UNIVERSIDAD › OPINION

El profesor de la otra aula

 Por Pedro Lipcovich

¿Quién escribió que enseñar es una profesión imposible, profesor? El profesor Bernardo Areco jamás meditó sobre esta fórmula, escrita por Sigmund Freud: de otro modo no se habría atrevido a aplicar su insólita prueba evaluatoria, diseñada por él mismo en un instante y hecha pública sin reparos. La única virtud posible del test de Areco debe consistir en promover una reflexión crítica sobre las condiciones institucionales y políticas que permitieron su puesta en práctica y acompañaron su difusión.
Una de las razones por las cuales enseñar es profesión imposible, radica en que la trasmisión de conocimientos sólo puede darse en el marco de un vínculo entre el maestro y el alumno: por lo tanto, cada acto de enseñanza está sujeto a los malentendidos, los engaños y desconocimientos propios de todo vínculo entre seres humanos. Según su propio testimonio, Areco –escribano, especialista en marcas y patentes, docente part-time de Derecho Romano en la Universidad Nacional de La Plata– estimaba que sus alumnos no entendían los conocimientos que trataba de impartirles; en el primer parcial, reprobó a la mayoría. “Los increpé, pero advertí que ellos no entendían el mensaje.”
En el pico de su conflicto con los alumnos –“los increpé...”–, el escribano Areco se atribuyó la capacidad de diseñar y aplicar de inmediato un instrumento evaluatorio sobre cultura general –“les pregunté lo que se me ocurrió en el momento”; “fue algo improvisado”, comentó después–. Es difícil pronunciarse sobre las virtudes de ese diseño de evaluación: lo innegable es que servía a reinstaurar o consolidar una relación de poder.
En ese marco, las respuestas de los alumnos pueden leerse de cualquier manera, por ejemplo, como ejercicios de tomadura de pelo: así, un dodecaedro es “dos decaedros”, una parte del caballo es “la montura”, la rosa de los vientos es “una maleza” y el vicepresidente de la Nación es (¿qué duda cabe?) “un corredor de lanchas”.
¿Por qué aquellos alumnos no aprendían? Hay que presuponer que ni la conducción de su estudio notarial ni su especialización en un tema que no es el que enseña le restan al profesor Areco el tiempo necesario para no improvisar sus clases ni para reflexionar sobre los problemas que inevitablemente surgen en la enseñanza. Esa reflexión no debe excluir, como variables que intervienen en el resultado final, el desempeño del docente y el marco institucional en que se desarrolla la enseñanza.
Cuando el profesor sentía que sus alumnos no aprendían, antes de que la relación con ellos llegara al punto de increparlos, ¿no pudo haber otras instancias a las que acudir? ¿Hay reuniones de cátedra en Derecho Penal de la UNLP? Esa facultad, ¿ofrece a sus docentes ámbitos dónde examinar los problemas que se les presenten en la enseñanza? La actitud de Areco sugiere que, al menos para él, no había terceridad que pudiera intervenir en ese conflicto.
Por lo demás, cada profesor sólo está habilitado para enseñar y evaluar dentro de los límites de su materia: en el caso de Areco, debía impartir Derecho Penal; no era su función tomar pruebas improvisadas sobre ningún otro asunto. Su actitud sugiere la posibilidad de que en esa facultad la enseñanza se organice de manera feudal, de que cada docente no deba dar cuenta de sus actos ni reconocer límites preestablecidos para sus acciones con los alumnos.
Admitamos, sin embargo, una pregunta: ¿no será de todos modos cierto que muchos alumnos desconocen datos elementales? Es posible, no es tan fácil evaluarlo y hay que hacer dos salvedades. Primero, la única perspectiva de que el alumnado, como cualquier estamento de una institución, reconozca sus limitaciones, asuma sus responsabilidades y comprometa su esfuerzo, es generar un marco en el que los demás estamentos institucionales hagan lo mismo. La segunda salvedad consiste en diferenciar esta inquietud de la evidente, solapada campaña contra la educación pública que desarrollan algunos medios de comunicación. Parece muy difícil que los alumnos del escribano Areco, a esta altura del conflicto, puedan aprender algo de él. No es imposible sin embargo que, en otra aula de la misma facultad, dicte clase un profesor que ha dedicado su vida al estudio del derecho romano y que pone toda su pasión en enseñar cómo ese cuerpo jurídico, por primera vez en la historia de la humanidad, sostuvo, de manera siempre precaria y perfectible, los derechos y responsabilidades del ciudadano. A los alumnos de la otra aula les irá mejor o peor en las evaluaciones, pero alguno de ellos, muchos años después, al redactar una sentencia, de pronto tendrá una idea fecunda que, sin que él mismo lo sepa, habrá nacido de aquella enseñanza. El profesor de la otra aula, desde el olvido, como todo maestro verdadero, habrá logrado lo imposible.

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