turismo

Domingo, 29 de diciembre de 2013

BRASIL. FIN DE AñO EN RíO DE JANEIRO

El abrazo de Guanabara

A horas del Reveillon, cuando Río de Janeiro explota de fuegos artificiales y gente en las playas, una visita a la ciudad que envuelve con el abrazo del Cristo Redentor y deslumbra con la espectacular vista desde el Pan de Azúcar. La “ciudad maravillosa”, vista desde lo alto de los morros y a la altura de sus playas.

 Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Todo lo que natura puede dar, parece haberlo volcado sobre la espectacular bahía de Guanabara, donde se levanta Río de Janeiro. La flor en el ojal del imperio portugués, la única colonia de las Américas que terminó siendo sede de la Corte mudada desde Europa, la fascinante Río de los morros y el mar, puede aspirar sin temores a una estrella en el cielo de las ciudades más bellas del mundo. También es una ciudad de contrastes que nadie oculta: están allí, pegados como están pegados los barrios más caros a las favelas más pobres. Y sin embargo, Río respira alegría de vivir, porque la naturaleza exuberante se escapa por todos sus rincones y la cubre como las olas del mar cubren la playa y el manto de la selva se expande sin obstáculos sobre las laderas de sus montañas.

Pocos días atrás, la capital turística de Brasil –que dejó de ser capital política a manos de Brasilia cuando Juscelino Kubitschek inauguró en 1960 la futurista nueva ciudad diseñada por Lucio Costa y Oscar Niemeyer, desde entonces sede de los poderes políticos– celebró la llegada del turista internacional número 6 millones. Y lo hizo en el nombre de una viajera argentina que fue, sin saber que sería premiada por la suerte, la primera en comprar un vuelo en el avión procedente de Buenos Aires elegido como representante de ese número que simboliza el crecimiento turístico brasileño. “La elección de ese vuelo –dice Flavio Dino, presidente del Embratur, el organismo de promoción turística de Brasil– no es casual: la Argentina es el primer emisor de visitantes hacia Brasil, con 1,7 millón de personas anualmente. A la Argentina le siguen Estados Unidos, Alemania, Uruguay e Italia.” Los 6 millones es una cifra aún pequeña comparada con el impresionante movimiento turístico interno que tiene Brasil: 60 millones de personas viajaron durante 2012. Pero está creciendo, y en 2014 espera –de la mano del Mundial de Fútbol– una cifra cercana a los 7 millones de visitantes, para tocar los 10 millones en 2017.

El escenario de la llegada del vuelo “6 millones”, con cámaras y show de axé incluido, fue el aeropuerto Tom Jobim de Río. Que ya desde el nombre se diferencia de tantos otros que homenajean a políticos o pioneros de la aviación: Río, la ciudad de la “Garota de Ipanema”, prefiere recordar al músico que puso la bossa nova en el mapa del mundo. Allí mismo, Flavio Dino detalla el avance de las obras hacia las que mira el mundo deportivo (Río será también sede de los Juegos Olímpicos en 2014, otra confirmación de la fuerte apuesta brasileña hacia los grandes eventos deportivos como posicionamiento de imagen en el mundo): seis estadios ya están terminados, tres serán inaugurados en enero y tres en marzo. No es todo: “Se creó además una delegación específica para la seguridad en la playa, se aumentó un 20 por ciento la oferta de hospedajes y se está trabajando en un nuevo plan de vuelos que aumente la disponibilidad y la competencia, para bajar los costos”. Todo está casi listo, y Río parece confirmarlo en un día resplandeciente, con su árbol de Navidad de 85 metros –una obra de arte de la luz– ya encendido en medio de la laguna Rodrigo de Freitas, que se abre en medio de la ciudad. Todo un record, certificado por el Guinness como el árbol navideño flotante más alto del mundo, que sigue iluminado hasta mediados de enero.

El bondinho de panorámica vista que va del Urca al Pan de Azúcar, un clásico carioca.

RUMBO AL CORCOVADO Para el que llega del llano, Río de Janeiro es sorprendente y hermosa por su propio relieve. Sobre su costa, que suele tener cierta misteriosa bruma flotando sobre el mar, se elevan los morros que crearon leyendas en tiempos de la navegación a brújula y estrellas. Y a sus espaldas, la selva y las montañas se unen en un solo abrazo de desbordante naturaleza. Para tener una visión de conjunto, la primera visita es al símbolo de la ciudad, al icono que la identifica en todo el mundo: el célebre Cristo del Corcovado, una obra monumental inaugurada en 1931 sobre una elevación de 710 metros, con vista privilegiada sobre toda la ciudad. Cuesta pensar que alguna vez no estuvo allí, hasta tal punto está identificada con la imagen de Río, replicada en miles de fotos aéreas, en filmaciones y hasta en animaciones 3D espectaculares como la del film Río.

Llegamos justo para abordar el último tren que sale hacia el Cristo, a las cuatro de la tarde. Subimos al vagón y nos acomodamos de espaldas hacia la subida, que se anuncia bien pronunciada: con nosotros, un grupo de brasileñas que visitan Río por primera vez –son parte de la nueva ola del turismo interno– aplauden con entusiasmo y se sacan fotos en todos los ángulos. Mientras el vagón traquetea en la subida con un ruido metálico, la selva desfila ante nuestros ojos y se transforma en el único paisaje. “Antes se podía subir en auto, pero ahora sólo se puede en este funicular del Corcovado o en las camionetas que se contratan en la estación”, cuenta André Quintela, el guía que nos acompaña durante la visita a Río y nos lleva hacia el ascensor que sube al Cristo. Flota en el aire un aroma a lluvia, mientras subimos dos tramos de escaleras mecánicas con el impresionante Cristo a nuestras espaldas: al pie de la estatua, la explanada es una romería. Y eso que es el atardecer y ya no hay tanta gente, ni hay que pelear el espacio para una foto. “La” foto, la que todos se sacan al pie del Cristo, imitando su postura con los brazos abiertos, como si quisiera abrazar el paisaje que se abre a sus pies. El panorama es espectacular, una muestra de la pincelada divina que es Río de Janeiro: mientras las luces de los barcos en la bahía se encienden a lo lejos, iluminando el mar como si fuera un cielo estrellado, el Pan de Azúcar muestra enfrente su escarpada silueta y los recién llegados juegan a adivinar dónde está cada parte de Río que han oído nombrar. Por supuesto, el disco oblongo y blanco del Maracaná es una de las celebridades que todos apuntan con el dedo. Una llovizna muy suave empieza a caer, cuando la puesta del sol indica finalmente que es hora de desandar los pasos y bajar del Corcovado, aunque cueste despedirse de este paisaje de ensueño que alguna vez fascinó también a Charles Darwin en su paso por las costas sudamericanas. El naturalista inglés, que estuvo un tiempo estudiando la naturaleza local desde una casa situada justo en la base del Corcovado, quedó maravillado por la naturaleza rocosa del cerro, la densa lluvia de sonoridades hasta entonces desconocidas para él, la abundancia de mariposas e insectos luminosos, y el paisaje nuboso y húmedo que caracteriza a la bahía. No fue el primero, y sin duda tampoco fue el último.

El helicóptero despega para sobrevolar, a lo largo de 12 minutos, las playas y morros de Río.

A VUELO DE PAJARO Por la noche, la llovizna tímida del Corcovado se transformó en una tormenta violenta de esas en las que el cielo se viene abajo sobre todo Río. Pero al día siguiente amanece como si nada hubiera pasado: sólo un rastro de mar agitado y espumoso permite adivinar la furia de los elementos. Aprovechamos entonces el cielo despejado para ir hacia el Pan de Azúcar, ese morro nacido en medio del mar que es el otro sello de Río de Janeiro, que mira hacia el Corcovado y parece formar con él un puente invisible sobre la ciudad. Todavía no empezó la temporada alta, cuando el funicular sale cada cinco o seis minutos para responder a la impresionante demanda: por ahora, cada bondinho sale cada 20 minutos, su ritmo normal. El complejo Pan de Azúcar está formado en realidad por dos cerros, el Morro de Urca –el más bajo, de 224 metros– y el Pan de Azúcar propiamente dicho, de 395 metros. Entre los dos circula el teleférico. Toda la instalación, que ya tiene un siglo, está siendo renovada para hacer posible el acceso a las personas con problemas de movilidad.

Al llegar a la cima nos quedamos un rato junto al balcón contiguo a la plataforma desde donde despegan los helicópteros que llevan para un vuelo panorámico de Río. La vista es espectacular: ya no sabemos si preferimos el panorama desde aquí o desde el Corcovado, porque la elección se hace reñida. Pero, finalmente, el desempate lo pondrá el helicóptero: en un vuelo de doce minutos, que se eleva sobre las playas y rodea el Corcovado, Río regala paisajes sencillamente maravillosos del mar azul de Ipanema, Copacabana y Leblon extendido frente a las franjas de arena dorada, de sus morros cubiertos de una alfombra compacta de densa selva, de sus bahías jalonadas de pequeñas embarcaciones y la laguna rodeada de edificios que se abre en medio de la ciudad. Tres pasajeros vamos a bordo del helicóptero: tres espectadores embrujados por la ciudad, esta Río maravillosa que es un “jardim florido de amor e saudade, terra que a todos seduz”.

Pero lo breve es bueno, y si el vuelo es corto, resulta tan intenso que parece haber durado el doble. Después tenemos que bajarnos, ya nostálgicos de esa vista increíble, y nos quedamos un rato más disfrutando del placer de tomar algo fresco en la explanada de doble balcón que da hacia la bahía. A la salida, un museo pequeño pero bien puesto cuenta la historia del funicular, explica su funcionamiento, exhibe algunas de las máquinas más antiguas y expone algunos souvenirs antiguos de Río de Janeiro.

Como bien vale un descanso para la vista después de tanta belleza, hacemos un alto en el restaurante Zozó –un buffet al pie mismo del Pan de Azúcar– y luego nos internamos por un sendero selvático: es la pista Claudio Coutinho, en el Monumento Natural dos Morros do Pão de Açucar e da Urca, que está abierta entre las seis de la mañana y las seis de la tarde, y se encuentra bajo protección militar. Mientras se va subiendo, queda a la derecha la bonita Praia Verme-lha, con sus arenas rojizas, y una escuela infantil donde los chicos tienen su propia huerta. “Las rocas de los morros –explica André, señalando una gran piedra fracturada a un lado– son de granito, un material que se quiebra y se desmorona. Esta aquí no estaba hace un tiempo, es un paisaje en constante transformación.” De pronto nos distrae de sus palabras el paso rápido de un monito de cola rayada, el mico estrela, que se aproxima curioso a ver si tiene suerte y hay comida. Como es el primero, le cae encima una lluvia de fotos, pero ni siquiera se inmuta: más adelante nos esperan otros igualmente ávidos de una golosina, algunos llevando pequeñísimas crías a la espalda. Estos monos son sólo una de las especies que se pueden ver en el sendero del morro: hay lagartos verdes, hay víboras coral (pero en realidad esperamos no encontrarlas), hay murciélagos, sapos, tatús galinhas, y las maravillosas borboletas (mariposas) azules que revolotean raudas, dejando en el aíre un destello fulgurante y fugaz como el de las hadas. Esta reserva protege, de hecho, una porción de mata atlántica, un tipo de selva que atraviesa todo Brasil y que tiene en realidad más variedad que la Amazonia.

Llenos de naturaleza, dejamos atrás el sendero y antes de regresar a Ipanema, donde estamos alojados, pasamos por el precioso barrio de Urca, sobre la bahía de Guanabara, donde nos enteramos de que vive Roberto Carlos, “O Rei”, y no resistimos la tentación de buscar la casa –contigua a una iglesia muy bonita y célebre por sus azulejos– para sacarnos una foto. “Urca” significa “urbanizaciones cariocas”, y es un barrio de casonas elegantes, pero discretas, entre calles arboladas donde no se ven los alambres de púa que protegen otras zonas de la ciudad. Es un barrio relativamente nuevo, donde antes sólo había roca. La costumbre local es ir a un bar, comprar cerveza y acodarse sobre la costa para mirar el mar, en el lugar desde donde salen los paseos en barco a la isla que se encuentra justo enfrente. Un rito que hay que cumplir entonces durante un paseo por Río, lo mismo que el paseo por la Escalera de Selarón, en el barrio de Santa Teresa, célebre por haber aparecido en películas, videoclips y filmaciones del mundo entero. La escalera, siempre llena de turistas, fotógrafos y curiosos, fue decorada por el artista plástico chileno Jorge Selarón a partir de los años ’90 y aunque el artista murió poco tiempo atrás, su obra de 125 metros y 215 escalones, enteramente revestida en cerámicas de predominante rojo, sigue en constante renovación.

Finalmente, nuestra tarde termina en el Forte de Copacabana, que tiene una vista espectacular –una vez más, Río es una ciudad de panorámicas increíbles– sobre toda la bahía. Hay quien visita el Museo del Fuerte, con sus cañones y sus armas antiguas, y quien simplemente se sienta a disfrutar sobre la costanera, mirando a quienes practican stand up paddle o tomando un café en el distendido ambiente que propone una sucursal de la célebre confitería Colombo, cuyo precioso local original está en el centro histórico de Río. El día parece infinito, extendido en un flotante limbo donde las horas transcurren a un ritmo propio, y sin embargo, está a un paso la variopinta, alegre y no menos infinita noche de Río, en estos días iluminada por el espectacular árbol de Navidad levantado en medio de la laguna, y animada por la música que forma constantemente la banda sonora de Brasil. En Año Nuevo, a horas del Reveillon, y todo el resto del año que está por venir con su Carnaval y su Mundial, siempre bajo el abrazo del Cristo Redentor.

El árbol de Navidad flotante más alto del mundo se levanta hasta mediados de enero.

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La estatua del Cristo Redentor sobre el Corcovado, la postal de Río al mundo.
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