentra compartimentos para familias. Aquí no se conoce esa división. Cuando salen de su empleo, las muchachas entran a los cafés, toman sus pocillos de bocequín y lo hacen con tranquilidad: la tranquilidad de la mujer que sabe que es respetada.

En Buenos Aires, el trato general para con la mujer revela lo siguiente: que se la tiene por un ser inferior. La continua falta de respeto de que se la hace víctima lo demuestra.

Aquí no. La mujer está acostumbrada a ser considerada una igual del hombre y, por consiguiente, a merecer de él las atenciones que éste tiene con cualquier desconocido que se le presenta.

Y, de pronto, quiera usted o no, siente que una fuerza lo subyuga, que ellos están en el camino de una vida superior a la nuestra. Comprendemos que con nuestra grosería hemos desnaturalizado muchas cosas bellas, incluso destruido la feminidad de la mujer porteña.

¿Será, acaso, que la vida es aquí más linda porque es menos difícil? ¡Vaya uno a saberlo! Lo cierto es que este pueblo se diferencia en mucho del nuestro. Los detalles que se advierten en la vida diaria nos lo presentan como más culto. Creo que todavía predominan, con incuestionables ventajas para la colectividad, las ideas europeas. Si no fuera demasiado aventurado lo que voy a decir, al siempre correr, no de la pluma, sino de las teclas de la máquina de escribir, lo transformaría en una categórica afirmación. Se me ocurre que, de todos los países de nuestra América, el Brasil es el menos americano, por ser, precisamente, el más europeo.

Ese respeto espontáneo hacia el prójimo, sin distinción de sexo ni de razas; esa linda indiferencia por los asuntos ajenos es, dígase lo que se quiera, esencialmente europea.

Y el paisaje es lindo; las montañas azules, los árboles... Pero, ¿qué importancia puede tener el paisaje ante las bellas cualidades del pueblo?

- - -

Los pescadores de perlas

(Lunes 7 de abril de 1930)

Se me ha ocurrido llamarla “plazoleta de los pescadores de perlas” porque me recuerda una novela de Emilio Salgari, La Perla Roja. Hay que viajar un poco para darse cuenta de que Emilio Salgari, el novelista que nos ruborizaríamos de confesar que leemos después de haber leído a Dostoievski, es el más potente y admirable despertador de la imaginación infantil. Hoy he recordado la novela de Emilio Salgari con la misma emoción que cuando tenía trece años y la leía a saltos bajo la tabla del pupitre de la escuela mientras el maestro explicaba un absurdo teorema de geometría. La he recordado con emoción porque la “reconocí” en cuanto la vi. Y la denominé enseguida “plazoleta de los pescadores de perlas”.

CAMINANDO Caminando por la rua Carioca, hacia el Oeste, se llega al mar. Siguiendo por unos callejones estrechos, calientes de sombras, por un piso de piedras cuadradas y pulidas por el roce, de pronto la perspectiva se abrió.

Apareció un pedazo de cielo celeste y dos galpones chatos, largos, encalados, con techo de tejas acanaladas y formando entre sí un ángulo recto. Negros, descalzos unos, con sobretodos raídos otros, y en camiseta casi todos, cubiertos de sombreros grasientos, rotos, miraban cómo el sol descomponía pedazos de pescados colocados sobre esterillas sostenidas por palos en cruz. Un hedor de pescadería, de sal y de podredumbre infectaba el rincón. Ellos, recostados al sol miraban a un muchacho motudo color carbón, con los brazos y los pies desnudos, que sostenía una jaula con pájaros de plumaje azul, mientras que en la encogida mano derecha soportaba un loro verde diamante. Acurrucado junto a un cesto había un gato blanco con un ojo celeste y otro amarillo.

Me detuve junto a los negros y comencé a mirarlos. Los miraba y no. Estaba perplejo y entusiasmado frente a la riqueza de color. Para describir a los negros es necesario frecuentarlos, ¡tienen tantos matices! Van desde el carbón hasta el color rojo oscuro del hierro en la fragua. Luego seguí caminando y a los tres pasos entré en una plazoleta de agua... ¡Allí estaba!

La calle descendía en declive. En vez de detenerse junto al agua, esta vereda de piedra entraba en ella. Y en el declive, acomodadas una junto a la otra, lanchas estrechas y largas como piraguas (estas definiciones se las debemos a Salgari) pintadas de color carne, de color lechuga, de azul puerro. Pero no barcas nuevas, sino roñosas, rotas, cargadas de piolines para pescar, llenas de escamas; algunas con las tablas hendidas, aseguradas con parches de madera clavados; otras parecían fabricadas con restos inservibles de cajón de querosén y en el interior, tendidos a lo largo sobre la ropa, hombres que dormían.

Esta plazoleta de agua estaba cerrada a los cuarenta metros por dos brazos de piedra, que dejaban una abertura de algunos pasos. Por allí entraban y salían las chalupas.

Y me acordé de los pescadores de perlas, de La Perla Roja. El mismo rincón de la novela de Salgari, la misma mugre cargada de un hedor penetrantísimo, cáscaras de bananas y tripas de pez. De pie, junto a las piraguas –no merecen otro nombre– había ancianos barbudos, descalzos, mulatos, roñosos, rojizos, componiendo lentamente una red, raspando con un cuchillo la quilla de sus embarcaciones, acomodando cestos de mimbre amarillo con una tagarnina entre los labios hinchados como leprosos.

Charlaban entre sí. Un cafre canoso con facha de pirata, barba rala, el pecho de chocolate, le decía a un muchacho amarillo que apretaba el extremo de la red, con los sucios pies desnudos, contra el suelo: “Toda a forza que ven de acima, e de Deus...” (Toda fuerza que viene de arriba es de Dios).

QUIETUD No sé si serán desdichados o no. Si pasarán hambre o no. Pero estaban allí bajo el sol que hacía fermentar la suciedad de sus embarcaciones y la propia, y los pescados destripados en las cestas, como si se encontraran con el paraíso prometido a los hombres de buena voluntad y simple entendimiento.

Sin hacer barullo, sin molestarse ni molestar a nadie, indiferentes. El sol era tan dulce para el que tenía sobretodo como para el que estaba desnudo porque en verdad hacía un calor como para andar desnudo y no de sobretodo.

Una brisa suave movía el agua de aceite gris al acuarela. Me senté en un pilarcito de piedra y quedéme mirando. La plazoleta de agua bien podría situarse en el Africa, en Ceilán o cualquier rincón de Oriente. Y aunque negros, agua y pescado despedían olor a salazón insoportable, sé que cualquiera de los que me leen se hubiera apretado apresuradamente las narices al tener que estar allí; pero yo permanecí mucho tiempo con los ojos fijos en el agua, en las piraguas rotas, pobres, remendadas. De la plazoleta acuática emanaba una sensación de paz tan profunda que no se puede describir... Hasta llegué a pensar que si uno se arrojaba al agua y tocaba fondo podía encontrar la perla roja....

* Aguafuertes cariocas. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2013.

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Homenaje en Buzios a los pescadores, como los que impresionaron a Roberto Arlt.
Imagen: Graciela Cutuli
 
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