turismo

Domingo, 17 de noviembre de 2013

SANTA CRUZ. TREKKING EN EL CHALTéN

Escalera al hielo

Una excursión en el día desde El Calafate a El Chaltén por la RN40, para caminar sobre el hielo bajo la sombra intimidante de la cuchilla de granito del cerro Fitz Roy. Un sencillo descenso a una surrealista cámara natural de hielo, en lo profundo del glaciar Viedma.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Una cosa es ver cubitos en un vaso de agua, o incluso una barra de hielo. Pero otra muy distinta es caminar sobre miles de toneladas de hielo en un glaciar. Es allí donde se tiene, por primera vez, la sensación de haber conocido el hielo. Como lo sintió el legendario coronel Aureliano Buendía, quien “frente al pelotón de fusilamiento... había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

La sensación de conocer el hielo atrae a miles de viajeros de todo el mundo, que vuelan hasta el extremo sur del continente con ese fin. Una vez en El Calafate tienen dos opciones: hacer el trekking sobre el hielo allí o en El Chaltén.

La experiencia entre hacerlo en un lugar u otro es bastante similar, así como el precio. Pero cada vez más personas optan por una excursión en el día hasta El Chaltén para caminar allí sobre el hielo, ya que de paso conocen los paisajes de esa localidad.

Quienes visitan El Calafate y no van a El Chaltén vuelan a un lugar clave de la Patagonia, pero prácticamente no entran en contacto con la planicie esteparia de esa vasta región, ni tampoco con los bosques andino-patagónicos. Por eso conviene ir también a El Chaltén, así sea con una excursión en el día por uno de los fragmentos medulares de la Ruta 40.

La RN40 en su máximo esplendor, con los Cerros Torre y Fitz Roy de fondo.

A LA NADA La excursión desde El Calafate arranca al clarear el alba para internarse en plena dimensión esteparia. Las ráfagas de viento sacuden el vehículo y la Ruta 40 traza una recta perfecta que divide la planicie por la mitad. Por los cuatro costados el paisaje es el mismo: tierra plana, un salpicado de pastos bajos y ningún árbol. Está todo a la vista pero no hay nada para ver, apenas una línea de asfalto que se desenrolla delante del parabrisas cruzando el infinito y continúa por el espejo retrovisor.

A mitad de camino está el histórico Parador y Hotel de Campo La Leona, donde hacemos un alto en el camino. Allí asistimos a un iniciático amanecer patagónico –que es una experiencia en sí misma– con el primer rayo del sol iluminando el río Leona que rebota luego en el frente del parador.

El edificio de La Leona fue levantado con ladrillos de adobe y techo de chapa, allá por 1894, por una familia de inmigrantes daneses. Funcionaba entonces como pulpería y almacén de ramos generales, el único negocio en su tipo en muchos kilómetros a la redonda. Igual que hoy. Nosotros desa-yunamos un café con alfajores de maicena, pero allí iban a beber vino y ginebra los peones de las estancias de la zona, quienes no pocas veces terminaron a los cuchillazos entre sí.

El parador está junto al río en el mismo lugar donde, en 1877, el Perito Francisco Moreno quedó malherido por el ataque de una “leona”, una hembra de puma en la jerga local. Entre los huéspedes famosos habrían estado Kid Sundance, Butch Cassidy y Etta Place en su huida tras asaltar el Banco de Londres y Tarapacá de Río Gallegos. Y también el padre D’Agostini, un cura aventurero que a comienzos del siglo XX exploraba y escalaba montañas desconocidas. El episodio más funesto del parador fue en tiempos de la Patagonia Trágica, cuando numerosos peones fueron apresados en La Leona y fusilados junto al río.

Bajo un alero del glaciar, una cámara helada genera una impresión de genuino surrealismo.

HACIA LA ERA DEL HIELO Unos kilómetros antes de llegar a El Chaltén aparece al final de la ruta uno de los paisajes más imponentes de la Patagonia: el macizo de piedra con filosos picos nevados donde sobresalen el Fitz Roy y el Torre, en cuya cima Werner Herzog filmó el dramático y espectacular final de Grito de Piedra, musicalizado con La Muerte de Isolda de Richard Wagner.

A las tres horas de viaje llegamos a El Chaltén en una mañana radiante. Todavía tenemos un rato para caminar por sus escasas calles con casas de techo a dos aguas, a la sombra intimidante de la cuchilla de granito del Fitz Roy, con sus 3448 metros. El pueblo está en medio de un valle glaciario que semeja un anfiteatro de piedra rodeado de picos nevados.

Un micro mayor nos lleva ahora hasta orillas del lago Viedma para navegar en un catamarán con terraza y ventanales panorámicos hasta el glaciar. La navegación arranca bajo un cielo diáfano y al rato aparecen los primeros témpanos. Uno de ellos triplica el tamaño de nuestra embarcación con su bloque de hielo, que se reproduce tres veces más debajo del agua.

Hay témpanos con forma de hongo y están los que parecen un submarino que se insinúa apenas en la superficie del agua con su periscopio. Uno sumergido asoma un triángulo como la aleta de un tiburón, y otro tiene cráteres como la superficie lunar. Algunos se acercan ocultos con el sigilo de un cocodrilo y está el que parece un barquito de juguete a la deriva.

A lo lejos aparece el frente del glaciar Viedma, esa gran muralla blanca agrietada de 2,5 kilómetros de ancho. Y hay conmoción en el barco: todos suben a la terraza. Ya cerca vemos que los bloques de hielo caen irregularmente para convertirse en témpanos, mientras la muralla se derrumba y se regenera todo el tiempo sin terminar nunca de caer. Detrás de un caos de fulgores blancos, el glaciar se pierde zigzagueando como una lengua de hielo. Y es hacia allí donde todos queremos ir, impulsados por el magnetismo resplandeciente del hielo.

Luego de una hora y media de navegación desembarcamos para caminar (quienes no desean hacerlo regresan de inmediato con el catamarán, también felices por el espectáculo). Con los grampones de hierro bajo las botas partimos en un grupo de 15 personas en fila india. Pero los primeros pasos de robot son algo torpes, con las dentadas suelas clavándose en el hielo.

El glaciar Viedma mide tres veces y medio lo que la ciudad de Buenos Aires y es el mayor de la Argentina. El aspecto más fascinante de su superficie es la irregularidad. Cada metro cuadrado es distinto del otro y surgen a cada paso extrañas formaciones. La sensación es la de atravesar un sinuoso laberinto con lomadas de hielo y filosos picos que forman pirámides casi perfectas. Pero de repente se abren a nuestros pies grietas de 40 metros de profundidad, al fondo de las cuales corren arroyos virginales con el agua más pura que pueda existir.

Al rato de caminar sobre el paisaje sonoro del glaciar nos acostumbramos al eco permanente de pequeños y grandes estallidos que parecen tiroteos lejanos y atronadores cañonazos. Al fondo de la gran masa congelada parecen ocurrir violentas tempestades con remansos de paz, cuando se oye sólo el rumor del agua y el silbido del viento cortado por las puntas del hielo.

Cuando nos adentramos más en la dimensión blanquecina, se ve hielo a los cuatro costados hasta el infinito. Y nos invade la sensación de estar avanzando, a paso firme, hacia los confines de un mundo blanco que encierra los misterios más recónditos de la Patagonia.

Luego de una hora de caminata tranquila regresamos al punto de partida. Pero antes bajamos a un alero del glaciar para entrar, como por un boquete, a una cámara azul y luminosa de puro hielo que parece un cielo congelado al alcance de la mano. Allí dentro tocamos literalmente ese frío cielo con las manos y hasta asomamos la cabeza en un hoyo que se abre por encima de nosotros, como un buzo emerge del agua en un túnel submarino.

A la salida de esa surrealista sala helada que nos sumerge en la Era del Hielo, los guías nos esperan con un Baileys on the rocks, enfriado con hielo del glaciar.

Un galeón celestial de traslúcidas paredes avanza por las aguas diáfanas del lago Viedma.

FINAL WAGNERIANO Un nuevo catamarán viene a buscarnos y lo abordamos todavía en estado de gracia. Zarpamos y a nuestras espaldas el Viedma parece brillar con luz propia, encendido con los rayos oblicuos del atardecer. Sus puntas de aguja parecen cúpulas de catedrales transparentes chisporroteando a pleno sol. Y la gran muralla blanca trasluce entre unas hendijas sus entrañas azules.

Todo es paz y contemplación cuando un tremendo “crac” interrumpe de repente ese nirvana y una columna de hielo de 50 metros se desprende del glaciar, cae en cámara lenta hacia adelante como un árbol, se hunde completamente en el lago y emerge con la violencia de un submarino, convertida en témpano. En unas horas ese galeón celestial con traslúcidas paredes se perderá en la lejanía, siguiendo el trazo perenne de nuestra estela en el lago.

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Paredes de hielo del tamaño de un edificio de cinco pisos se desploman sobre el lago.
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