turismo

Domingo, 19 de enero de 2014

SALTA Y JUJUY. PUEBLOS DE LA PUNA

Los colores de la soledad

Un viaje por la bella desolación de la Puna, esa vasta región casi deshabitada del Noroeste argentino donde la vida late con especial intensidad. De pueblo en pueblo, un recorrido por Salta y Jujuy visitando Iruya, Susques, San Antonio de los Cobres, Tolar Grande, Casabindo y La Quiaca.

 Por Julián Varsavsky

La Puna es un paisaje de extremos. En un mismo día de verano puede haber 34 grados a las tres de la tarde y -10 grados a esa misma hora de la madrugada. Su densidad de población es de 0,3 habitantes por kilómetro cuadrado, una de las más bajas del mundo. Porque las condiciones de vida son duras: casi no hay agua, sombra ni árboles frutales (ni de ningún tipo). Hay poco oxígeno pero abunda el viento. Y como en todo desierto que se precie, el polvo vuela a diestra y siniestra la mayor parte del día. Es muy difícil estar limpio en la Puna, al menos bajo el parámetro urbano de que llevar polvo de la tierra en el cuerpo y en la ropa es estar sucio.

La luz eléctrica también es un bien escaso, según el lugar. La modernidad del siglo XXI en general llega a cuentagotas –aunque nadie se hace mucho problema por eso– y la religiosidad popular andina perdura bajo la forma de un sincretismo en el que se superponen los ritos en honor de la Pachamama y las fiestas católicas. La vida del puneño parece transcurrir, sin embargo, con bastante alegría y tranquilidad. Como en el chiste muy oído en la zona sobre ese pastor que cuidaba sus ovejas junto a la ruta y se puso a charlar con un viajero de la gran ciudad: “¿Y por qué no pide un préstamo para comprar cinco nuevas ovejas?”, le preguntó el viajero. “¿Y pa’ qué?”, dijo el puneño. “Para que produzca más lana y con ese dinero comprar más ovejas y producir más lana”, respondió el forastero. “¿Y pa’ qué?” “Para que de esa manera pueda ahorrar y tener un terreno propio donde pastorear.” “¿Y pa’ qué?” “Para que al aumentar las ganancias pueda un día irse de viaje y pasarse dos semanas recostado a la sombra de un árbol, sin ninguna preocupación.” Y con esa calma de la Puna, el pastor contestó: “¿Y... qué estoy haciendo ahora?”.

La iglesia varias veces centenaria de Iruya se entrevé por fin al final del camino.

IRUYA, AL FINAL DEL CAMINO Nuestro viaje a la Puna arranca en la Quebrada de Humahuaca, donde la RN 9 comienza a subir buscando esa altiplanicie muy sólida que casi no se quebró con la fuerza de los Andes, y se elevó más bien plana hasta los 3500 metros.

Pasamos de largo la famosa quebrada porque el objetivo de este viaje es ese otro submundo del noroeste que es la Puna. En Salta y Jujuy las zonas de valles –a diferencia de la Puna– son más verdes, están un poco más pobladas y mejor conectadas con “el resto del mundo”. Esa geografía determina otros modos de subsistencia, donde la vida resulta menos extrema. Y como resultado la cultura es también diferente. Vallistos y puneños son en el noroeste personas que se reconocen muy diferentes entre sí, aunque para un foráneo parezcan más o menos lo mismo.

Al abandonar la Quebrada de Humahuaca también se acaba el pavimento y la ruta pasa a ser de ripio en buen estado (a veces se corta por unas horas en verano por las lluvias). El camino sube hasta los 4000 metros en el Abra del Cóndor, justo en el límite entre Salta y Jujuy, y comienza a bajar en zigzag. Los vivos colores de los cerros se encienden y a lo lejos proliferan pircas rectangulares y circulares. De tanto en tanto se ven manadas de llamas, cabras y ovejas con su pastorcito atrás.

Hasta Iruya recorremos 19 deslumbrantes kilómetros en los que después de cada curva uno espera encontrarse con la famosa iglesita de 1753. Pero siempre falta una vuelta más. Hasta que finalmente aparece, iluminada por el sol, en la parte baja de un valle muy cerrado que es como un anfiteatro descomunal con gradas multicolores. En el medio –la parte más baja del valle– pasa un río, así que el único lugar para las casas es la ladera misma de las montañas.

Iruya tiene el encanto de un pueblito que perdura más o menos igual que en los últimos 100 o 200 años. Sus callecitas inclinadas sobre la ladera tienen un orden irregular y su empedrado no está preparado para autos sino para caminantes y jinetes. Por eso las calles son muy angostas y, si dos autos se encuentran de frente, uno tiene que retroceder hasta la esquina para dejar pasar al otro.

Desde Iruya hacemos un trekking de varias horas por la montaña para visitar el pueblito de San Isidro. En el camino recuerdo un diálogo, al cruzarme con una nena que baja de su casa en lo alto de un cerro con su hermano y dos burritos muy cargados. Van camino a Iruya, a hacer “unos mandados”. Estamos sobre el lecho arenoso de un río seco al pie de una altísima quebrada, y es ella la que pregunta: “¿Vos tenés ovejitas allá en Buenos Aires?”. “No, yo no.” “¿Y tampoco tenés cabritos allá?” “No, tampoco.” “¿Y no tenés dónde sembrar?” “No, en la ciudad no hay dónde.”

“¡Entonces sos muy pobre vos!”

El paisaje interplanetario e infinitamente blanco de las Salinas Grandes.

HACIA LAS SALINAS Iruya pertenece a Salta, pero la única forma de llegar es a través de Jujuy. Así que dos días después descendemos otra vez a la Quebrada de Humahuaca hasta el pueblito de Purmamarca con su cerro Siete Colores, donde comenzamos a subir otra vez para regresar a la Puna, esta vez al sector jujeño.

Allí tomamos la RN 52 por la Cuesta de Lipán, caracoleando a través de un camino de cornisa hasta los 4170 metros. A los costados del asfalto las llamas pacen en libertad y los cardones abren sus brazos de candelabro alcanzando los cinco metros de altura.

A partir del Abra de Lipán –el punto más alto de la ruta– comenzamos a descender hacia la Puna y aparecen los primeros caseríos de adobe con paneles solares en los techos. Cada tanto un sendero raya la montaña y vemos a algún poblador perdiéndose en la lejanía con sus burritos cargados de víveres.

El asfalto de la RN 52 es excelente y con la altura desaparece casi todo atisbo de vegetación. Hasta que, tras una curva, se abre la planicie radiante de las Salinas Grandes, derramándose como un mar de sal hasta donde llega la mirada. Hemos reingresado en la Puna.

Pero antes de cruzar la salina doblamos a la izquierda en el cruce con la Ruta 40 para ir a pasar la noche a San Antonio de los Cobres. Este pueblito de la Puna está a 3775 metros sobre el nivel del mar y habría sido creado en el siglo XVII por indígenas atacamas que huían de los españoles. La mayoría de sus 5000 habitantes son aborígenes y viven de una economía basada en el pastoreo, una trabajosa agricultura en andenes de cultivo, los tejidos de lana barracán y la minería. La feria artesanal es la más importante de la Puna.

Por las calles de tierra y arena del pueblo casi no circulan autos. El silencio es total y como para evitar profanarlo, sus habitantes hablan en susurros.

Una feria de La Quiaca, donde todavía funciona a veces la ley del trueque.

A TOLAR GRANDE Desde San Antonio de los Cobres subimos aún más alto en la Puna en busca de Tolar Grande. Este poblado perdido en la altiplanicie de la cordillera de los Andes está en uno de los rincones más recónditos de la Argentina, con sus 256 habitantes viviendo a 3500 metros de altura.

Camino a Tolar Grande pasamos por el Salar de Pocitos –una planicie perfecta totalmente blanca– y por la Recta de la Paciencia que atraviesa la nada. En el laberinto geológico de Los Colorados, el camino caracolea a lo largo de 20 kilómetros entre unos cerritos rojos de punta redondeada. Luego el paisaje se abre en una nueva planicie, en este caso totalmente roja: es el Desierto del Diablo. Estamos en una extensión del desierto de Atacama y el paisaje cobra aquí ribetes interplanetarios, donde pareciera que el mundo que nos rodea es un planeta rojo sin indicios de vida.

La última parada antes de Tolar Grande es en el mirador del Llullaillaco, ese volcán de 6739 metros donde se encontraron tres famosas momias incas, niños ofrendados al sol que se exhiben en el Museo Arqueológico de Alta Montaña (MAM) en la ciudad de Salta.

La excursión más asombrosa que hacemos desde Tolar Grande es al Cono de Arita, una pirámide natural casi perfecta que se levanta inexplicable en medio de un salar. En el camino hacia el cono atravesamos el Salar de Arizaro, cuyos 5500 kilómetros cuadrados lo convierten en el tercero más grande del continente.

Luego de dos noches en Tolar Grande regresamos a San Antonio de los Cobres para desandar el tramo de la Ruta 40 que habíamos hecho y retomar la RN 52. Y, ahora sí, cruzamos la inmensa planicie blanca de las Salinas Grandes.

Al dejar atrás la salina nos desviamos a la izquierda en la RN 52 para visitar el pintoresco pueblito de Susques, a 3896 metros de altura. Sus casas de adobe están al fondo de una pequeña hoya rodeada de mesetas y las calles son de tierra.Llegamos al mediodía y Susques parece desierto. El atractivo principal es una pequeña iglesia de adobe del siglo XVI. La iglesia Nuestra Señora de Belén de Susques tiene un muro perimetral con un arco de entrada que, al igual que los techos de la iglesia, está cubierto con una “torta” de arcilla y paja. Por dentro, tiene vigas de cardón unidas con tientos y el piso es de tierra.

Desde Susques desandamos un trecho de la RN 52 para tomar la RP 75 hasta la RP 11, que nos lleva a Casabindo. En este pueblito de casas de adobe sobresale una desproporcionada iglesia blanca conocida como La Catedral de la Puna. Desde Casabindo seguimos hacia el norte por rumbo a La Quiaca por la RP 11 y la RN 9.

Camino a La Quiaca los paisajes solitarios de la Puna estallan de color al pasar por las serranías del Espinazo del Diablo, una ondulada ladera de montaña con vetas de minerales longitudinales que forman un extraño degradé de colores.

Por las calles de La Quiaca el polvo remonta vuelo con facilidad y por doquier se ven cholitas con sombrero negro, coloridas polleras y un aguayo en la espalda envolviendo una guagüita dormida, un fardo de alfalfa o media docena de cueros de oveja. Pero el pueblo en sí no tiene mucho de pintoresco, salvo su iglesia de piedra.

La Quiaca es un lugar de fronteras difusas. Cruzando apenas el arbitrario límite político entre la Argentina y Bolivia, se desemboca en el pueblo boliviano de Villazón. Y si prestamos atención a la forma de hablar de las personas, el modo de vestir, el color de la piel, sus comidas y la arquitectura simple de las casas, resulta evidente que La Quiaca está más ligada culturalmente a Bolivia que a la Argentina del paradigma porteño

Desde Villazón –el pueblo más austral de Bolivia– regresamos a nuestro país por la Avenida Argentina. Ya del lado argentino, la Avenida Bolivia se interna en La Quiaca, uno de los pueblos más septentrionales de la Argentina. Al ingresar a la Argentina un cartel no exento de ironía nos dice: “Bienvenidos a La Quiaca.

Ushuaia 5121 km”.

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La iglesia de adobe de Susques parece un dibujo recortado contra el diáfano cielo puneño.
Imagen: Julián Varsavsky
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