turismo

Domingo, 22 de noviembre de 2015

MONGOLIA. EL PARQUE NACIONAL GORKHI TERELJ

Viaje al mundo nómade

A 55 kilómetros de Ulán Bator, noches en tiendas nómades para salir a cabalgar explorando la cultura de la vida errante a través de la estepa. En un país donde casi la mitad de la población no está sedentarizada, la vida gira en torno de un viaje permanente y Gengis Kan es el héroe nacional.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

La vida del nómada es intermezzo
Deleuze-Guattari

Parto desde Beijing en el tren Transmongoliano viendo pasar tras la ventana el árido norte de China, a lo largo de un día y una noche. Abro los ojos al alba y el sol enciende de rojo las arenas del legendario desierto de Gobi, que destella fulgores flamígeros. Ulán Bator –capital de Mongolia- está más cerca.

Pero antes veo la transmutación del desierto en estepa, que aquí es una planicie cubierta de hierba como si Mongolia toda fuese un campo de golf. Y comienzan a perfilarse los gers, esas tiendas circulares de fieltro blanco donde habitan los nómades en toda Asia Central.

Cuando aparecen los primeros signos de la ciudad, ya he visto miles de gers creyéndolos campamentos satélite de Ulán Bator. Me desconcierta llegar a la estación central en plena urbe y caer en la cuenta de que hasta hace 15 minutos no había visto otra cosa que tiendas circulares.

Ulán Bator es quizá la única capital del mundo cuya planta urbana se compone de un núcleo sólido con un solo edificio de arquitectura posmoderna -con forma de vela azulada y paredes espejadas- rodeado de bloques habitacionales al estilo soviético y finalmente un anillo con miles de tiendas de nómades y seminómades, que suman casi un 50 por ciento de la población.

Caminando hacia la nada, los días de fiesta visten sus mejores ropas.

A LA ESTEPA La deriva nómade perfila en los mongoles una cultura nacional muy definida y diferente a cualquier otra, en un mundo globalizado que se sedentarizó hace muchos siglos. Por eso lo primero que hago en Ulán Bator es abandonar el encierro entre ladrillos en el cuarto del hotel y contratar un tour que me sumerja en ese otro mundo de blandas paredes circulares, en el Parque Nacional Gorkhi Terelj.

Partimos en una vieja furgoneta rusa -“las mejores del mundo” según nuestro chofer mongol- que tiene tanto diseño como una caja de zapatos; pero es fiel e invencible, ideal para surcar la nada esteparia. El grupo se completa con cuatro viajeros españoles.

Atravesamos la estepa verde sobre una lengua de asfalto. A los costados se extiende una vasta planicie sin dueño donde todo el mundo anda de viaje: locales y extranjeros estamos aquí siempre “de paso”, pero de maneras muy distintas. En cualquier otro país, una zona de viajes está llena de hoteles: en la estepa mongola no hay uno solo. Porque cada viajero-nómade trae su techo empacado a lomo de camello, a caballo o en vehículo: luego levantan su casa en dos horas. Así que nosotros, viajeros “raros” y poco precavidos -sin nuestro techo a cuestas- tendremos que dormir en las tiendas de ellos.

En dos horas llegamos al parque nacional, al pie de los cerros con laderas de pinos y cima de pura roca. No es quizá el lugar más virgen de la estepa mongola, ya que cerca de la entrada hay centenares de tiendas blancas, una al lado de la otra, para alojar turistas e incluso casas de madera y restaurantes. Pero yendo hacia lo profundo del parque por la ruta, los principales rasgos de civilización desaparecen casi por completo.

En la estepa el caballo es el mejor amigo del hombre y se le rinde homenaje.

COMO NÓMADES Aquí viven nómades y seminómades: algunos reciben viajeros en tiendas al lado de la que habitan con su familia. Nos alojamos con una de esas familias que, a pesar de vivir del turismo en el verano, no hablan inglés: el resto del año son pastores de chivos, ovejas y yaks.

El chofer y guía nos conduce a la tienda. Ingresamos por una puertita de madera que funciona como un “ábrete sésamo” hacia un mundo con reglas muy propias. El plan es vivir la experiencia de la manera más parecida posible a la cotidianidad nómade. El ger no tiene compartimentos, es decir que los mongoles carecen de toda intimidad hogareña (un espacio propio sólo se puede conseguir afuera, en la naturaleza).

Dormimos en camas: hay nómades que lo hacen sobre alfombras y otros que no. En el centro del ger hay una estufa-cocina de acero con chimenea, que se eleva como un parante central. No tenemos luz eléctrica ni agua y el baño está afuera: una casita de tablas sobre un hoyo de tres metros de profundidad. Justo en el centro del suelo falta un tablón. Esta suerte de baño desmontable de los nómadas se cambia cada tanto de lugar y no huele. Huelga decir que la vida esteparia carece de duchas y los ríos son muy fríos, incluso en verano: usan un colorido polvo perfumante.

Nos acostamos con el sol y a la mañana siguiente nuestros vecinos –los nómades de verdad– traen pan con queso de cabra, yogur y té.

Almorzamos en una mesita al aire libre sentados en el pasto, saboreando platos como el buuz, una suerte de raviol al vapor con carne de cordero. Por la tarde nuestros anfitriones nos llevan a conocer su tienda con una cama matrimonial en la cabecera y un gran televisor. Los hijos duermen sobre alfombras y las paredes están cubiertas con deslumbrantes bordados rojos.

Un niño de la familia nos lleva de cabalgata por una estepa llena de flores. Cabalgar en Mongolia tiene un significado ancestral. Aquí el mejor amigo del hombre es el caballo, con el que tiene una relación simbiótica. A los cinco años se aprende a montar y se genera una especie de culto equino, una adoración que dio lugar a una literatura legendaria sobre la lealtad y la resistencia de estos ejemplares robustos y bajos, que recorren largas distancias a 40 grados bajo cero y fueron el sostén del imperio mongol hace 700 años.

Salimos al trotecito explorando los sectores más agrestes del parque, donde cada tanto nos cruzamos con familias que tienen panel solar en el techo de la tienda, grandes televisores, motos y hasta autos.

La puerta de madera de los gers da siempre hacia el sol. En el interior, el sector occidental corresponde al hombre y es el lugar de privilegio donde se sienta la visita. El lado oriental corresponde a la mujer y los enseres de cocina. Entramos en uno y la madre de la familia nos hace sentar en el suelo sirviéndonos un té salado con manteca, una especie de caldo hipercalórico. Más tarde llegaría el airak: un licor de leche de yegua fermentada, ácido y picante, con 3 por ciento de alcohol.

Los nómades ordeñan cuatro veces al día y su dieta se compone de queso aaruul, duro como piedra, yogur, crema de leche y carne de cordero y chivo. Las frutas y verduras no existen en su dieta: la estepa no les permite plantar y por eso están condenados a una eterna deriva en busca de buenos pastos.

Mongolia tiene la densidad de población más baja del mundo –1,4 habitantes por km2– y la mitad ya vive en ciudades, un proceso de sedentarización que va en aumento. Los últimos inviernos, muy crudos, mataron a millones de animales llevando a muchos nómades a la ruina: por eso emigran a la ciudad. Cada vez más familias tienen apenas cien animales, límite considerado como el umbral de la pobreza. Además los jóvenes descubren otros mundos a través de la televisión y desean irse.

Se calcula que 30.000 familias de este pueblo móvil tienen luz eléctrica a panel solar. Y de ellas, unas 20.000 han comprado moto y televisor, como es el caso de nuestros anfitriones ahora en la cabalgata. A la derecha de la cama matrimonial veo un altar con una mezcla de imágenes budistas y chamánicas de la religión animista de Mongolia. También hay fotos que le rinden culto a los ancestros y a los mejores caballos que han tenido a lo largo de varias generaciones. Y me llama la atención en el santuario una imagen de Gengis Kan, el héroe nacional de Mongolia.

Hace 809 años un hombre de vida nómade unificó varios clanes en la estepa de Mongolia y fue nombrado Amo del Universo: Gengis Khan. Acto seguido, conquistó casi el “mundo entero” de la época a lomo de caballo, con arco y flecha, creando un imperio que iba desde las costas chinas hasta orillas del Danubio, duplicando el área del Imperio Romano.

El héroe épico adorado en el altar de estos pacíficos budistas creó el concepto de “guerra relámpago”, exterminando a un tercio de los habitantes de su imperio. Pero no es esto lo que reivindican los mongoles de Gengis Kan: lo ven como símbolo de una de las identidades culturales más singulares de la tierra, que gira alrededor de la idea del nomadismo, hoy en decadencia.

Aquellos guerreros, antepasados directos de quienes nos hospedan, nunca se establecían en un lugar: plantaban bandera y seguían de largo en su carrera infinita, dejando detrás una nube de polvo. En aquel tiempo la lengua mongola no diferenciaba las palabras “hombre” y “soldado”: se era siempre los dos a la vez. Pero en esto sí han cambiado. Hoy “soldado” se dice tse-regg y “hombre” eregtey hun. El espíritu guerrero ha quedado atrás, pero de aquel tiempo perdura esa identidad libertaria en permanente viaje. El día que se haya detenido el último, se les habrá derrumbado encima el castillo cultural construido a lo largo de inciertos milenios.

Los gers, prácticas tiendas de la cultura nómade.

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La caza con cetrería aún existe en esta parte de Mongolia.
 
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