turismo

Domingo, 21 de septiembre de 2014

CHUBUT. EL MOLINO NANT FACH Y EL CAMPO DE TULIPANES

Cuento galés en Trevelin

En los primeros días de octubre florecerán en Trevelin los tulipanes, cuya belleza fugaz crea uno de los rincones más espectaculares y menos conocidos de la Patagonia. Muy cerca de allí, el histórico Molino Nant Fach sumerge al viajero en un ambiente de aldea galesa salido de un cuento de hadas.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Hay paisajes que pueden llevar a la locura. Uno es la monotonía del desierto –donde los hombres enloquecen antes de morir de sed– y otro es un campo de tulipanes, tal como está documentado en la historia de una de las primeras burbujas financieras que conoció la ciencia económica.

El suceso ocurrió durante el siglo XVII en la tierra de los tulipanes: Holanda. Resulta que los holandeses comenzaron a vivir un idilio desenfrenado por los tulipanes, desarrollando un fanatismo coleccionista por sus diferentes variedades que hizo subir los precios de los bulbos de manera astronómica. La llegada de un virus hizo mutar a ciertas plantas, generándose tulipanes multicolores únicos que todo el mundo quería tener. La gente ahorraba en tulipanes y algunas de esas rarezas florales llegaron a cotizar al valor de una mansión. La histeria de la “tulipomanía” generó notas de crédito en un mercado a futuro de bulbos sin florecer. Hasta que cierto día alguien dijo “yo no pago tanto por un tulipán” y otro agregó que él tampoco. La burbuja especulativa explotó y los precios comenzaron a desbarrancarse porque ya nadie quería comprar, generándose bancarrotas en serie. A esta clase de locura se expone ahora cualquier viajero que llegue a Trevelin en octubre, si visita el campo de tulipanes Plantas del Sur.

Los tulipanes son originarios, en verdad, de Turquía. A los Países Bajos ingresaron con el Imperio Otomano en 1559, adornando los trajes de los sultanes. Y desde allí viajaron por el planeta, llegando a la provincia de Chubut. Resultado de estas extrañas carambolas de la historia, ahora muchos viajeros viajan a Chubut atraídos por el influjo de la fiebre de los tulipanes, el mismo que en la Holanda renacentista acaso haya llevado a más de uno al suicidio.

Lejos de cualquier locura, la familia Ledesma planta tres millones de bulbos por año desde hace casi dos décadas. El objetivo no es vender la flor –que en verdad se tira–, sino cosechar el bulbo para venderlo como planta decorativa. Y para eso hay que cortar la flor en su momento de mayor esplendor.

Durante las cuatro semanas mágicas de la floración se puede visitar el campo de tres hectáreas de los Ledesma. Allí hay tulipanes Triumph y Darwin en diferentes variedades que suman 27 colores. Un cerro nevado al fondo corta un panorama que es el colmo del romanticismo patagónico.

La familia completa trabaja plantando las semillas con una máquina en abril. Florecen a comienzos de octubre y en la primera semana de noviembre cortan la flor para que se forme el bulbo, cosechado a mano en verano. Para visitar los tulipanes se paga una entrada y la gracia está en una contemplación silenciosa al estilo zen. Pero conviene hacerlo con precaución: porque la belleza de los tulipanes puede llevar a la locura.

El antiguo molino de Nant Fach produce harina, hasta el día de hoy, con métodos artesanales.

UN MOLINO DE CUENTO En las afueras de Trevelin hay un antiguo molino de agua con una casita de madera al estilo galés, en donde a Tim Burton le darían ganas de filmar. Es el molino Nant Fach de la familia Evans, que vive rodeada de la inmensidad patagónica.

Llegamos hasta el molino cruzando un arroyo por un pequeño puente, para observar la compleja tecnología de madera con una gran estructura circular movida por el agua como una rueda. Nos recibe Mervyn Evans, un descendiente de galeses criado a diez kilómetros de aquí, cuyo lugar de juegos era un molino abandonado. Su familia luego vendió esas tierras pero Mervyn Evans, ya adulto, compró parte de los restos de un viejo molino y construyó uno en su nueva chacra por pura nostalgia.

Evans en persona nos guía por la historia del molino que marcó su vida y la de varias generaciones de galeses en la Patagonia. Trevelin significa “pueblo del molino” en galés: y si bien hoy éste es el único molino en la zona, hace un siglo la industria harinera florecía aquí al impulso de los galeses llegados en el siglo XIX, que se las ingeniaron para plantar trigo en el desierto patagónico.

En tiempos de esplendor harinero llegó a haber una veintena de molinos artesanales y dos industriales, motores de una economía y una cultura del trabajo alrededor del trigo que fue destruida con la llegada del tren a mediados del siglo XX.

El problema fue que el tren traía desde Bahía Blanca harina del grupo Bunge y Born a precio de dumping (más barato que el trigo local), con el objetivo de quebrar la competencia organizada en cooperativas. Esto les permitió comprar los principales molinos a precio de ganga, para luego desguazarlos.

El molino de Trevelin fue rearmado por Mervyn Evans con fervor de niño, encastrando pieza por pieza su gran juguete. Y ahora, delante de todo el mundo, se da el gusto de accionar una simple palanca que pone la maquinaria en funcionamiento. El curso de un arroyo se corre entonces unos centímetros y comienza a mover una gran rueda, haciendo vibrar el edificio completo de dos pisos, en cuyo interior la fricción de dos rocas produce una harina finísima (200 kilos en ocho horas).

El edificio del molino reproduce el interior de una antigua casa galesa patagónica. Sobre una mesa hay una Biblia en galés traída por el bisabuelo de Mervyn Evans. En la pared cuelga una foto de 1946 tomada en Gaiman, un pueblo galés cercano a la costa chubutense, durante un homenaje que les hicieron los galeses a los tehuelches por la ayuda recibida tras su precaria llegada en barco.

Entonces Evans relata una anécdota del momento en que Francisco Chiquichano –hijo de un cacique– les dijo a los galeses que ellos no eran cristianos. Sorprendidos, los galeses le aclararon que sí lo eran. A lo que el tehuelche respondió que no podía ser: “Ustedes nos tratan bien, no nos matan como los cristianos. Ustedes son galeses y ellos cristianos”.

El colorido idilio de caminar entre los tulipanes de Trevelin, que están a punto de florecer.

MUSICA CELTA Los galeses trajeron consigo sus instrumentos a la Patagonia, y aquí se exhibe un armonio de 1926 junto a una pianola Breyer con rollos de papel perforado, que ya no funciona de manera automática pero sí manual. Sobre ella descansan los rollos de la Sonata Op. 46 de Beethoven, una Danza Húngara de Brahms y un tango ya sin nombre. Evans toca unas notas en la pianola y luego se sienta al teclado de un órgano a pedal para digitar un arpegio galés.

Evans nos pregunta qué habrá traído a los galeses a la Patagonia. “La búsqueda de tierras”, dice alguien. Pero ciertamente se trataba de algo más profundo: “La libertad”, afirma nuestro anfitrión. Ocurre que el país de Gales fue invadido en 1282 por los ingleses, quienes decapitaron a su príncipe Llywelyn. La mujer del príncipe, embarazada, murió al dar a luz una niña, que fue encerrada en un convento a perpetuidad para asegurarse de que no hubiera descendencia real.

Durante la Revolución Industrial –cuenta Evans– los niños galeses fueron muy explotados: eran ellos quienes ingresaban, con apenas ocho años, a las pequeñas cuevas de carbón. Así morían en accidentes o de problemas respiratorios. El idioma galés, por otra parte, estaba prohibido en la enseñanza escolar y al no ser anglicanos sufrían persecución religiosa. Fue en ese contexto que dos comunidades de galeses emigraron a la Patagonia. Aquí se encontraron con los tehuelches, a quienes no trataron como los ingleses a ellos, sino todo lo contrario: y para que no queden dudas del afincamiento argentino de los descendientes de galeses, Evans agrega que Maradona es ídolo máximo en Gales, sin que haga falta aclarar por qué.

Durante la guerra de Malvinas hubo soldados argentinos de origen galés cumpliendo el servicio militar que se enfrentaron a mercenarios de la Compañía Galesa, que venían formados detrás de los gurkas y los escoceses. “Lady Di, princesa de Gales, era una princesa trucha”, concluye Evans, asegurando que fue ignorada por la comunidad galesa cuando viajó a la Patagonia, viéndose obligada a tomar el té con tortas galesas en el local de una familia de origen español.

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La casa galesa de la familia Evans, una rareza en medio de la inmensidad patagónica.
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