turismo

Domingo, 12 de junio de 2016

CHINA > LAS CUEVAS DE MOGAO

La Sixtina del budismo

En una encrucijada de la Ruta de la Seda, miles de viajeros llegan desde hace milenios al oasis de Dunhuang. En otro tiempo eran caravaneros rumbo al desierto que se encomendaban a Buda, en cuevas donde el arte remontó su más refinado vuelo en China.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

El budismo surgió hace 2500 años en el norte de India, allí donde se cruzaban las rutas comerciales de los valles de los ríos Indo y Ganges. Luego se extendió hacia la parte oriental de la Ruta de la Seda cruzando la cadena del Pamir desde Pakistán hasta Kashgar, el extremo occidental de China. Allí ese gran corredor entre Oriente y Occidente se bifurcaba para rodear por el norte y el sur el temido desierto de Taklamakán, y volvía a unirse en el oasis de Dunhuang ya en la provincia de Gansu, donde el arte budista alcanzó su mayor vuelo artístico en China. Un equivalente a la Capilla Sixtina para el cristianismo.

A 19 kilómetros de Dunhuang, en el año 336 d.C el monje budista Yuezun tuvo la visión mística de un millar de Budas brillando en una colina. Allí mismo excavó una ermita y se instaló a meditar. Entre los siglos IV y XIV miles de monjes siguieron su ejemplo agujereando la ladera como un queso en varios niveles, sumando 800 cuevas a lo largo de un kilómetro y medio. Se formaron así cámaras de hasta 30 metros de altura decoradas con esculturas y frescos de sublime valor artístico.

En tiempos de esplendor hubo aquí 18 monasterios donde vivían 1400 monjes: era uno de los centros de peregrinación más importantes del mundo budista. Miles de pintores, escultores, traductores de textos sagrados, copistas y calígrafos pasaron su vida junto a la colina de Mogao, donde perduran 492 cuevas decoradas, una veintena de ellas abiertas al público.

En total son 46.000 m² de virtuosos murales y 2.000 estatuas donde se lee, a través de los diferentes estilos, el permanente intercambio cultural e influencias que se generaban en la Ruta de la Seda: lejos de la idea de “pureza de estilo” en el arte, el ojo experto distingue trazos y motivos hindúes, chinos, centro-asiáticos e incluso persas.

Alegorías del Nirvana: las sensuales Apsarás vuelan en el firmamento budista en los techos y paredes de las cuevas.

SUKHAVATI En estas pinturas y esculturas se lee casi toda la evolución del arte chino desde el siglo IV en adelante con su correspondiente sinización del budismo. Fue entre los siglos VII y VIII, cuando la Ruta de la Seda estaba en su esplendor y se encendió el budismo en China. Los artistas de la dinastía Tang cubrieron las paredes de las cuevas con kilométricas narraciones en imágenes a color de las enseñanzas budistas. Si en la India primaba la idea de la reencarnación, un renacimiento kármico casi infinito a nivel terrenal, en cambio los emperadores chinos más antiguos creían en una continuidad de la vida bajo tierra en un inframundo. Quizá a partir de ese preconcepto, los artistas del budismo chino pusieron énfasis en cómo sería esa vida post-mortem que tanto los intrigaba y la vieron en esa especie de edén llamado Pura Tierra (Sukhavati), que plasmaban con sumo realismo de manera muy concreta: prefiguraban un microcosmos idílico en dos dimensiones, lleno de movimiento y color.

Así se proponían convencer al viajero de las bondades del renunciamiento budista, mostrándoles la belleza y las virtudes de la iluminación espiritual. Porque la principal herramienta retórica del budismo ha sido siempre su refinado arte, cuya placentera contemplación es una de las claves de su existencia milenaria.

Los artistas de Mogao tuvieron mecenas quienes, sin mucha modestia, aparecían dibujados en las obras con figuras cada vez más grandes (nunca está la firma del artista, que en general trabajaba en grupo). Era una forma de resaltar el prestigio social –y en teoría pedir protección divina a través de la ofrenda– de parte de nobles y poderosos: fue el caso de la emperatriz Wu Zetian, quien en el año 695 hizo esculpir el Buda más grande de Mogao, de 35 metros de altura.

A fines del siglo X la Ruta de la Seda comenzó a decaer, aunque se siguieron las excavaciones hasta el siglo XIII. Al avanzar las tecnologías marítimas el camino fue perdiendo sentido y la energía del arte budista en Mogao se fue apagando, hasta que las cuevas quedaron en el olvido. El Islam cruzó la cordillera del Pamir y se extendió por casi toda Asia Central. Probablemente para resguardar sus tesoros de fanáticos musulmanes, los monjes de Mogao tapiaron miles de manuscritos budistas en la Cueva de la Biblioteca, la número 17, donde permanecieron ocultos por 900 años.

En la colina de Mogao, donde antiguamente residían miles de monjes, hay un gran templo excavado junto a las cuevas.

PEREGRINACION La carretera se interna en un pedregoso desierto y en media hora llegamos a las cuevas. Un ticket da paso a visitar diez, que se rotan para su mejor conservación. Trepamos la colina por una escalera y el guía abre una puertita de madera no muy prometedora: pero al entrar a la cueva salvamos diez siglos de un solo paso. Una gran cámara a oscuras se abre delante nuestro, donde se levanta casi hasta el techo el famoso Buda de piedra de 35 metros que el guía ilumina por partes con una linterna.

Techo y paredes de sedimento están decorados con una sobrecarga de frescos y estatuillas encerradas en pequeños nichos. Las imágenes reproducen alegorías paradisíacas del nirvana donde sobrevuelan sensuales Apsarás de grandes pechos, flores de loto, dragones con nueve cabezas y seres mitológicos como caballos alados y aves con cabeza humana.

Las fotos están prohibidas para no dañar las obras; por el mismo motivo no hay luces. Pero una señora china aprovecha un descuido y toma una con su celular. El guía pregunta ofuscado “¿quién fue?”. Y el marido de la señora me señala a mí, el único extranjero. Salimos y la escalera nos lleva a otra cueva más antigua, decorada hace 1500 años y ramificada en varias cámaras.

Por las cuevas de Mogao pasó en 629 el gran viajero y peregrino chino Xuanzang. Su legendario diario de viaje a través de la Ruta de la Seda parte desde la ciudad de Xian para cruzar el Takamaklán y los Montes del Pamir hasta la India, donde estudió y tradujo del sánscrito al chino los sutras que comprimen la prédica del Iluminado. Su viaje duró 18 años y se lo considera el masificador del budismo en China.

En su visita a las cuevas de Mogao, Xuanzang estuvo en la más antigua que se ha identificado: data del año 538. Allí observó las imágenes de unos bandidos convertidos al budismo que perduran hasta hoy. Sus traducciones servirían de inspiración para otros artistas de las cuevas en siglos posteriores.

Pinturas y estatuas de a cientos. Aquí un Buda gigante, tallado en actitud durmiente.

RENACIMIENTO Con la decadencia de la dinastía mongola en el siglo XIV, las cuevas fueron abandonadas. Hasta que en 1900 se instaló allí Wang Yuanlú, un monje solitario que dedicó su vida a restaurar las obras semitapadas por el desierto, habitando en las ruinas de un templo. Cierto día Wang descubrió en esta cueva una puerta secreta en la pared, disimulada con murales, y la tumbó: del otro lado había una maravillosa biblioteca con escrituras budistas traducidas a los idiomas chino, uigur, tibetano, sogdiano, sánscrito y judeo-persa. De inmediato la volvió a sellar. Había incluso un ejemplar del Sutra del Diamante, un rollo de cinco metros de largo considerado el libro impreso –con matrices de madera– más antiguo que llegó a nuestro tiempo, fechado el 11 de mayo de 868 d.C.

En 1907 el arqueólogo húngaro Aurel Stein llegó a Mogao con una expedición financiada por el Museo Británico, compuesta por 25 camellos que traían hielo para no morir de sed en el desierto. El extranjero se las ingenió para entrar en confianza con el monje guardián, a quien conmovió con la historia de que había llegado siguiendo el diario de Xuanzang. Ya ablandado, Wang le mostró unos manuscritos y Stein se dio cuenta que eran las traducciones de Xuanzang. El monje consideró al descubrimiento un mensaje divino y le abrió la puerta de la biblioteca secreta.

En su crónica Ruinas de la China secreta, Stein narra su visión inicial de aquella cámara: “La vista de la pequeña habitación me dejó con los ojos muy abiertos. Apilados sin ningún orden aparecieron a la tenue luz de la pequeña lámpara del monje una sólida masa de manuscritos que se elevaban casi diez pies”.

Como Wang necesitaba apoyo para sus restauraciones, cerró trato con el explorador: 130 libras esterlinas por 24 maletas con 7000 manuscritos y cinco pinturas, incluyendo muchas de las traducciones de Xuanzang y el Sutra del Diamante, hoy exhibido en el Museo Británico de Londres. Durante la travesía de regreso a Pakistán Stein sufrió un congelamiento por el que debieron amputarle los dedos del pie derecho. A su regreso fue nombrado Caballero por su aporte a la Corona Británica.

En 1924 llegó a las cuevas el norteamericano Landon Warner, quien extrajo diez paneles con frescos y una exquisita estatua que se exhiben el Museo de Arte de Harvard. El gobierno chino reclama esos tesoros y desde los museos occidentales aducen que los salvaron de una supuesta desaparición.

Dunhuang es un canto a la constancia como ciudad. Porque desde hace 1600 años, viajeros del mundo entero llegan de manera ininterrumpida con dos objetivos: visitar las Cuevas de Mogao y emprender una travesía en camello por el desierto (hoy también se hace, ya como turista). Pero a los forasteros actuales todo nos resulta mucho más sencillo. Los caravaneros medievales, hartos de las jornadas calcinantes en camello, soñaban con alfombras mágicas que atravesaban desiertos. En cambio nosotros hacemos realidad esa fantasía volando en avión, al costo de haber perdido ya casi toda la mística aventurera.

El policromo edén de la Pura Tierra representa un mundo de felicidad que convencía sobre las bondades del budismo.

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