UNIVERSIDAD › OPINION

La lengua del saber

 Por Diego Tatián *

En diversos coloquios y encuentros académicos en los que la universidad busca pensarse a sí misma en sus rutinas de transmisión del saber y producción del conocimiento, puede corroborarse un retorno de la pregunta por la crítica, término que designa la herencia mayor del proyecto histórico, social y político que lleva el nombre de Ilustración. ¿Cuándo un conocimiento es crítico? Cuando el trabajo con las palabras, los materiales y las ideas que llamamos investigación no se desentiende de un conjunto de preguntas (cuya pertinencia no tiene por qué ser considerada privativa de las ciencias sociales) que acompañan –y a veces incomodan– la producción y transmisión de conocimientos: ¿para qué?, ¿para quién?, ¿con quién?, ¿quién lo decide y por qué?, ¿a quién le sirve?, ¿qué intereses satisface?, ¿contra quién puede ser usado?

Cuando se habla de crítica no se alude a ninguna incumbencia exclusiva de la filosofía, las humanidades o las ciencias sociales, sino a los nuevos lenguajes e ideas que son capaces de concebir las ingenierías; a los múltiples saberes acerca de la salud y enfermedad que irrumpen en la medicina; a una reflexión del mundo económico capaz de desnaturalizar modelos que se presentan como ineluctables y necesarios, y así sucesivamente con las ciencias naturales, el derecho, la arquitectura...

Conforme esta acepción, la crítica sería el acompañamiento del trabajo académico e intelectual por una reflexión acerca de su sentido que precisamente resguarda al conocimiento de su captura por el mercado o por poderes fácticos de cualquier índole; es decir lo resguarda de las heteronomías que lo politizan de hecho, en favor de un compromiso social explícito y lúcido que, por tanto, no mengua su libertad sino más bien la expresa.

Frente al progresismo reaccionario que hoy disputa el sentido del estatuto universitario, acusando de “conservadores” a quienes de una manera u otra resisten la conversión de la universidad en una empresa de servicios, la interlocución con la historia, la anamnesia y la anacronía pueden esconder un insospechado contenido crítico. En ese aspecto, una universidad democrática mantiene una importante dimensión conservacionista, capaz de invocar contenidos antiguos en alianza con otros nuevos, contra el paradigma de una eficiencia definida en términos del mercado, que se busca hacer prosperar y naturalizar como pura prestación de servicios determinada por la demanda estricta –de consumidores, de empresas, de grandes capitales–. En ello, en la encrucijada crítica de memoria e invención, radica quizá la mayor contribución democrática de la universidad pública.

Una tarea de principal importancia bajo esta misma inspiración crítica es la recuperación del español como lengua del saber, como lengua científica y filosófica. Lo que no equivale a promover un provincianismo autoclausurado y estéril, sino un universalismo en español que se acompaña con el aprendizaje de muchas otras lenguas para acceder a todas las culturas y entrar en interlocución con ellas contra la imposición de una lengua única. El desarrollo del español como lengua del saber, del pensamiento y del conocimiento académico postularía un internacionalismo de otro orden, babélico y no monolingüe, y requeriría un cambio radical en nuestra cultura de autoevaluación universitaria y científica.

Ese cambio consiste en la decisión de no reducir el propósito de la actividad científica a una comunicación de resultados en inglés para especialistas a través de revistas –paradójicamente llamadas de “alto impacto”– que efectivamente garantizan la calidad de las publicaciones, sino también –sin sacrificar lo anterior, además de ello– promover el español como lengua capaz de acuñar conocimientos e interpretar el mundo de manera singular.

La tarea de volver al español una lengua hospitalaria de la ciencia y una herramienta para su transmisión requiere de una decisión política –de la universidad, del Conicet, pero también de los investigadores, cuyo trabajo, de manera explícita o tácita, se halla confrontado con cuestiones políticas por relación a la lengua–. Dicha opción no es convertible con un chauvinismo resentido y autorreferencial sino todo lo contrario. Plantear para la filosofía y las ciencias algo así convoca –por supuesto de manera no directamente trasladable– la experiencia literaria borgiana y la transformación en la manera de percibir el mundo de los argentinos después de ella.

En efecto, la tarea de explorar el español en sus posibilidades ocultas y de haberlo llevado a su máxima expresión no abjura de su puesta en interlocución con todas las lenguas, más bien la presupone. Entre el inglés de la infancia y el árabe que había comenzado a estudiar en Ginebra poco antes de morir, Borges conjugó la lengua de los argentinos con muchas otras, vivas y muertas, sin no obstante desconocer que “un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.

El estatuto de la literatura, la ciencia y la filosofía no son cuestiones menores en la actual experiencia latinoamericana que emerge finalmente como laboratorio democrático, cuyo litigio central es la conquista de la igualdad, y constata una irrupción de movimientos populares orientados a desactivar lo que la filósofa brasileña Marilena Chaui llamó el “discurso competente”, la ideología de la competencia explicitada en la llamada “sociedad del conocimiento”, conforme la cual el conocimiento, convertido en una mercancía entre otras, se determina como una fuerza productiva de capital y el principal activo de las empresas.

En la “sociedad del conocimiento”, el pensamiento y las ideas “improductivas” (en sentido marxiano, es decir no subordinadas a la reproducción del capital) se hallan “fuera de lugar”; la ideología que la sustenta es un progresismo tecnocrático conforme el cual nada –nada nuevo– podría o debería suceder; un progresismo inmune a los riesgos y las implicancias emancipatorias de un saber instituyente que pudiera “hacer un hueco” en el conocimiento instituido.

El discurso competente –la delegación de las decisiones políticas en “especialistas” y, en términos generales, la subordinación de la política a la economía– presupone un saber alienado de la vida colectiva, y su captura como propiedad privada e instrumento de dominación. La ideología de la competencia (en el doble sentido del término) presupone pues la destrucción misma del principio que afirma la comunidad del pensamiento, el pensamiento como lugar común, la lengua compartida como tesoro acumulado por muchas generaciones de escribientes y de hablantes en las que encontrar palabras que nos permitan abrir la historia y decir cosas nuevas, y opera su sustitución por el principio opuesto que afirma la incompetencia de los muchos y la competencia especializada de unos pocos. Es éste uno de los núcleos de la despolitización neoliberal.

Contra el discurso competente, mantener abierta la cuestión democrática en la aventura latinoamericana presupone una reflexión sobre el saber –un saber de las condiciones del saber– que reconoce la radical igualdad de los seres humanos como sujetos capaces de acciones y pensamientos. Esa comunidad del pensamiento (y, si nos fuera permitido acuñar este término, el “comunismo del conocimiento”) nada tiene que ver sin embargo con una transparencia de los significados culturales ni con la impugnación resentida de todo lo que no puede ser entendido por todos de la misma manera. Semejante ilusión de transparencia no sólo es imposible, es además indicio de una pulsión antiintelectual reaccionaria que censura la experimentación con la lengua, con las formas y con las prácticas. Lo común no equivale al sentido común ni a la opinión pública –que no obstante el adjetivo suele ser privada, estar privada–. Lo común no aspira a un mundo de la comunicación total.

Diríamos más bien que se desarrolla paradójicamente como la generación de muchas “lenguas menores” cobijadas por el español, y también como resguardo de lenguajes extraños, no comunicativos ni argumentativos, en la conversación pública latinoamericana de los seres humanos respecto de sí mismos. Lo común no es uniforme ni algo ya dado sino siempre una conquista del saber, del pensamiento, del arte y de la política; un trabajo, un anhelo, una opacidad; el objeto de una interrogación y de un deseo. Lo que está siempre ya dado es más bien la “opinión pública”, que Marx llamaba ideología y, antes, Spinoza llamó superstición: es decir, una elaboración del miedo que lo perpetúa y perpetúa el estado de cosas que lo genera para así bloquear cualquier transformación.

* Universidad Nacional de Córdoba.

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