turismo

Domingo, 21 de agosto de 2005

CARTAGENA DE INDIAS EL CONVENTO DE SANTA CLARA

Mística y realismo mágico

Un paseo por la historia del antiguo convento, escenario misterioso de la novela Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez. Convertido hoy en un lujoso hotel, su restaurada fachada encierra los ecos de la vida de clausura de las monjas clarisas y la ya célebre cripta donde habría aparecido el cráneo de la niña con larguísima cabellera, cuya leyenda recreó el escritor colombiano.

 Por Julián Varsavsky


Cartagena tuvo su siglo de oro a partir del 1700, cuando en su puerto caribeño atracaba la flota de galeones de la corona española que trasladaba la extravagante fortuna del oro de Nueva Granada y la plata del Alto Perú. Así que de inmediato estuvo en el ojo de los piratas y la ciudad debió amurallarse dentro de un perímetro de once kilómetros cuadrados que, aun hoy, resguarda una serie de fuertes, plazas coloniales, iglesias y toda clase de edificios que perduran a destiempo de los días presentes. Uno de ellos –ubicado junto a la muralla y frente al mar– es el antiguo convento de Santa Clara, que encierra algunas de las historias reales y ficticias más alucinantes que se hayan escuchado en el Caribe colonial.

Las “enterradas vivas” A raíz del Concilio de Trento, la Iglesia reglamentó la clausura obligatoria de las integrantes de todas las órdenes religiosas femeninas. Y por lo tanto había normas edilicias que sometían la arquitectura a ciertos cánones fijos. Con ese diseño preestablecido, el Convento de Santa Clara comenzó a construirse en 1621 con una planta cuadrada y un luminoso jardín central hacia el cual confluía todo. Hacia el exterior predominaba, en cambio, un estilo de castillo amurallado con unas pocas y pudorosas aberturas o tragaluces ubicados en la parte superior. Los arquitectos recurrieron a toda clase de artilugios para reducir al máximo el contacto sensorial de las monjas de clausura con las personas de este mundo.

Así, desde el momento en que ingresaba al convento de Santa Clara, la nueva profesa iba directo a una capilla donde la esperaban en el coro sus futuras compañeras, ocultas tras un celosía de rejas. Invisibles pero sonoras, las monjas entonaban una canción de bienvenida: “Ven, esposa de Cristo, acepta la corona que Dios tiene preparada para ti desde la eternidad”. A partir de ese día cada nueva monja de clausura pasaba a ser una virtual “enterrada viva” –al decir de la época–, cuyos rigores de enclaustramiento se regían por una rutina desquiciante. En aquella cotidianidad intramuros, que se limitaba a una repetición de por vida de un ciclo diario de oficios divinos con otros terrestres, se tejía una trama de intrigas y persecuciones que por lo general desembocaban en la mutua delación de los pecados, que se expiaban con padrenuestros, castigos físicos y autoflagelaciones.

Ese mundo clausurado era, sin duda, el escenario ideal para la imaginación literaria de Gabriel García Márquez, quien ambientó su novela Del amor y otros demonios en el histórico Convento de Santa Clara: “El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados y los rezos y cánticos de las horas canónicas. Este bloque se comunicaba con la capilla por una puerta interior, para que las monjas de clausura pudieran entrar en el coro sin pasar por la nave pública, y oír misa y cantar detrás de una celosía que les permitía ver si ser vistas. El precioso artesonado de maderas nobles, que se repetía en los cielos de todo el convento, había sido construido por un artesano español que le dedicó media vida por el derecho de ser sepultado en una hornacina del altar mayor. Allí estaba, apretujado tras las losas de mármol con casi dos siglos de abadesas y obispos, y otras gentes principales”.

CESSATIO A DIVINIS El episodio más intrigante acontecido en Cartagena con relación al Convento fue tan escabroso que ocasionó la retirada de “Dios” en la ciudad. Todo comenzó por un diferendo en apariencia menor en el que se enfrentaron las monjas clarisas con los frailes franciscanos de Cartagena, de quienes dependían administrativamente. Fue hacia finales del siglo XVII cuando un buen día las profesas de Santa Clara se quejaron ante el obispo de la diócesis de los malos tratos y la fallida dirección económica que recibían de sus tutores franciscanos. El obispo las apoyó,mientras que los seguidores de San Francisco se aliaron a los jesuitas y al gobernador. Cuando el bando franciscano amenazó con invadir el convento, el conflicto se agravó y el obispo terminó declarando la cessatio a divinis, es decir que quedó suspendida hasta nuevo aviso toda actividad religiosa en Cartagena. De alguna manera esto significaba de Dios estaría ausente de la bahía hasta que se calmaran las aguas, que en realidad se agitaron cada vez más. Un gentío enardecido atacó a las clarisas, quienes se atrincheraron y defendieron como leonas, arrojando piedras desde las altas ventanas, agua hirviendo e incluso el contenido de los retretes.

El diferendo jurisdiccional continuó por veinte años más hasta que el 15 de diciembre de 1703 el papa Inocencio XI zanjó la cuestión de manera definitiva. Las clarisas se liberaban de una vez y para siempre de los frailes de San Francisco para pasar a depender ahora del obispo de Cartagena. Pero el desafortunado destino de las clarisas parecía escrito desde la eternidad, condenándolas a sufrir –casi por elección– desde el primer día en que ponían un pie dentro del convento. A principios de 1861 el entonces gobernador de Cartagena promulgó un decreto-ley de expropiación de “manos muertas”, lo cual significaba para las clarisas que perdían todas sus pertenencias, incluyendo el ya legendario convento. Como consecuencia partieron para siempre con rumbo a La Habana.

Claustros encantados En su largo trayecto histórico, en que pasó de ser un lugar de tortuoso enclaustramiento monacal a lo que es actualmente, un deslumbrante hotel para el placer de una estadía frente al Caribe, el edificio del Convento fue Hospital de Caridad, Penitenciaría, Escuela de Bellas Artes, Facultad de Medicina e incluso llegó a ser la sede de la Liga departamental de béisbol. Hoy en día el edificio restaurado permite un mayor contacto con el exterior, respetando de todas formas la estructura colonial de galerías con columnatas de arcos de medio punto superpuestos y un patio andaluz central con una acequia.

Para los viajeros que llegan a Cartagena, el ex convento significa dos cosas: la posibilidad de visitar este hermoso edificio histórico donde el escritor ambientó su famosa novela, o directamente alojarse allí y desatar el sentido lúdico disfrutando a todo lujo –con piscina y todo– de un antiguo lugar en cuyos claustros bien podría haber algunos fantasmas.

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La galería alta del claustro se asoma sobre los árboles y plantas del jardín.
 
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