VERANO12

SANDRINI

Entrevistado por Alberto Amato
Gente,
marzo de 1979


Bueno, mirá: creo que el remanente total que me ha quedado, ahora que acabo de cumplir setenta y cuatro años, es la vigencia. Creo que todavía puedo llegar a llenar un teatro, que es lo más difícil, porque eso comprende todo. Llenar un teatro quiere decir alguien que quiere contratarte, gente que quiere ir a verte. En suma: éxito. Y eso, te repito, para uno es el remanente total.

Hice lo que quería ser. Yo quería ser actor, ¿sabés?, bueno: lo fui. Después quise tener éxito y más o menos lo he tenido. Después quise perdurar, y al cabo de cincuenta años de hacer teatro descubro que estoy en vigencia. Pero en esto siempre se quiere algo más, siempre se quiere algo más...

Yo quise ser actor de la misma forma que otros muchachos quieren ser médicos, albañiles, remeros o dueños de una calesita. Mi padre era actor. Al principio él quería que mi hermano y yo estudiáramos, que siguiéramos una carrera. Le hicimos caso. Pero después (esto ya lo conté tantas veces) no encontramos nada mejor que meternos en el teatro. En aquella época era difícil entrar en un teatro. A nosotros, por el viejo, nos fue fácil. Entramos en la compañía de él. También fui vocacional en San Pedro. Después, cuando vinimos a Buenos Aires, vino el circo... ¿Qué queríamos? Llegar. Lo interesante, lo más importante para nosotros, muchachos de dieciocho años, era llegar.

Hoy, después de cincuenta años de andar por los escenarios, sigo creyendo que lo más importante es llegar.

¿Adónde? No sé. Creo que en el teatro no se llega nunca. No sé. No conozco a nadie que, en el teatro, pueda decir: yo he llegado.

¿Querés que te cuente una cosa? Yo, a los dieciocho años, quería ser actor y llegar. A los veinte años creí que ya había llegado. A los veinticinco me di cuenta de que todavía no había llegado. Y hoy, a los setenta y cuatro años, descubro que no voy a llegar nunca.

Estaba sentado en un sillón, frente a su escritorio frente a una pared con algunas plaquetas, un par de sables con cintas argentinas, unas fotos de su mujer y de sus hijas, trofeos. Frente a una biblioteca enorme, si miraba a su izquierda, por los finos espacios que dejaba la cortina de la ventana, veía el parque, a sus seis perros corriendo y ladrar al sol y a las sombras. Por momentos, antes de contestar, perdía los ojos en los estantes cargados de libros que tenía frente a él. Antes de empezar la entrevista había saludado a un viejo amigo, un iluminador que pasó a saludarlo. “Merayo, ¿cómo estás? ¿Cómo anda la patrona?” Y antes de la primera pregunta había dicho: “Ah, sí ¿viste? La puerta de calle siempre está abierta para el lumbago. Entra y se va cuando quiere...”.

–¿Qué es un actor, preguntás? No sé. Eso no se sabe. Nadie sabe qué es ni hasta dónde puede dar. No es fácil ser actor. No es fácil ser artista, quiero decir. Todo lo que es artístico es difícil porque siempre nace uno que es mejor. Y tampoco se podría decir qué cree el público que es un actor. Siendo yo un artista ya no soy público: entonces no puedo opinar. Te digo que no te la hago fácil, pero no me preguntes qué es ser más, qué es querer llegar. Yo sólo sé que todos quieren ser más y llegar...

Sobre la mesa ratona, frente a él, había un libro: Charles Chaplin, el genio del cine. Era uno de los regalos de cumpleaños (nació el 22 de febrero de 1905). Le preguntamos si quería tomarse unas fotos en el parque de su casa de Martínez con ese libro en la mano. Salió, caminando con dificultad después del ataque de hemiplejia que lo derrumbó en diciembre de 1976, pero que no le impidió volver al escenario, hacer giras por Estados Unidos y México, firmar contrato para una próxima película (lleva filmadas más de setenta, incluyendo la primera sonora del cine nacional), salió, decía, al parque, libro en mano. Se sentó en una silla, en medio del parque. Mientras el fotógrafo cambiaba los lentes miró el título del libro, hojeó unas páginas y dijo: “¿Ves? Este tampoco llegó. Buscó y buscó. Siempre quiso hacer algo mejor. Quería llegar a más. Buscó y buscó. Murió buscando. La vida de un actor es así. ¿Sabés por qué?”.

“Porque cuando vos hacés una película buena, después... ¿qué hacés? Hacés un éxito en teatro, o en cine, o en el que quieras. ¿Y qué lográs? Saber más del oficio. Te es mucho más fácil hacer lo que ya hiciste. Pero te es mucho más difícil hacer algo mejor a lo que ya hiciste. Es una cosa muy compleja... Muy compleja... Pero todo esto que te digo yo ya lo sabía. Hijo de actores como era, sabía que esta vida no iba a ser fácil, que cada vez iba a hacerse más difícil. Sin embargo tuve suerte. Como todos, fui dejando cosas en el camino.”

–¿Qué es lo más importante que dejó en el camino?

–La vida. Nosotros los actores, hemos dejado atrás muchas vidas. Hemos vivido vidas de otros, vidas de ficción, y después se las hemos quitado. Eso no se puede definir, supongo que les debe pasar a todos los actores. También hemos dejado atrás el aplauso. El placer de ver al público palmearte la espalda. Porque hay una cosa clara: todos queremos gustarle a muchos. Es el camino para hacerse popular, es el éxito. Y el artista busca el éxito, y el éxito ¿qué es?: el público.

–Muchas veces me asombro ante la necesidad del artista de sentir al público cerca de él, de palpar el reconocimiento, de saber que en ese momento él está trascendiendo. ¿Eso es tan importante para un actor?

–Es lo fundamental. ¿Qué me dio el teatro, querés saber? Creo que le tengo que restar valor al ser actor. Está bien: por ser actor dejo la vida. Pero el teatro también me da la vida. El que lea esta nota podrá pensar: ¿Y a mí lo que me costó llegar? Y, te repito, ese que lea la nota y piense así puede ser un médico, un remero, un bailarín, un escalador de montañas. A todos nos cuesta, si es que hacemos las cosas con ganas y, a veces, aun haciéndolas con ganas tiene que intervenir la suerte. Yo tuve suerte. Médico, bailarín o escalamontañas, una vez llegado adonde se propuso en un principio, el hombre siempre quiere escalar un poquito más. ¿Cuál es la misión del médico? Salvar vidas. Pero también él tiene una vida y tiene que salvarse. ¿Para qué? Para seguir aprendiendo, investigando y salvando vidas. Esas son ambiciones. Los actores tenemos ambiciones como cualquier otro tipo.

Le dijimos que queríamos hacerle algunas fotos más, pero caminando por el jardín. Se levantó del sillón del parque con cierta dificultad, pero rechazando la ayuda de mi mano. Amagó dejar el libro sobre el sillón y, simultáneamente, su mujer y el fotógrafo le dijeron: “No... con el libro está mejor, es más lindo”. Entonces titubeó. Movió la cabeza a derecha e izquierda. Casi resignado, conservó el libro en la mano derecha. Y antes de empezar a caminar se dio vuelta, con un brillo de picardía en sus ojos marrones y refiriéndose a esos actores novatos que no saben qué hacer con las manos y a los que el director les pone un diario, una carpeta o un cuaderno, dijo: “Está bien, si quieren me saco las fotos con el libro. Pero miren que el libro en la mano es recurso de principiantes”.

Las fotos, por supuesto, lo muestran caminando sin el libro.

El fotógrafo le dijo: “Ahora, don Luis, le voy a hacer algunos primeros planos”. Sonrió. Pensó un poco y contestó: “¿Sabés cuántos primeros planos me habrán hecho? Calculá: son veinticuatro fotogramas por cada segundo de película, y llevo más de setenta películas hechas...”.

–¿Y usted qué le dio al teatro?

–Nada. De verdad: yo no le di nada al teatro. Todo fue para el público. Le habré dado mis actuaciones, pero nada más. Nunca me vi en teatro. Ni siquiera eso le pude dar: una crítica inteligente de una actuación. Después, como todo actor, me di mis gustos. No entré en la onda de las malas palabras. Antes de ser actor las decía muy bien. Pero después me las olvidé todas. Cuando me hice actor no las recordé más. Una sola vez, en una película dije una mala palabra. Dije: “qué... soy”. Y era un insulto a mí mismo. Lo que vos me dijiste recién me halaga, pero no me gusta. Preguntabas si yo tengo conciencia de que soy uno de los grandes del teatro nacional. Te digo: no. Pero sé que trabajé con los grandes del teatro: Muiño, Alippi, Parravicini, Casaux, y como me voy a olvidar de algunos poné etcétera, que con etcétera arreglás todo.

”Estos reportajes son muy difíciles, porque una de dos: o se cuentan miserias o uno entra a halagarse. Y como halagarse es muy feo... Yo creo que de los grandes ya no hay más.

”Al final me dejaste pensando en lo que le di al teatro y aquella pregunta del principio sobre adónde querer llegar. No te pongas contento que no tengo ninguna respuesta nueva. Pero me olvidé de decirte que todas mis interpretaciones, todos mis personajes fueron hechos para que le gustaran al público. No porque me gustaran a mí. Por eso decía que yo al teatro no le di nada, que todo se lo di a la gente. Cuando el personaje me gustaba a mí, generalmente le gustaba al público. Pero nunca hice nada que me gustara a mí solo, sin importarme qué diría la gente. Porque además hace rato que se acabó aquello de que el público no sabe nada. En este país todo el mundo lee y escribe y sabe bastante de espectáculos. Tal vez haya uno, diez, cien, mil, que no saben nada de cine. Pero una sala llena habla de una inteligencia colectiva. Y cuando la gente dice sí, es sí en todas partes del mundo.

–Hemos hablado casi exclusivamente de teatro y poco y nada de cine o de televisión.

–La televisión ha sido lo menos fuerte mío. Pienso que la verdadera fuente del actor está en el teatro. A un primer actor de teatro vos lo ponés a hacer cine o televisión y lo hace. A un primer actor de cine lo ponés a hacer teatro y le cuesta un poco más.

El fotógrafo le pidió que se dejara tomar unas pocas fotos más, las últimas, detrás de un escritorio, el que da la espalda a la ventana y al parque. Alzó una mano y, terminante, dijo “no”. Después, con una sonrisa: “¿Sabés por qué? No me gusta parecerme a esos fulanos que los nombran en cualquier puesto y lo primero que hacen es sacarse una foto detrás del escritorio”. Se sentó en un sillón, delante de su escritorio, claro está.

“Tal vez yo sea el menos indicado para hablar de actores. Hay, sí, una gran diferencia entre los actores de mi generación y los de esta generación. Antes los actores se calificaban por lo que habían hecho, por lo que habían estrenado. Y además prácticamente había sólo teatro: televisión no, y apenas radio. Además, la función del crítico es discutible. ¿Hay una escuela de críticos? No. Y si la hubiera: ¿quién enseñaría? Otra cosa: ¿quién enseña a los actores? Vos tenés a los médicos (hoy la tengo con los médicos), ¿quién les enseña en la universidad? Otros médicos. Si a vos te tienen que abrir la barriga y te dicen: ‘Aquí le traemos a este estudiante, le faltan tres materias para recibirse, pero si viera qué buen estudiante que es...’. ¿Vos qué hacés? No te dejás abrir. Porque es tu panza, porque además duele y porque es tu vida. Exigís que te opere un profesor. En el teatro no hay una persona que te enseñe. Yo creo que lo que enseña es el escenario. Por eso es tan larga la carrera del teatro. Después, no hay mayores diferencias con las otras profesiones. De todos los médicos que egresan, sólo unos pocos llegan a ser eminentes médicos. Y de todos los actores que hubo y hay, muy pocos llegan a ser grandes como los que nombrábamos hace un rato. Al fin y al cabo, para tocar la guitarra solamente hace falta una guitarra y un rancho. O una guitarra sola, dejá el rancho. Y sin embargo ser concertista de guitarra puede ser la carrera más larga de un músico. Algo hay que poner, no sólo las cuerdas. Para ser actor lo mismo. Y depende de qué clase de actor se quiera ser. Porque no hay dos actores iguales y no debe haberlos nunca.”

–Hablemos un poco de su vida.

–Mi vida... Fue como la vida de todos, como la de cualquiera. He vivido muchos años, he viajado mucho, he conocido gente muy importante y de la otra... Mirá: soy un tipo vulgar. Al ser vulgar, soy normal. Al ser normal, me felicito.

–¿Por qué dice “soy un tipo vulgar”?

–Porque pertenezco a los muchos. Y de eso doy gracias a Dios, en el que pienso como toda persona normal.

–Estos setenta y cuatro años vividos, viajados, entre gente importante y de la otra, ¿le dan hoy una visión particular de la gente, del mundo?

–No. No más que cuando era más joven. La gente es toda distinta una de otra. Eso lo aprendí de muy joven. Y hay buenos y malos, como siempre. Cambia el mundo, nada más.

–Hace dos años y unos pocos meses, en un piso más arriba de donde ahora estamos hablando, usted se debatía entre la vida y la muerte. Un domingo, una semana después de su ataque, yo lo escuché hablar y bromear sobre la muerte. ¿Ha vuelto a pensar en ella?

–Sí. ¿Sabés?, no le tengo miedo. Pienso... La imagino... Mirá, de antes de nacer no me acuerdo nada. Creo que tampoco te vas a acordar de nada después de que te morís. Cuando nacés lo primero que hacés es llorar. Cuando te morís, lloran los demás, si es que alguno llora. No tengo ningún testamento escrito. No hace ninguna falta.

–Un testamento que sirva para legar ese escritorio, esos libros, esta casa, un testamento para eso tal vez no haga falta. Pero, ¿qué hay del testamento que no se escribe, el que habla de las cosas que no se ven, que no se tocan?

–Tampoco hace falta. Creo que no dejo nada. Tal vez algún consejo. Pero no me gusta dar consejos. Hay que estar muy seguro para dar un consejo. Pitigrilli decía que hay que saber equivocarse solo. Si me muero dejo lo más importante para mí: mi familia. Tengo una linda familia. A Malvina la encontré cuando más la necesitaba. Hace veintisiete años que estamos casados. El actor también necesita una familia. Y, además, la mujer es el mejor amigo del hombre. Los hijos, prácticamente, son patrimonio de la madre. Malvina me ayudó mucho, mucho, y un actor también necesita que lo ayuden, necesita un clima feliz. Sobre todo un actor cómico. Es muy difícil repartir humor, buen humor, no siendo feliz.

Contó diez, cien anécdotas. Una: estaban dando en el teatro Cuando los duendes cazan perdices. Temporada exitosa. Varios años en cartel. Las colas de la gente para sacar las entradas daban la vuelta a la manzana alrededor del teatro. Sandrini, entonces, mandaba a alguien para comprar termos de café y los hacía repartir en la puerta. “Claro, como la cola era doble, se le daba café al que sacaba la entrada, o sea al primero y al último, al que tenía que dar toda la vuelta a la manzana. Porque antes de que el pobre hombre llegara a la boletería iban a pasar horas.” Otra. “También cuando dábamos Cuando los duendes cazan perdices..., no había más entradas para nadie. Ni nosotros teníamos para repartir a nuestra gente. Yo me hacía lustrar los botines enfrente, por un tano lustrador que había. Un día, mientras él trabajaba, comenté que me habían llegado parientes de afuera, que necesitaba entradas y que no tenía ninguna. Ah, señor Sandrini, me dijo, no se preocupe. Yo saqué siete. ¿Siete? –le dije–, ¿para qué tantas? ¿Cuántos son de familia ustedes? Ma’no, ¿qué familia? –me contestó–. Yo las compré para poder revenderlas. Le compré las siete. Las pagué el doble...”

“Sí, yo me equivoqué solo, sin consejos, muchas veces. Pero creo que, por lo general, en cosas pequeñas. Recién, cuando dije que iba a volver a filmar, los dos, vos y el fotógrafo, me miraron sorprendidos. Y sí, voy a seguir trabajando. ¿Por qué? Porque creo que puedo. Porque para mí es lindo poder seguir haciéndolo. Y porque creo que, finalmente, lo único que perdura es eso: las cosas que gustan. De la misma forma que en mí perduró siempre mucho más Felipe que cualquier otro personaje. Porque gustaba, me gusta a mí, y porque duró tanto tiempo, más de veinticinco años en la radio. Bueno, Felipe perduró en mí. Y yo terminé creyendo que lo único que perdura es lo que gusta. Por eso también vuelvo a trabajar. Y porque no me lo prohíben. También porque supongo que lo siento, porque quiero seguir creyendo que la gente con humor vive mejor, contagia menos, tiene menos problemas y menos dificultades. Y también (esto está de más que te lo diga) porque halaga mi vanidad...”

“¿Qué más...? Que he conocido muchos críticos, que he conocido muchos diarios y revistas, que me hicieron notas en muchas partes del mundo y que hoy, a los setenta y cuatro años, me sorprendo cuando un hombre joven cree que yo, todavía, puedo decir algo interesante.”


Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002.

“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”

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