turismo

Domingo, 28 de agosto de 2005

ESPAÑA EN LA REGIóN DE SEVILLA

Pueblos del Guadalquivir

Crónica de una visita al pueblo de Marchena, ubicado a orillas del río Guadalquivir, cuna del célebre cantaor flamenco Niño de Marchena, y a la villa ducal de Osuna. Habitada desde la Edad de Bronce, en esta tierra sevillana se asentaron cartagineses, romanos y, por supuesto, los árabes. Hoy, en lo alto de sus innumerables iglesias, anidan las cigüeñas.

Por Leonardo Larini


Cuando uno descubre que ese “error geométrico” en las alturas de las capillas y templos son enormes nidos, y que eso que se mueve extrañamente son ¡cigüeñas!, el pintoresco pueblo de Marchena adquiere un encanto que sobrepasa todo tipo de sorpresa. Entonces, la caminata inicial entre antiguas y estrechas callecitas de ensueño –con sus prolijísimas casas de frentes blancos, sus románticos balconcitos con flores y sus señoriales rejas– se transforma en algo parecido a un sueño movedizo que, junto a los 40 grados de temperatura, provocan el desequilibrio emocional de cualquier turista que tenga la suerte de visitar esta hermosa villa de 18.000 habitantes.

Situada sobre el margen derecho del Valle del Guadalquivir, a 56 kilómetros de la ciudad de Sevilla, Marchena cuenta –como la mayoría de las localidades de la campiña sevillana– con una extensa historia que se remonta a la Edad del Bronce, entre los siglos IX y III (a.C.), cuando se asienta en este territorio la civilización tartésica. Después, claro, llegaron los cartagineses y los romanos, y más tarde los musulmanes, quienes la denominaron “Marssen’ah”. Durante el siglo XII, los musulmanes construyeron un monumental recinto amurallado de estilo almohade, del cual se ha conservado la llamada Puerta de Sevilla o Arco de la Rosa que comunicaba a la original villa islámico-cristiana con los arrabales de la zona. A través de esa antigua Puerta, hoy monumento simbólico de Marchena, se llega al barrio de San Juan, distrito en el que se encuentran la mayoría de los templos religiosos más importantes del pueblo, donde es ineludible visitar la Iglesia de San Juan Bautista. Construida en el siglo XV, se caracteriza por la mezcla de estilos arquitectónicos –gótico, mudéjar y barroco– que le brindan una particular elegancia. Su imponente retablo mayor, compuesto por finos relieves y ornamentaciones combinados con pinturas, está considerado como una de las piezas más valiosas del arte sevillano del siglo XVI. La iglesia tiene también un museo en el cual se pueden contemplar nueve lienzos de Francisco de Zurbarán además de magníficas piezas de ornamentos y orfebrería en una sala aparte.

El simpático y octogenario padre Juan Ramón es el encargado de guiarnos en el recorrido, que concluye en el coro de la iglesia. Realizado con madera de cedro y caoba en el año 1517, con meticulosos arreglos y adornos, el espacio cuenta con dos órganos monumentales que tuvimos la suerte de escuchar en manos de Ricardo, uno de los organistas del templo. Conquistada por los cristianos en 1240, Marchena mantuvo una comunidad de mudéjares que se dedicaron especialmente a la construcción de edificios civiles y religiosos hasta el siglo XVIII. De entre todos ellos se destaca la Iglesia de Santa María de la Mota, que fue levantada a finales de siglo XIV en la Alcazaba almohade y formó parte del Palacio Ducal.

Cante flamenco y sabor andaluz Haciendo una pausa entre tanto arte sacro, se puede hablar de las leyendas de esta antigua y bellísima villa. Y aquí, si se habla de leyendas se habla de Don José Tejada Martín, conocido mundialmente como el Niño de Marchena, o Pepe Marchena, considerado uno de los mejores artistas del cante flamenco. Nacido en 1903, y fallecido en Sevilla en 1976, el gran cantaor llevó la canción andaluza hacia todos los rincones de Europa y América e incluso, en 1945, se presentó varias veces en el teatro Avenida de Buenos Aires y en un antiguo tablao de la calle Corrientes al 500 denominado El Tronío. Se dice que fue muy amigo de Gardel, y dijo de él Charles Chaplin, quien lo vio actuar más de una vez: “Yo envidio mucho al Niño de Marchena. Con él, las mujeres se emocionan; conmigo se ríen”. Para corroborar todo lo que se ha dicho elogiosamente de Pepe Marchena basta escuchar sus grabaciones cotidianas, realizadas a lo largo de los años en su casa y en pleno ambiente familiar, y recopiladas y editadas por el Ayuntamiento de la ciudad en 2003 con motivo del centenario de su nacimiento. Su voz es la voz inequívoca de la tierra andaluza, esa voz que mezcla lamento y euforia y que representa la esencia misma de esta región, su ronco pulso, sus melancólicos sístole y diástole.Y allí está eternizado el gran Pepe Marchena, en un hermoso monumento visto a las apuradas desde la combi que nos transporta.

Finalmente, y habiendo recorrido también la Ronda de la Alcazaba y el recinto donde funcionó el Palacio Ducal, y ya siendo la hora del almuerzo, desembocamos en Casa Manolo, un típico restaurante andaluz que, atendido por el propio Manolo, dejará su marca para el todo el resto de la estadía. Y es que sus enormes tostadas rociadas con aceite de oliva, acolchadas con ajo y pimientos verdes y rojos picados, y rematadas con tres anchoas del tamaño de pequeños pejerreyes deberían ser declaradas por la Unesco como Patrimonio Gastronómico de la Humanidad.

Una villa ducal Después del almuerzo partimos hacia la cercana Osuna a través de una ruta que, como la mayoría de las de la zona, está rodeada de valles plenos de olivares y dividida en dos por infinitos canteros en los que brillan el radiante blanco y los diferentes violetas de las adelfas. En la plaza principal nos está esperando Rosa, una rotunda andaluza de desbordante gracia que nos guiará en el recorrido por algunos de los edificios históricos más importantes de la localidad.

Enclavada en la Sierra Sur de la provincia de Sevilla, y estratégicamente ubicada por su cercanía con Sevilla, Córdoba, Málaga y Granada, la villa ducal de Osuna –donde también las cigüeñas anidan en lo alto de las iglesias– ha sido declarada Conjunto Histórico Artístico Nacional. El primero de los sitios visitados es la Insigne Iglesia Colegial, más conocida como La Colegiata. Se trata de una enorme construcción de estilo renacentista de cuyas tres enormes portadas sobresale la denominada Puerta del Sol, decorada con ornamentos de finísimo gusto y a través de la cual se ingresa a los sobrios y a la vez suntuosos interiores. Como en casi todos los templos de la región, asombran el altar mayor, las capillas, los vitreaux y las obras de arte repartidas en cada rincón del recinto, en especial la magnífica colección de pinturas de José Ribera, El Españoleto. Siguiendo a la verborrágica Rosa a través de antiguos caminos milenarios de tierra color azafrán llegamos al Monasterio de la Encarnación. Y aquí la encargada de recibirnos y guiarnos es Rosario, una monja de gracioso autoritarismo que parece salida de una vieja película española. “Pero cómo, y ustedes son periodistas y no saben lo que es...”, repetirá a modo de latiguillo a lo largo del recorrido por los interiores de este antiguo hospital remodelado por la orden mercedaria en 1626. Además de otro maravilloso altar mayor, es posible conocer el Museo de Arte Sacro, cuyas salas se distribuyen alrededor de un hermoso patio adornado con deslumbrantes azulejos sevillanos. También es recomendable conocer el Museo Arqueológico Torre del Agua, edificio construido por los almohades en el siglo XII y posteriormente reformado por los caballeros de Calatrava, ya que atesora en sus salas una valiosa y admirable colección de arte musulmán.

Por último, llegamos al Palacio Marqués de la Gomera, ubicado en la preciosa calle San Pedro, declarada por la Unesco como una de las más bellas y mejor cuidadas del mundo. Actualmente, el edificio –cuya fachada es uno de los más fieles exponentes del Barroco civil andaluz– funciona como hotel con sus instalaciones distribuidas en torno de un maravilloso patio de arquerías. Invitados a un cóctel en el bar, asistimos a una magistral explicación de Rosa para preparar el mejor de los gazpachos. Y allí mismo nos despedimos de su entrañable presencia, y de Osuna, y de Marchena, y de Manolo, y de la también entrañable sargento Rosario, la monja que intentó vendernos unos insólitos rosarios fosforescentes. Y de las cigüeñas, claro, que permanecerán aquí hasta el final del verano, y luego emprenderán vuelo y regresarán al calor de Africa.

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Una de las estrechas callecitas de Marchena, con sus blanquísimas casas y sus balconcitos floridos.
 
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