turismo

Domingo, 3 de agosto de 2014

BOLIVIA. DE TIWANAKU A UYUNI

Leyendas de selva y sal

Gira de un extremo al otro de Bolivia para conocer las legendarias ruinas de Tiwanaku, La Paz, el Salar de Uyuni con sus hoteles de sal y la selva del Parque Nacional Madidi, durmiendo en un ecolodge gestionado por una comunidad aborigen tacana. Paisajes bolivianos de punta a punta.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Al salir del aeropuerto El Alto, en La Paz, la ruta comienza a descender por un valle en forma de anfiteatro y al fondo se ve la fisonomía esencial de la capital boliviana: por donde se mire, la ciudad está totalmente sin revocar. Dentro de una enorme hoyada, millares de casas y edificios de varios pisos que son puro bloque de ladrillo a la vista se apretujan sin fin, tiñendo el valle de un ocre unánime, desde el pie hasta la cima, sin dejar claros a la vista. Por encima, los picos nevados de los Andes desprenden un resplandor blanco.

Nuestro mayor interés en La Paz es conocer las milenarias ruinas de Tiwanaku. Y vamos hacia allí al día siguiente, atravesando otra vez la ciudad vecina de El Alto, también sin revocar.

Alrededor del centro urbano de Tiwanaku unas 50.000 personas vivían en casas de adobe, acaso no muy diferentes de las que habitan hoy los pobladores de Laja, donde nos detenemos a comprar un agua mineral.

“¿La quiere fría, señor?”, inquiere una cholita de larga falda, doble trenza y sombrero estilo borsalino.

“Sí, por favor, bien fría”, le pido.

La señora toma una botella de una caja en el suelo y estira la mano.

“Gracias –le insisto–, pero la quisiera fría.”

“Está fría, agárrela”, me dice.

“Ah, veo que recién la sacó de la heladera”, le respondo confundido al comprobar que está fría.

“No, señor, mi casa es un refrigerador”, dice dando dos golpecitos de nudillos en la pared de adobe, un aislante natural que mantiene frescos los interiores.

Una chola, con su típico sombrero, descansa sobre las calles del pueblo de Uyuni.

RECINTO ORIGINARIO Poco mestizados, los habitantes de Bolivia descienden de lo que fueron dos grandes imperios: el Tiwanakota y el Inca. Basta mirar a los ojos a los vendedores de artesanías en Tiwanaku para ver cómo aparecen sus rasgos aindiados, rasgos de gran pureza que los pintan como guardianes generacionales de aquella ciudad originaria. La ciudad de la que intentan preservar lo que quedó, luego de siglos de saqueos impunes. Para que nadie toque ni se lleve una piedra más, cholas de falda y trenza son las cuidadoras de las ruinas.

El complejo arqueológico de Tiwanaku se levanta a 3485 m.s.n.m y abarca en total 600 hectáreas. Fue construido por una cultura predecesora de los incas, que floreció durante 27 siglos (entre los años 1500 a.C. y 1200 d.C), un extenso período para un Estado americano.

Durante esos tiempos de apogeo, Tiwanaku fue capital de un imperio en el altiplano andino, cuyo eje eran los actuales Bolivia y Perú, en las orillas orientales del lago Titicaca.

El pueblo de Tiwanaku surgió hacia el año 1500 a.C. y durante su primer siglo se expandió gracias al descubrimiento del cobre para realizar herramientas de labranza e irrigación y armas de caza.

La estructura central de Tiwanaku es el complejo Kalasasaya, que consiste en un rectángulo sobreelevado de dos hectáreas con gárgolas decorativas. El interior conserva tres esculturas que son la expresión más alta del arte de cincelar la piedra en Tiwanaku. La más famosa es el monolito Ponce, antropomorfo y con finos grabados de hombres alados. En una esquina de Kalasasaya está la Puerta del Sol, un gran portal lítico cincelado con una fina decoración en un bloque unitario de piedra andesita.

Con el correr de los siglos, como todo imperio, Tiwanaku fue decayendo. El estado se desmembró hacia 1200 d.C. y la ciudad fue abandonada por razones desconocidas. Hay hipótesis de un desastre natural y se habla también de invasiones aymaras. Pero en verdad es poco lo que se sabe de los tiwanakotas, salvo que en su cosmovisión el conocimiento científico –la medicina, la astronomía y la metalurgia– no estaba separado del arte ni de la religión, conformando un todo que dependía de los dioses, que eran ni más ni menos que los elementos de la naturaleza que sostienen la vida: la tierra y el sol.

Un cerrado cañón en medio de la selva del Parque Nacional Madidi, lleno de murciélagos.

A LA SELVA Desde La Paz tomamos una avioneta hacia el norte y en una hora descendemos en las entrañas del Parque Nacional Madidi, en la Amazonia boliviana. Llegamos a Rurrenabaque y al poner un pie afuera de la avioneta nos recibe el abrazo del trópico, caluroso y húmedo, colorido y bullanguero.

El segundo abrazo es el de Wilmer Mati –guía turístico una mitad del mes, campesino la otra–, miembro de la etnia tacana, que gestiona de manera comunitaria el ecolodge San Miguel del Bala.

Pasamos del avión a la combi, y de la combi a una lancha techada larga y angosta, que a lo largo de 40 minutos cruza el río Beni hasta llegar al alojamiento, ubicado en plena selva. Cada tanto nos cruzamos con otras lanchitas que transportan a los miembros de las diferentes comunidades situadas a orillas del río.

Se entra al lodge a través de un gran comedor de madera techado con palmas. Para llegar a las cabañas hay que subir varios escalones sobre la barranca, bajo una bóveda vegetal. En este alojamiento no hay televisión, señal de teléfono, Internet, agua caliente, vidrio en las ventanas ni corriente eléctrica. Pero sí hay una densa selva que comienza a dos metros de la puerta, agua fresca de vertiente en la ducha, paneles solares para las tenues lamparitas en la noche y un mosquitero sobre cada cama.

Luego de un desayuno con frutas caminamos unos kilómetros por la selva hasta el pueblo de San Miguel del Bala, donde nos salen al encuentro las espaciadas casas de madera y palma. Aquí viven unas 47 familias que suman alrededor de 2000 habitantes (en la región hay 24 comunidades tacana, que suman 5000 personas, con su idioma propio).

Por la tarde salimos a navegar con Wilmar para desembarcar y caminar entre la maraña verde hasta un cerrado cañón de piedra surcado por un arroyo, una rareza no apta para fóbicos a los bichos: cada tanto, una gran araña aparece en la pared de roca.

Impresiona también el espectáculo de los murciélagos que habitan en la pared del cañón, en cuevas situadas dos metros por encima de nuestras cabezas. Al principio pueden asustar, pero rápidamente se percibe que su vuelo –orientado por el rebote de ondas sonoras– tiene precisión milimétrica, ya que nos esquivan magistralmente.

La inmensidad blanca refleja el cielo sobre la lisura del Salar de Uyuni.

EL GRAN SALAR Regresamos a La Paz para volar ahora hacia el sur del país y visitar el desierto de sal más grande del mundo. El Salar de Uyuni mide 12.000 kilómetros cuadrados y está en medio de un gran vacío donde la mirada se desliza sin obstáculos hasta el infinito. Son 360 grados de nada absoluta donde está todo a la vista. Pero no se ve otra cosa que un suelo plano resquebrajado en una red de hexágonos que se reproduce con la exactitud matemática de una telaraña.

Partimos desde el pueblo de Uyuni y el destino final es San Pedro de Atacama, en Chile. Al atravesar un desierto arenoso vemos al fondo una laguna radiante que resulta ser un mero espejismo: es el ansiado salar.

A las puertas de ese mundo blanco está el pueblo de Colchani, cuyos 300 habitantes trabajan en la industria salinera y viven en casas levantadas con bloques de sal y coral.

El salar comienza de repente –sin transición– y se presenta como un fogonazo blanco que encandila por largo rato. El horizonte parece uno de esos mares congelados de la Antártida y la camioneta, un rompehielos.

Transcurre el mes de enero –época de lluvias– y gran parte del salar está cubierto por una capa de agua que refleja las nubes como un descomunal espejo. La camioneta avanza a 100 kilómetros por hora por una autopista de sal sin la menor ondulación y parece volar entre dos cielos, uno arriba y su contracara abajo.

En el salar sobresalen cerros solitarios que de lejos parecen islas por los espejismos (de hecho aquí se los conoce como “islas”). La más visitada es la Isla Incahuasi (Casa del Inca), que fue un lugar de reposo de las autoridades del imperio. Allí trepamos el cerro por un sendero entre miles de cactus de hasta 12 metros de altura que crecen entre rocas de coral, restos de cuando todo esto era el fondo del mar.

Por la noche nos alojamos en el hotel Palacio de Sal en pleno salar, levantado en bloques blancos con techo de madera y zinc. Sus constructores son albañiles del vecino pueblo de Colchani, expertos en usar sal para hacer casas. En los cuartos el techo tiene forma de iglú y, salvo el baño, todo es de sal: la mesita de luz, el aparador para apoyar las cosas y las camas. Además hay un cuartito anexo con un escritorio, todo bien calefaccionado. En el restaurante, las mesas y sillas de sal son fijas, obra de los “carpinteros” de la sal, quienes traen un gran bloque y tallan el mueble in situ. El suelo también es de sal, y los amplios espacios públicos interiores del hotel tienen salas de estar con sillones de sal y esculturas del mismo material con forma de llamas y vicuñas.

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La Paz, una ciudad de casas apiñadas sin revocar, tal como se la ve desde lo alto.
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