turismo

Domingo, 16 de abril de 2006

MISIONES: AVENTURAS EN LA MESOPOTAMIA

Otoño en la selva

Las Cataratas del Iguazú son su vidriera ante el mundo y uno de los iconos que hacen de Misiones un destino de aventura a nivel internacional. Pero esta provincia, que se extiende como un brazo argentino entre Brasil y Paraguay, tiene muchos más itinerarios donde reinan la naturaleza, el agua y la selva. Y para planear el viaje, algunos atractivos paquetes turísticos.

 Por Graciela Cutuli

Los caminos de Misiones, verdes y rojos, teñidos de agua y tierra, jalonados por los antiguos asentamientos jesuíticos que le dieron nombre, deparan incontables sorpresas naturales, desde aquellas plantaciones donde interviene la mano del hombre para llevar mate y té a las mesas urbanas, hasta los ríos caudalosos donde el horizonte se pierde en el agua, las selvas se atreven a frenar el paso del sol y, por supuesto, las impresionantes cataratas que coronan, en el límite con Brasil, el poderío del agua. Aunque dos iconos de Misiones –las ruinas de San Ignacio Miní y las Cataratas del Iguazú– se convirtieron en su imagen para la vidriera turística mundial, los senderos de la provincia merecen ser recorridos con tiempo para descubrir inéditos rincones de naturaleza y selva, culturas inmigrantes que se fusionaron con las locales, yacimientos de piedras semipreciosas, restos de otras misiones y testimonios del arte regional. Misiones es una auténtica caja de Pandora, y un viaje al corazón de la provincia es la mejor manera de abrirla para dejar que vuelen sus encantos.

Caminos de yerba

El centro misionero, entre Posadas y Apóstoles, es el corazón de las plantaciones de yerba mate, el producto emblemático de la provincia, cuyo cultivo tiene orígenes muy antiguos y ha forjado todo un sistema de producción y de vida. Los guaraníes eran consumidores habituales de yerba mate, bautizada “hierba del Paraguay” por los primeros españoles. Aunque en un principio los jesuitas desconfiaron, luego adoptaron su cultivo y se convirtieron en los primeros productores a gran escala. Las plantaciones, sin embargo, fueron abandonadas cuando la orden fue expulsada de América: hubo que esperar hasta los primeros años del siglo XX para hacer germinar semillas recolectadas en los yerbatales jesuíticos, transformados por los siglos en plantaciones salvajes. Esta historia puede conocerse en Apóstoles, donde se visitan el Museo de la Yerba Mate y se conocen los pasos del proceso de industrialización. La ciudad, donde se instalaron a fines del siglo XIX numerosos inmigrantes del este europeo, tiene hoy un Museo Ucraniano y el imperdible Museo Histórico Juan Szychowski, un colono polaco que fue pionero en el cultivo y procesamiento de la yerba mate. Situado en las afueras de Apóstoles, el museo conserva la ingeniosa maquinaria construida por Szychowski, relata la historia de la industria y, al salir, ofrece pasar por la matería para probar un sabroso mate en el corazón mismo de la región yerbatera. Una buena opción es hacer base en Posadas, la capital misionera, que ofrece todos los servicios, y donde se pueden visitar la Catedral, el Museo de Arte Juan Yapari y el Museo Regional Aníbal Cambas, que expone piezas de la época jesuítica, armas de las guerras de independencia y objetos indígenas.

Las misiones de Misiones

El circuito de las misiones jesuíticas abarca más que su imagen más conocida, las de San Ignacio Miní. Entre Candelaria y Corpus quedan como testimonio las ruinas de Santa Ana, Loreto, Candelaria y San Ignacio, que asoman como testigos de un tiempo épico entre la selva que todo lo invade. La reducción de Candelaria, donde funcionaba el centro administrativo de las misiones, se estableció en 1627, aunque tuvo que ser trasladada años después por los ataques continuos de los bandeirantes. Gran parte de lo que queda hoy está dentro del predio del Servicio Penitenciario Federal. Las ruinas de Santa Ana, por su parte, están prácticamente cubiertas por la vegetación, que deja entrever la importancia de sus construcciones y las dimensiones que tuvo en otro tiempo. Otras 75 hectáreas tapadas por la selva son las ruinas de Loreto, donde funcionó la primera imprenta de Sudamérica. A orillas del Paraná también quedan algunos restos de la misión de Corpus Christi, y también hay vestigios de Santo Tomé, Mártires y Santa María la Mayor, pero en general son poco visibles. Los dibujos de Florian Paucke, el jesuita que retrató escenas de la vida cotidiana en las misiones (en particular en San Javier), ayudan a imaginarse cómo fueron estos lugares siglos atrás, cuando los indígenas asistieron a la imposición de un nuevo mundo y un nuevo sistema sobre aquel en el que habían vivido durante generaciones, una revolución de tal magnitud que sus huellas duran hasta hoy.

Sin duda, son las ruinas de San Ignacio Miní las que más ayudan a comprender ese mundo y el trabajo ingente de los guaraníes en las reducciones. Rojas, como es rojo todo lo que toca la tierra en Misiones, las paredes aún en pie de San Ignacio hablan de sacrificios pero también de arte, de vida cotidiana, del trabajo agrícola y de la educación de miles de indígenas en una cultura con la que llegaron a una indeleble fusión. Todo lo que queda puede visitarse (por las noches hay espectáculos de luz y sonido) y revela con claridad la disposición original de los distintos sectores de vivienda y trabajo de la misión. Se destacan las paredes de piedra de la iglesia (las partes de madera fueron destruidas por un incendio), con sus abundantes decoraciones y tallas, donde se mezclan los rasgos guaraníes con los del conquistador. Cuando no hay turistas, es más fácil imaginar en soledad lo que habrá sentido el grupo de expedicionarios que en 1903 redescubrió las ruinas ocultas por la selva: iba con ellos Leopoldo Lugones, y como fotógrafo el cuentista Horacio Quiroga. Poco después, Quiroga se mudó a Misiones y se estableció en San Ignacio, donde se dedicó a cultivar yerba y cítricos, al tiempo que escribía. En una meseta sobre el Paraná se encuentra su casa original, y una réplica construida muchas décadas después.

Selva y agua

Las Cataratas del Iguazú, cerca de donde Misiones se toca con Paraguay y Brasil, no necesitan presentación. Pocos paisajes en el mundo tienen la fuerza prodigiosa de estas caídas de agua de hasta 80 metros de altura, que se derrumban en una fiesta de sonido e imagen multiplicándose en infinitos arcoiris. El sistema de pasarelas permite pasar a pocos centímetros de los principales saltos y llegar hasta el borde de la impresionante Garganta del Diablo, donde el río Iguazú superior se desliza por una garganta de basalto levantando permanentemente una columna de humo que se divisa a la distancia. En el circuito de las Cataratas hay dos recorridos, inferior y superior, que ofrecen algún grado de dificultad por las escaleras necesarias para salvar los relieves del paisaje. Los senderos internos del Parque Nacional Iguazú, que engloba el sistema de las Cataratas, se pueden recorrer a pie, en tren o en vehículos todo terreno descubiertos, ideales para ingresar en la selva acompañados de guías que ayudan en la interpretación del paisaje. Vale la pena la experiencia de embarcarse hasta el pie mismo de las Cataratas para sentir en primera persona todo el fragor del agua y los saltos sobre las olas, que parecen hacer vibrar todo el paisaje. Para los que buscan un toque más de aventura, en el lado brasileño se instalaron circuitos de canopy que permiten desafiar el vértigo caminando por la copa de los árboles, y arrojarse en tirolesas no aptas para tímidos.

Junto a las Cataratas del “agua grande” (el significado de Iguazú en guaraní), nombre nunca mejor puesto, Misiones tiene otros saltos menos conocidos pero también impresionantes. Primeros entre ellos los del Moconá, en el parque provincial del mismo nombre, que forma parte de un gran corredor verde junto con otras reservas vecinas. Se puede partir de la localidad de El Soberbio, donde se cultivan plantas para la fabricación de aceites esenciales (como citronela o lemon gras), para acceder a los saltos por el río mediante excursiones en lancha. Por tierra hay que recorrer los 70 kilómetros que separan El Soberbio de los saltos en vehículos todo-terreno, teniendo en cuenta que se trata de un camino nada fácil e intransitable si llueve. Pero el espectáculo es una recompensa que vale la pena: el río, que en parte de su recorrido se separa en dos brazos, vuelve a unirse superando con un salto espectacular la distancia de altura que fue ganando durante esa separación. Es decir que parte del río cae, paralelamente, sobre sí mismo, a lo largo de tres kilómetros ycon saltos de entre cinco y doce metros de altura. Hay que recordar que los saltos no se ven cuando crece el río, porque desaparecen al emparejarse ambos niveles, por lo que muchas agencias ofrecen actividades alternativas cuando esto sucede.

En el otro extremo de Misiones, en dirección al Paraná, las aguas vuelven a sorprender. Se puede elegir Aristóbulo del Valle como punto de partida para recorrer este sector, y llegar desde allí al Parque Provincial Salto Encantado. Este Parque, que protege más de 700 hectáreas, tiene su punto culminante en un salto de 60 metros de altura, impresionante visto desde una profunda hondonada a la que se baja por una escalera de 266 escalones. Aquí vive una colonia de vencejos de collar (en la Garganta del Diablo vive otra variedad, que anida detrás de los saltos de agua). Y entre Aristóbulo del Valle y El Soberbio, nuevos saltos salen al cruce: Los Cedros, en una caída de agua de casi 40 metros, cerca de la localidad de San Vicente, y Rosa Mística, que salta casi cien metros en dos etapas.

Luego, Misiones ofrece muchos otros lugares por descubrir, entre poblados de colonos y pueblos a la vera de la selva. En un lugar o en otro la naturaleza es reina, bajo la forma de la omnipresente tierra colorada, los árboles y el agua, que configuran un paisaje más que fértil, exuberante. Vale la pena recorrerla con tiempo para hacer avistaje de avifauna, descubrir las arraigadas tradiciones indígenas, interiorizarse de los modos de vida que aportaron los inmigrantes y volver sintiendo que esa naturaleza gigante, del agua grande, se alimenta un poco del alma de quienes la visitan y así perpetúa en el espacio y el tiempo su ciclo vital.

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Cursos de agua serpentean entre la exuberante selva misionera.
 
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