turismo

Domingo, 10 de marzo de 2002

MEXICO LA CIUDAD DE PUEBLA

El color al cuadrado

Si bien es casi imposible toparse en México con la ausencia de color, en Puebla el arte del color se derrama por todas partes, hasta en la comida. Cada casona y edificio colonial está revestido con piezas de la famosa cerámica llamada Talavera. Cuna del barroco mexicano, la ciudad tiene iglesias por doquier, entre las que deslumbra la Capilla del Rosario. ¿Y cómo olvidar el color y sabor del mole poblano y los chiles en nogada?

Texto y fotos: Florencia Podestá

Puebla, refinada y próspera, religiosa y conservadora, admirada y envidiada por igual, es una de las ciudades americanas más hispánicas. Puebla de los Angeles, o Puebla de Zaragoza, según se mire el milagro o la historia, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y es considerada la cuna del barroco mexicano. Ubicada al sureste y a sólo 127 kilómetros de la Ciudad de México, la ciudad está enclavada en un valle dominado por los colosales y míticos volcanes Popocatepetl e Iztaccihuatl.

Caleidoscopio poblano Si las ciudades mexicanas se distinguen por su colorido, Puebla es color al cuadrado. La superficie de cada fachada multiplica el color en un encaje, o mejor dicho en un bordado; cada casona y edificio colonial está revestido por azulejos, la famosa Talavera poblana, que forman dibujos y texturas de luz. Salir a caminar por avenidas y veredas es como internarse en un caleidoscopio siempre diferente de tramas, miles de piezas de rompecabezas que hacen de cada muro un diseño único de colores encendidos.
También la arquitectura poblana desarrolló una personalidad propia muy original. La debilidad por el ultrabarroco se ve en el uso profuso del ornamento: grabados en piedra, y sobre todo el “alfeñique”, que es el nombre mexicano para merengue; el alfeñique es una argamaza con filigranas siempre de un luminoso color blanco, parecida precisamente al merengue, que decora minuciosamente las fachadas de casas e iglesias, como por ejemplo en la iglesia de la Compañía de Jesús.

La ciudad de las iglesias El vestido azulejado cubre también los edificios religiosos, sobre todo las cúpulas de las iglesias, que así parecen pasteles o confites, o mezquitas turcas. El hecho de que la Iglesia fuese el principal mecenas de arquitectos, pintores y escultores explica por qué el arte colonial tiene un marcado carácter religioso. Así, entre las casi mil edificaciones coloniales ubicadas en los siete kilómetros cuadrados del Centro Histórico, podemos contar hasta 70 iglesias. La más grande es la catedral, sede del obispado más antiguo del país. La catedral fue iniciada en 1575; sin embargo la magnitud del proyecto hizo que se siguiera construyendo a través de los siglos; así incorporó todos los cambios de estilo hasta asentarse en el neoclásico del siglo XVIII. El edificio es de piedra gris, a diferencia de las coloridas fachadas de la ciudad. Pero la cúpula sigue el estilo festivo poblano; su gran ligereza estructural deriva de que fue construida en piedra pómez y Talavera, el “mármol de los pobres”.

Arte colonial y popular La Talavera es una artesanía particular que nació en la época colonial. En sus dos tipos de producción, ya sean piezas de alfarería o azulejos para recubrir fachadas internas o externas, se trata de cerámicas pintadas a mano y esmaltadas, con motivos de flores, gente o animales, y en muchos casos, con motivos árabes y orientales. Este reciclaje de estilos a manos de los artesanos indígenas fue buscado por los españoles radicados en el Nuevo Mundo, como un sustitutivo de los objetos de uso cotidiano a los que estaban habituados y que habían dejado atrás en la vieja Europa. Así nació mucho del arte popular en México. Las influencias árabes llegaron obviamente a través de España; de hecho Talavera es el nombre de una localidad española en la que se produce una cerámica semejante. En la época colonial, cuando en Europa se importaba porcelana de China, los artesanos indígenas copiaron el estilo y los diseños de Oriente, pasándolos por el tamiz de sus manos entrenadas en el arte popular y en la iconografía indígena. El resultado es muy interesante: en los museos pueden verse antiguas piezas —jarrones, palanganas, fuentes— de cerámica blancas pintadas en azul, que a primera vista parecen chinas pero luego de un examen más atento traslucen algo extraño, näif y lúdico, más cercano a cierto grafismo abstracto que al representacionismo oriental.

Chile y chocolate Más allá de las fachadas, las obras maestras poblanas se esconden intramuros. En el ex convento de Santa Rosa está la cocina más hermosa del país, completamente forrada con azulejos, y en la que –sostiene la tradición— se creó el mole, el plato estrella de la cocina poblana y mexicana en general.
La cocina poblana es de las más reconocidas y sofisticadas del país; el mole es creación original de Puebla, y un muy buen lugar para probarlo es la tradicional Fonda Santa Clara. Esta salsa que acompaña al pavo (guajolote) o al pollo es una aventura gustativa sutil que no podemos perdernos. Supuestamente inventado en Puebla hace dos siglos por Sor Andrea de la Asunción en el Convento de Santa Rosa para una visita del virrey contiene, según la tradición, chile fresco, chile chipotle (jalapeño ahumado), pimienta, maní, almendras, canela, anís, tomate, cebolla, ajo y, por supuesto, chocolate, y su preparación lleva tiempo y cuidado. Todo escepticismo al ver por primera vez el líquido pardo desaparecerá al primer bocado. Y —damos fe— ningún mole se compara al mole poblano.
Otro típico plato poblano son los chiles en nogada, con los colores de la bandera mexicana: grandes chiles verdes rellenos con carne y fruta seca, cubiertos con una crema blanca de nuez y granos rojos de granada. Los dulces son el otro fuerte de Puebla. Hay de todo tipo, pero los más particulares son los camotes, dulces de batata combinados con frutas.

Puebla de los Angeles En Puebla ciudad y en las afueras están las iglesias barrocas más espectaculares de México, junto con algunas de Oaxaca. En el Valle del Popocatepetl e Iztaccihuatl, los dos volcanes cuyos perfiles rara vez pueden verse desde la Ciudad de México, existen otros tesoros del barroco como la iglesia del pequeño poblado de Santa María Tonanzintla, en cuyo cubrimiento interior de estuco se mezclan en un delirio exhuberante ángeles y querubines con rostros de niños indígenas, entrelazados con frutas y flores.
En pleno centro histórico de Puebla, la capilla del Rosario en la Iglesia de Santo Domingo –construida entre 1650 y 1690– fue llamada por mucho tiempo “la octava maravilla del Nuevo Mundo”, un mundo de destellos y ángeles, una orquesta celestial que brota de los muros y flota sobre nuestras cabezas.
¿Y por qué tantos ángeles? Cuenta la leyenda que el obispo de Tlaxcala en el siglo XVI, Julián de Garcés, soñó con un hermoso valle con jardines y manantiales. Mientras admiraba tanta belleza aparecieron dos ángeles. Provistos de una vara y una cadena empezaron a medir el terreno y a trazar una serie de calles y de avenidas. El onírico obispo buscó el sitio de su sueño y allí nació Puebla.

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