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Domingo, 28 de mayo de 2006

BRASILIA > EL SUEñO DE NIEMEYER

Eramos tan modernos

Inspirada en el modelo de la “ciudad radiante” de Le Corbusier, Brasilia sigue siendo, a 46 años de su creación, una ciudad monumental petrificada en la vanguardia de los sesenta. Un paseo por la ciudad-manifiesto del racionalismo modernista, convertida ya en una reliquia y declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

 Por Julián Varsavsky

Cuando el presidente Juselino Kubitschek inauguró con toda pompa la ciudad de Brasilia el 21 de abril de 1960, sobre los edificios de hormigón armado que albergarían al poder político sobrevolaba la promesa liberadora del modernismo. El mandatario anunciaba “el despertar de una nueva alborada”, y sus palabras quedaron cinceladas en algunos de los monumentos clave de la ciudad que se adelantó varias décadas al presente, al menos desde lo arquitectónico. Hoy en día, al recorrer las avenidas que conforman el eje monumental de Brasilia, se descubre que ya no es más la ciudad del futuro sino la de un pasado cercano donde está plasmada una instantánea perfecta de hace cuatro décadas y media, cuando se concretó un modelo urbanístico que estuvo a la vanguardia de la arquitectura a nivel mundial. Pero a esta altura de la modernidad, Brasilia es más bien un museo arquitectónico –aunque con vida propia– que atrae a viajeros interesados por conocer un ejemplo puro de planificación de una capital prefabricada de manera completa, a la que luego se le agregaron los habitantes. Era, a todas luces, la cristalización del sueño teórico de Le Corbusier conocido como la “Ciudad radiante”.

Luces de la modernidad

En 1954, sobre el final de su segundo gobierno, Getulio Vargas aprobó el proyecto de trasladar la superpoblada capital administrativa del país al centro del mapa nacional, en el estado de Goiás. Pero Vargas se suicidó ese mismo año y fue Juselino Kubitschek quien concretó el plan luego de ganar las elecciones bajo la consigna de alcanzar “50 años de progreso en 5 años”. En Brasil se vivía uno de esos momentos cíclicos en que predomina la idea de que la razón –ligada al progreso tecnológico y cultural– traería consigo el bienestar para las mayorías, de acuerdo con el slogan de “Orden y progreso” que lleva inscripta la bandera de Brasil desde 1889.

El proyecto implicaba hacer confluir físicamente en un lugar equidistante de los principales núcleos sociales del país los flujos de poder y las decisiones políticas, algo que impulsaría el desarrollo del interior y lograría una sociedad más dinámica y menos burocrática. La presidencia de Kubitschek llegaba a término el 21 de abril de 1961, así que había que trabajar con premura en este experimento urbanístico para que no fuese otro quien se llevara los laureles. Y le fue muy bien, porque mandó construir en medio de la sabana desolada una ciudad entera, colocando a Brasil –o al menos a este pequeño pedazo del país– como un ejemplo de avanzada tecnológica. Como resultado, Kubitschek se convirtió en un político muy popular y ahora su imagen, rodeada de un aura de gloria, aparece en algunos murales de edificios ministeriales, en estatuas y en un llamativo megamausoleo diseñado por Oscar Niemeyer, donde una figura de hierro del ex presidente saluda al pueblo desde lo alto de una columna, rodeado por una hoz gigante. La inauguración de este monumento se atrasó tres meses porque los militares lo rechazaban por considerarlo una propaganda comunista de su autor.

Para llevar a cabo el proyecto, Kubitschek creó el Novacap (Compañía urbanizadora de la nueva capital), colocando al frente a un talentoso y joven arquitecto llamado Oscar Niemeyer, quien organizó un concurso para presentar un plan maestro de urbanización. El proyecto ganador fue el del arquitecto Lucio Costa, quien readaptó en unas pocas carillas el modelo de la “Ciudad radiante” de Le Corbusier, que si bien no traería consigo el progreso y la liberación, al menos sería su posterior reflejo. El encargado de plasmar en lo concreto aquel proyecto fue Niemeyer, quien diseñó los principales edificios de gobierno con un estilo futurista que sería el sello arquitectónico de la política oficial. Brasilia era entonces el sueño modernista que comenzaba a irradiar su luz de un día para el otro en medio de la nada desierta de Goiás.

Según contó Niemeyer en numerosas entrevistas, los obreros llegados de todo el país trabajaban en conjunción con los directores de la obra, quienes vestían igual que ellos e incluso dormían en las mismas casas demadera, como en un sistema socialista. La paga que recibían los obreros era muy buena y Niemeyer se negaba a recibir un salario superior al de un funcionario público común. De alguna manera se atenuaban las diferencias sociales, algo que desde la teoría de la planificación urbana también se buscaba impulsar en la futura ciudad.

La ciudad radiante

Las torres anexas al Congreso Nacional y la cúpula invertida de la Cámara de Diputados.
Foto:Ana Schlimovich

Tanto Niemeyer como Lucio Costa –cabezas del modernismo brasileño– habían estado ligados a Le Corbusier, el primer gran urbanista del siglo XX que comenzó a preocuparse porque el fenómeno moderno de las megalópolis se vislumbraba como un problema grave por solucionar. Y para enfrentar los niveles de hacinamiento masivo trazó algunos conceptos alrededor de la idea de la “Ciudad radiante”. El modelo cobró forma en la famosa Carta de Atenas (1942), donde el urbanista planteaba que un desarrollo no planificado de las ciudades estaba llevándolas al caos, mientras que una ciudad integralmente planificada sería una ciudad ideal que a su vez generaría una sociedad ideal. Los lineamientos se basaban en la segmentación de la nueva ciudad bajo el parámetro de la funcionalidad, convirtiéndola en una “máquina para vivir”. En primer lugar, había que separar el creciente tránsito vehicular del tráfico peatonal. Por otra parte la extensión, el estilo y la ubicación de cada área residencial se preestablecían dentro del plan para evitar el hacinamiento y lograr que estuviesen rodeadas de espacios verdes. Allí se elevarían torres rodeadas de autopistas de una sola mano que confluyeran en el centro geográfico de la ciudad, donde estaría la terminal de transportes, tal como se hizo en Brasilia.

El Plan Piloto de la ciudad que diseñó Lucio Costa parte de dos ejes de unos 7 kilómetros cada uno que se cruzan formando una especie de cruz con los brazos levemente inclinados. El lugar indicado para analizar la concepción estructural de la ciudad es la torre de televisión de la ciudad, desde donde se ve el Eje Monumental –con sus edificios de gobierno– y el Eje Rodoviario, que alberga los conjuntos residenciales y el distrito de las embajadas. Además, cada eje tiene varias vías vehiculares separadas entre sí por amplios espacios verdes.

Al avanzar en auto por el Eje Rodoviario se descubren las famosas supercuadras. La unidad mínima es una manzana con once edificios de no más de seis pisos, una norma que, además de mantener una coherencia estética, fue pensada para que una madre pueda llamar desde la ventana de su casa al hijo que juega en los jardines que separan las edificaciones. Los edificios están elevados sobre pilotes para que se pueda circular a pie por debajo de ellos. Cada manzana alberga a unas 3000 personas y cuatro manzanas conforman una unidad vecinal donde teóricamente se puede llegar a pie a todos los servicios básicos. Las supermanzanas tienen un jardín de infantes y un parque, mientras que cada unidad vecinal de 12.000 habitantes comparte una iglesia, una escuela, un campo deportivo, un cine y un centro comercial. Los edificios, por su parte, serían todos bastante parecidos, limitando así las distinciones sociales.

El eje monumental

Una corona de espinas es el simbolismo de la catedral circular de Brasilia.
Foto:Embratur

El espacio más llamativo de la ciudad es el famoso Eje Monumental, la imagen de Brasilia a nivel mundial. Está surcado por tres calles paralelas con un gran espacio verde entre las dos exteriores. A la cabeza del eje está la Plaza de los Tres Poderes, un gran espacio abierto de concreto con un edificio en cada ángulo, que simboliza la independencia de los tres estamentos de la democracia. En la base del triángulo están enfrentados la Corte Suprema y el Planalto, y en el ángulo superior está el Congreso Nacional. El Planalto, sede del Poder Ejecutivo, es una gran casa con cerramientos de vidrio, en contraposición a los palacios fortaleza que normalmente albergan el poder (las visitas al interior se realizan los domingos de 9.30 a 13). El Congreso Nacional es considerado por Niemeyer su obra predilecta: dos cúpulas –una cóncava y otra convexa– son los respectivos recintos de las dos cámaras. Y justo detrás hay dos torres gemelas de 28 pisos que funcionan como anexo. En el Eje Monumental también está el Palacio de Itamaraty (Ministerio de Relaciones Exteriores), cuyo interior es muy visitado por su colección de esculturas y cuadros de grandes artistas brasileños, como Cándido Portinari.

Más adelante se extiende la Explanada de los Ministerios, un gran espacio verde flanqueado por dos hileras de edificios exactamente iguales que suman 17 en total y albergan a los ministerios del Poder Ejecutivo. Al final se levanta la Catedral Metropolitana Nossa Senhora Aparecida, que está levemente apartada del eje, ya que en la sociedad democrática la Iglesia está separada del Estado. Niemeyer era ateo y comunista, pero sin embargo logró en esta catedral lo que fue para muchos su mayor inspiración creativa. Se trata de un edificio de planta circular que carece de fachada y tiene la forma de una gran corona de espinas. Se ingresa por una galería en penumbras que desciende al nivel del subsuelo –simbolizando la entrada a las catacumbas romanas–, pero desemboca en un ambiente circular cuyo techo completo es un gran vitral de absoluta luminosidad del cual cuelgan imágenes de ángeles que parecen flotar en el aire.

Defensores y detractores

La Plaza de los Tres Poderes alberga los edificios del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, uno en cada ángulo.
Foto:Embratur

Brasilia, como todo proyecto que toma un partido muy definido, tiene sus defensores y sus detractores. Se la ha llamado una utopía inaplicable, y en verdad lo es por derecho propio, porque por lo general las ciudades nacen espontáneamente y no de un día para el otro. Entre sus virtudes se cuentan una elevada calidad de vida, la ausencia de rascacielos que acorten el horizonte visual, las calles y avenidas casi limpias de carteles y anuncios publicitarios, y la cuidada coherencia estética de sus barriadas, que no se pueden modificar alegremente, de acuerdo con los parámetros urbanísticos que exige la Unesco para las ciudades patrimonio.

Los detractores le critican en cambio que los inmigrantes más pobres vivan en las ciudades satélite a 20 kilómetros de distancia –donde las condiciones de vida no son las de Brasilia–, que carezca de centros de reunión masivos en la calle que favorezcan el intercambio social –de hecho, por momentos la ciudad parece desierta–, que sus edificios sean algo fríos y la circunstancia de haber aislado al gobierno manteniéndolo a salvo de la presión social. Resulta curioso que muchos edificios estén rodeados por decorativos fosos de agua.

Las supercuadras también han recibido sus críticas por no haberse previsto suficiente espacio para el estacionamiento. Al mismo tiempo se remarca que la ciudad fue planificada para recorrerla en auto, porque los peatones no pueden ir por sí mismos a ningún lugar fuera de su barrio, ya que a todos lados se llega por autovías, muchas de ellas sin veredas.

Todavía hoy, Oscar Niemeyer se defiende diciendo que él sólo se ocupó de diseñar los edificios y no de la planificación de la ciudad. Además afirma que el clima de igualdad que reinó durante la construcción se terminó el mismo día de la inauguración simbólica de la ciudad, que por su parte siguió creciendo como cualquier otra de Latinoamérica. Y además declara que la arquitectura complementa al urbanismo y no tiene ninguna influencia en la vida social. “Cuando realicé el Palacio del Planalto coloqué una tribuna delante de la Plaza de los Tres Poderes para que el pueblo escuchase desde allí: que no haya ocurrido no es culpa del arquitecto.”

Polémicas al margen, Brasilia fue y sigue siendo un objeto de estudio para arquitectos y urbanistas de todo el mundo, que vienen a aprender de sus aciertos y errores, y es también un destino para viajeros curiosos que, de regreso de alguna playa nordestina, hacen una escala obligatoria en la capital y aprovechan para darse un “baño cultural” de vieja arquitectura moderna.

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La cúpula de la Catedral Nossa Senhora Aparecida, con sus ángeles colgantes.
Imagen: Ana Schlimovich
 
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