turismo

Domingo, 16 de marzo de 2014

MENDOZA. LOS VOLCANES DE PAYUNIA

El reino mineral

Un viaje al principio del mundo: es la impresión que deja el conjunto de volcanes apagados de la Payunia, la excepcional región mendocina al este de la Cordillera, donde se encuentra uno de los mayores campos volcánicos del continente. Un mundo negro y agreste, en parte aún por explorar.

 Por Graciela Cutuli

El viaje al centro de la Tierra ya lo imaginó Julio Verne. Y aunque lo empezó en Islandia, bajando por el cráter del volcán Snaefellsjökull hacia las entrañas de nuestro planeta, también lo podría haber imaginado en las remotas tierras de la Payunia, un conglomerado de volcanes extinguidos al este de los Andes, un reino negro y mineral que lleva en un pasaje sin escalas hasta el comienzo del mundo.

En este curioso lugar, menos es más. No hay paisajes exuberantes, ni infinitos colores, ni despliegues naturales de fauna y flora. Lo que hay es mínimo, concentrado, puro como en aquellos tiempos geológicos en que esta región hoy silenciosa era lo más parecido al infierno en la Tierra. Conocerla es una experiencia que no se parece a ninguna otra, como abrir la puerta hacia los raros lugares del mundo que conservan la memoria de una era extinguida.

Algunas plantas adaptadas a la aridez del ambiente crecen sobre la fina piedra basáltica.

EL PLANETA NEGRO El principal punto de ingreso a este enorme campo que protege unas 450.000 hectáreas sobre la precordillera mendocina es al sur del pueblo de Bardas Blancas. Aunque pequeña, esta localidad sobre la RN40, unos 65 kilómetros al sur de Malargüe, es bien conocida de los turistas: desde aquí se puede tomar la ruta que cruza a Chile por el paso Pehuenche, y salen también las excursiones a la Caverna de las Brujas. Sólo se puede ingresar a la Payunia con guías autorizados por la Dirección de Turismo de Malargüe, porque la excepcional fragilidad del paisaje requiere un extremo cuidado de los sitios por donde transitar. Además, la interpretación de los panoramas se enriquece de la mano de un buen conocedor del terreno, traductor de las señales que fueron dejando las eras geológicas sobre la superficie del planeta. La distancia recorrida y las precauciones que haya que tomar valen la pena ante la vista de este sitio que se puede leer como un libro abierto, cuyas primeras páginas están moldeadas por el Payún Liso y el Payún Matrú, tal vez los dos volcanes más conocidos del área protegida.

La Payunia nació como reserva en los años ’80 para preservar el área de la explotación petrolera, pero se sigue avanzando en las intenciones de conservación: tiempo atrás se la postuló para ser declarada Patrimonio Natural de la Humanidad por la Unesco, sobre un área de 36.000 kilómetros cuadrados conocida como Campos Volcánicos Llancanelo y Payún Matrú. Aunque no con acuerdo absoluto: días atrás, la prensa mendocina reportó la iniciativa de un grupo de puesteros que quedaron incluidos en el área de amortiguación de la reserva y se oponen a la declaración de la Payunia como Patrimonio Natural, reclamando, en cambio, medidas para mejorar la producción ganadera y las rutas, entre otras cuestiones vinculadas con el uso no turístico aledaño a esta zona excepcional.

Mientras tanto, los volcanes no cambian su inmutable fisonomía: sólo un cataclismo podría generar algún cambio perceptible para el hombre en este lugar puramente mineral, cuyos tonos grises, negros y a veces rojizos contrastan con un cielo siempre despejado, siempre puro, como en el alba del mundo. Sin embargo, el paisaje revela que la calma no fue siempre tal: aquí y allá van apareciendo las coladas de basalto, los conos volcánicos, los arenales piroclásticos que revelan una actividad tan intensa como antigua, cuando el interior del planeta hervía y salía a la superficie rabiosamente por las bocas de los más de 800 volcanes que se concentran en la Payunia. Un nombre curioso, que deriva del término pehuenche “payén”, es decir, el sitio donde hay mineral de cobre.

Cada color se corresponde con algún resto mineral, cada surco tiene una explicación en este gran libro petrificado. Se lo puede apreciar perfectamente desde la Pasarela, un puente levantado sobre un cañón de basalto atravesado por el río Grande. Del otro lado del puente queda alguna señal de la vida vegetal, en la forma de matas de jarillas amarillentas. Un poco más allá, las cimas de algunos volcanes no muy altos se dejan ver en el horizonte: como los demás, están extinguidos, aunque los expertos aseguran que nunca un volcán se puede dar por totalmente apagado.

Rojo y negro, los colores de este mundo que aspira a ser Patrimonio Natural de la Unesco.

CAMPOS DE LAVA Algunas de las más antiguas expresiones volcánicas son las que se ven en la forma de “pampas negras”, una suerte de arenales formados por lluvias de arena basáltica, o lava fragmentada, que se conoce como “lapilli”. En otro sector de la Payunia, el Campo de Bombas es un yacimiento de trozos de lava de alrededor de un metro de diámetro que, al salir disparadas desde el cono de los volcanes, se moldearon en forma redondeada y así se conservaron al caer sobre la superficie. También impresiona el llamado Escorial de la Media Luna, una suerte de río de lava que se extiende a lo largo de 17 kilómetros y sobre el cual se puede transitar cuidadosamente. O más que cuidadosamente, teniendo en cuenta que por aquí sólo se puede andar sobre las huellas que ya recorrieron otros vehículos, sin marcar otras nuevas, y sin alejarse del sitio que indiquen los guías, porque en este paisaje inmóvil, sin viento y sin lluvias, cada cambio está destinado a quedar marcado para siempre. Y el hombre debe irse dejándolo exactamente como si nunca hubiera llegado.

En el día entero que lleva recorrer la parte más accesible de la Payunia, los guías van haciendo algunos altos para desayunar y almorzar, hasta llegar a lo que para muchos es el mejor momento de la excursión: el acceso al cráter del Morado Norte, uno de los últimos volcanes que tuvo actividad, hace unos 700 millones de años.

El ojo observador, entretanto, habrá descubierto que la muerte aparente del paisaje no es tal. Más allá de los fósiles que revelan la pasada riqueza natural, andan por aquí guanacos que custodian el horizonte y los secretos del área intangible de la reserva. Algunos de ellos llegan desde la laguna de Llancanelo, un humedal del departamento de Malargüe que forma parte de los sitios Ramsar e integra un amplio sistema de bañados procedentes de vertientes subterráneas. Con más atención, se descubrirán también algunas lagartijas, quizás algún zorro gris: el resto anda sobre todo por los cielos, en la forma de cóndores, jotes, águilas moras y otras aves de esta zona límite entre la Patagonia y Cuyo. Otro vestigio de la vida pasada se puede conocer cerca de Bardas Blancas, donde hay un bosque petrificado que revela la exuberancia de antaño: en tiempos que ya nadie podría contar hubo aquí grandes araucarias de hasta cien metros de altura, hubo dinosaurios hoy fosilizados, hubo agua y lluvias que fertilizaron el mundo de piedra.

Los guías paran sus vehículos al borde de los campos de lava, para no dejar huellas en el paisaje.

BAJAR A LA CAVERNA Como la Payunia, también la Caverna de las Brujas se visita todo el año y es ideal para completar el paseo por la región de Bardas Blancas. De todos modos, hay que tener en cuenta que para la Payunia es mejor evitar la época de mayores nevadas, y para la Caverna la temporada de mayor demanda es el verano, cuando puede haber espera debido a que sólo ingresa un cupo limitado cada día. La gran cavidad está a más de 1800 metros sobre el nivel del mar, y forma una serie de pasadizos y galerías que se pueden recorrer –siempre con guía– a partir de los siete años de edad. No hace falta aclarar que la experiencia no es para claustrofóbicos, pero resulta apasionante: en el circuito turístico (sobre el nivel intermedio de la caverna, ya que hay otros no habilitados por estar obstruidos o resultar muy estrechos) hay estalactictas, mantos, columnas, estalagmitas, todas las caprichosas formaciones que puede ofrecer un laberinto de roca caliza oculto en los pliegues montañosos. La imaginación de los visitantes, como siempre, bautizó cada formación y cada sala con nombres sugestivos: la Sala de la Virgen, la Sala de la Estalagmita Gigante, la Sala de los Encuentros, La Gatera, la Boca del Tiburón. En total se han podido recorrer hasta ahora unos seis kilómetros de las galerías de la caverna, mucho más de lo que está habilitado turísticamente, pero este “reducto de brujas” aún no se conoce en su totalidad. Como la Payunia, demostrando una vez más que hay lugares donde la presencia agreste de la piedra y la desolación del paisaje se imponen sobre cualquier fuerza humana.

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El cráter de un volcán, extinguido hace millones de años, aparece en medio de un “campo” de conitos eruptivos.
 
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