VERANO12

CHARLES DICKENS X GEORGE ORWELL

 Por George Orwell

En primer lugar no era, como parecen denotar los señores Chesterton y Jackson, un escritor “proletario”. No escribe sobre el proletariado, en lo cual meramente se asemeja a la abrumadora mayoría de los novelistas, del pasado y del presente. Si se busca a la clase obrera en la ficción, y especialmente en la ficción inglesa, lo único que se encuentra es un hueco. Tal vez sea menester delimitar esta afirmación. Por razones bastante fáciles de comprender, el trabajador agrícola (proletario en Inglaterra) aparece con frecuencia y bien en la ficción, y mucho se ha escrito sobre criminales, vagos y, más recientemente, sobre el sector ilustrado de la clase obrera. Pero los novelistas siempre han ignorado al proletariado común de la ciudad, a la gente que da vueltas a la noria. En casi todas las ocasiones en que se han abierto paso entre las tapas de un libro lo han hecho como objetos de lástima o de risa. La acción central de los argumentos de Dickens se desarrolla casi invariablemente en ambientes de clase media. Si se examinan sus novelas en detalle se encuentra que su verdadera fuente de asuntos es la burguesía comercial londinense y su séquito: abogados, dependientes, tenderos, posaderos, pequeños artesanos y criados. No tiene ningún retrato de un trabajador agrícola, y sólo uno (Stephen Blackpool en Hard Times) de un trabajador industrial. Los Plornish, en Little Dorrit, es probablemente su mejor pintura de una familia obrera –los Peggotty, por ejemplo, no pertenecen a la clase obrera–, pero en general no sale airoso con este género de personaje. Si se pregunta a cualquier lector común qué personajes proletarios de Dickens puede recordar, los tres que casi con certeza mencionará son Bill Sykes, Sam Weller y Mrs. Gamp. Un ladrón, un criado y una partera borracha, lo cual no es precisamente una representación típica de la clase obrera inglesa.

En segundo lugar, Dickens no es un escritor “revolucionario”, según la acepción comúnmente aceptada de la palabra. Pero aquí debemos fijar un poco su posición.

Dickens podrá haber sido cualquier cosa, pero nunca un salvador de almas encubierto, nunca la especie de idiota bien intencionado que cree que el mundo habrá de quedar perfecto con sólo corregir algunos estatutos y abolir algunas anomalías. Es útil compararlo con Charles Reade, por ejemplo. Reade era un hombre mucho mejor informado que Dickens, y en cierto sentido con más espíritu público. Aborrecía realmente los abusos que podía entender, y prueba de ello es que los denunció en una serie de novelas sumamente interesantes a pesar de todos sus disparates, con las cuales contribuyó probablemente a modificar la opinión pública sobre algunos puntos secundarios pero importantes. Sin embargo, no estaba a su alcance comprender que, dada la forma actual de la sociedad, hay ciertos males que no pueden remediarse. Aférrese a este o aquel abuso de segundo orden, póngaselo al descubierto, lléveselo ante un jurado británico, y todo andará bien: tal es su punto de vista. Sea como fuere, Dickens jamás imaginó que los granos se pueden curar cortándolos. En cada página de su obra se advierte el conocimiento de que el mal de la sociedad está en alguna parte de su raíz. Al preguntar “¿qué raíz?” es cuando se empieza a entender su posición.

Lo cierto es que la crítica que hace Dickens de la sociedad es casi exclusivamente moral. De aquí la ausencia absoluta de una sugerencia constructiva en toda su obra. Ataca la ley, el gobierno parlamentario, el sistema educacional, etcétera, sin sugerir nunca claramente qué pondría él en lugar de aquéllos. Por supuesto que no ha de incumbir necesariamente a un novelista, ni tampoco a un escritor satírico, el planteamiento de sugerencias constructivas, pero lo peculiar es que la actitud de Dickens, en el fondo, ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio manifiesto de que desee derruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy diferentes si aquél lo fuera. Porque en realidad su blanco, más que la sociedad, es “la naturaleza humana”. Sería difícil señalar en algunos de sus libros un solo pasaje donde insinúe que el sistema económico vigente es malo como sistema. En ninguna parte, por ejemplo, ataca la empresa privada o la propiedad privada. Aun en un libro como Our Mutual Friend (Nuestro amigo mutuo), que trata del poder de los cadáveres para estorbar a los vivos mediante testamentos idiotas, no se le ocurre sugerir que los individuos no deberían poseer este poder irresponsable. Claro está que uno puede inferirlo por sí mismo, y puede inferirlo nuevamente de las observaciones sobre el testamento de Bounderby que están al final de Hard Times, y sin duda de toda la obra de Dickens se puede inferir el mal que ocasiona el capitalismo laissez-faire; pero Dickens no lo hace. Se ha dicho que Macaulay se negó a hacer la crítica de Hard times porque desaprobaba su “sombrío socialismo”. Obviamente Macaulay emplea aquí la palabra “socialismo” en el mismo sentido en que, hace veinte años, solía llamarse “bolchevique” a una comida vegetariana o a un cuadro cubista. En todo el libro no hay un solo renglón que pueda denominarse correctamente socialista; a decir verdad, su tendencia, si existe alguna, es en favor del capitalismo, pues toda su moral se basa en que los capitalistas tendrían que ser bondadosos, y no en que los trabajadores deberían ser rebeldes. Bounderby es un charlatán despótico y Gradgrind ha permanecido moralmente cegado, pero si fuesen hombres mejores el sistema marcharía bastante bien, tal es la inferencia, desde el principio hasta el fin. Y, en cuanto interesa a la crítica social, nunca se puede extraer de Dickens mucho más que esto, a menos que al leerlo se le atribuyan deliberadamente ciertos designios. Todo su “mensaje” parece a primera vista una tremenda perogrullada: si los hombres se portasen decentemente el mundo sería decente. (...)

Según Aldous Huxley, D. H. Lawrence dijo alguna vez que Balzac era “un enano gigantesco”, y en cierto sentido lo mismo puede aplicarse a Dickens. Existen mundos enteros que desconoce por completo o que no desea ni mencionar. Excepto de una manera harto indirecta, no se puede aprender mucho de Dickens. Y decir eso es pensar casi inmediatamente en los grandes novelistas rusos del siglo XIX. ¿Por qué la comprensión de Tolstoi parece mucho más grande que la de Dickens? ¿Por qué parece capaz de decirnos tanto más sobre nosotros mismos? No porque sea mejor dotado, ni siquiera, en último análisis, más inteligente. Es porque escribe sobre gente que se está desarrollando. Sus personajes luchan por moldear sus almas, en tanto que los de Dickens se nos aparecen acabados y perfectos. En mi imaginación las gentes de Dickens se presentan mucho más a menudo y mucho más vívidamente que las de Tolstoi, pero siempre en una actitud única e inmutable, como si fuesen fotografías, o muebles. No se puede mantener una conversación imaginaria con un personaje de Dickens, cosa que puede hacerse con Pedro Bezukhov, digamos. Y ello no se debe meramente a la mayor gravedad de Tolstoi, pues hay también personajes cómicos con quienes uno puede conversar imaginariamente: Bloom, por ejemplo, o Pécuchet, y hasta con el señor Polly de Wells. Ello se debe a que los personajes de Dickens no tienen vida mental propia. Dicen perfectamente lo que tienen que decir, pero no puede concebírselos conversando de otra cosa. Nunca aprenden, nunca meditan. Tal vez el más meditativo de sus personajes sea Paul Dombey, y sus reflexiones son sentimentalismos tontos. ¿Quiere decir esto que las novelas de Tolstoi son “mejores” que las de Dickens? En verdad es absurdo hacer comparaciones de “mejor” y “peor”. Si se me obligara a comparar a Tolstoi con Dickens diría que la atracción de Tolstoi probablemente será más vasta a la larga, pues Dickens es poco comprensible fuera de la cultura de habla inglesa; por otra parte, Dickens es capaz de llegar a gente sencilla, y Tolstoi no. Los personajes de Tolstoi pueden cruzar una frontera, los de Dickens pueden retratarse en una caja de cigarrillos. Pero uno no tiene por qué estar más obligado a escoger entre ellos que entre una salchicha y una rosa. Sus propósitos apenas se entrecruzan.

Si Dickens hubiese sido meramente un escritor cómico, lo más probable es que nadie recordaría ahora su nombre. O a lo sumo algunos de sus libros sobrevivirían más o menos como libros del estilo de Frank Fairleigh, Mr. Verdant Green y Mrs. Caudle’s Curtain Lectures, como una especie de reliquia de la atmósfera victoriana, como un agradable olorcillo de ostras y cerveza negra. ¿Quién no ha pensado a veces que era “una lástima” que Dickens abandonara el humor de Pickwick por cosas como Little Dorrit y Hard Times? La gente siempre reclama de un escritor popular que escriba el mismo libro una y otra vez, olvidando que quien pudiera escribir dos veces el mismo libro no podría escribirlo siquiera una vez. Todo escritor que no sea completamente inanimado traza en su evolución una especie de parábola, y la curva descendente va implicada en la ascendente. Joyce tiene que comenzar con la frígida competencia de Dubliners (Dublineses) y concluir con el lenguaje de sueño de Finnegan’s Wake (El velorio de Finnegan), pero Ulysses y Portrait of the Artist (Retrato del artista adolescente) forman parte de la trayectoria. Lo que impulsó a Dickens hacia una forma artística que realmente no le cuadraba, pero que al mismo tiempo nos hace recordarlo, fue simplemente el hecho de que era un moralista, la conciencia de “tener algo que decir”. Siempre está predicando un sermón, y en ello vemos el secreto final de su inventiva. Pues sólo se puede crear cuando se puede tener interés en algo. Tipos como Squeers y Micawber no los hubiese podido producir un escritor mercenario que buscara tema para ser divertido. Un chiste realmente gracioso siempre lleva una idea tras sí, y por lo general una idea subversiva. Dickens puede ser divertido hoy día porque se alza en rebeldía contra la autoridad, y la autoridad siempre está ahí para reírse de ella. Siempre hay lugar para un tomatazo.

Su radicalismo es del género más vago, y a pesar de ello nunca dejamos de percibirlo. Ahí está la diferencia entre ser moralista y ser político. No da sugerencias constructivas, pues no las tiene, como tampoco tiene una comprensión cabal de la naturaleza de la sociedad que ataca, y sí solamente una percepción emocional de que hay algo mal. Lo único que puede decir al cabo es: “Portaos decentemente”. Lo cual, como he sugerido con anterioridad, no es forzosamente tan superficial como parece. La mayoría de los revolucionarios son tories en potencia, pues se imaginan que todo puede enderezarse cambiando la forma de la sociedad: una vez efectuado tal cambio, como sucede a veces, no ven necesidad de ningún otro. Dickens no padece de esta suerte de tosquedad intelectual. La vaguedad de su descontento es el signo de su permanencia. No está contra ésta o aquella institución, sino, como dijera Chesterton, contra “una expresión del rostro humano”. En general su moral es la cristiana, pero a pesar de su educación anglicana era en esencia cristiano bíblico, como se preocupó por aclarar al escribir su testamento. De todos modos no puede calificárselo de hombre religioso. “Creía”, de ello no cabe duda, pero la religión en el sentido devoto no parece haber tenido mucha influencia en sus pensamientos. Es cristiano en su adhesión casi instintiva a los oprimidos contra los opresores. En realidad está con el más débil, siempre y en todas partes. Llevar esto a su conclusión lógica significa cambiar de partido cuando el débil se convierte en fuerte, y de hecho Dickens tiende a hacerlo. Detesta a la Iglesia Católica, por ejemplo, pero no bien los católicos son perseguidos (Barnaby Rudge) está con ellos. Detesta más aún a la clase aristocrática, pero no bien son realmente derribados (capítulos revolucionarios en A Tale of Two Cities) sus simpatías se dan vuelta. Siempre que se aparta de esta actitud emocional se extravía. Ejemplo conocido es el final de David Copperfield, en el cual todos advierten algo erróneo. Lo erróneo es que los capítulos finales están penetrados, ligera pero perceptiblemente, por el culto del éxito. Es el Evangelio según Smiles, en vez de ser el Evangelio según Dickens. Se zafa de los personajes interesantes, harapientos; Micawber gana una fortuna, Heep cae preso –ambas cosas son notoriamente imposibles– y hasta Dora es asesinada para dar paso a Agnes. Si se quiere puede verse en Dora a la mujer de Dickens y en Agnes a su cuñada, pero lo esencial es que Dickens “se ha vuelto respetable”, haciendo violencia a su propio natural. Tal vez ello explique que Agnes sea la más desagradable de sus heroínas, el verdadero ángel sin piernas de la novela victoriana, casi tan mala como la Laura de Thackeray.

Ninguna persona adulta puede leer a Dickens sin hacerse cargo de sus limitaciones, y sin embargo permanece su natural generosidad de espíritu, que hace las veces de ancla y casi siempre lo mantiene en su sitio. Ella es probablemente el secreto central de su popularidad. Un antinomianismo de buen humor un poco del tipo de Dickens es una de las señales características de la cultura popular occidental. Se lo percibe en las leyendas y tradiciones populares y en las canciones cómicas, en figuras de sueño como el Ratón Mickey y Popeye el Marinero (ambos sinónimos de Jack el Matagigantes), en la historia del socialismo obrero, en las protestas populares (siempre ineficaces, pero no siempre una farsa) contra el imperialismo, en el impulso que mueve al jurado a adjudicar una indemnización exagerada cuando el automóvil de un rico atropella a un pobre; es el sentimiento de estar siempre con el oprimido, con el débil contra el fuerte. En cierto sentido es un sentimiento atrasado en cincuenta años. El hombre común sigue viviendo en el mundo mental de Dickens, pero casi todos los intelectuales modernos se han pasado a una u otra forma de totalitarismo. Desde el punto de vista marxista o fascista casi todo lo que sostiene Dickens puede denunciarse como “moral burguesa”. Pero en cuanto a concepto moral nadie podría ser más “burgués” que la clase trabajadora inglesa. El hombre corriente de los países occidentales nunca ha penetrado, intelectualmente, en el mundo del “realismo” y de la política de fuerza. Puede hacerlo antes de que transcurra mucho tiempo, en cuyo caso Dickens estará tan fuera de moda como el caballo de cabriolé. Pero en su propia época y en la nuestra ha sido y es popular sobre todo por que fue capaz de expresar en forma cómica, simplificada y por lo tanto memorable, la decencia natural del hombre común. Y es importante anotar que desde este punto de vista puede calificarse de “común” a gente de tipos muy diversos. En un país como Inglaterra, a pesar de su estructura de clases, existe realmente cierta unidad cultural. A veces de todas las edades cristianas, y en especial desde la Revolución Francesa, el mundo occidental ha sido perseguido por la idea de libertad e igualdad; es sólo una idea, pero ha conmovido todas las posiciones sociales. En todas partes existen las injusticias, crueldades, mentiras y esnobismos más atroces, pero no hay mucha gente que pueda ver estas cosas con la misma indiferencia que un amo de esclavos romano, por ejemplo. Hasta el millonario padece de una vaga sensación de culpabilidad, como el perro que come una pierna de cordero robada. Casi todos, sea cual fuere su conducta real, responden emocionalmente a la idea de la fraternidad humana. Dickens se hizo eco de un código en el cual creen hasta aquellos que lo violan. De otro modo es difícil explicar por qué pudo ser leído por los obreros (cosa que no ha sucedido con ningún otro novelista de su talla) y enterrado en la Abadía de Westminster.

Cuando leemos cualquier escrito marcadamente individual tenemos la impresión de ver un rostro tras la página. No tiene por qué ser el rostro real del escritor. Yo lo siento vivísimamente con respecto a Swift, Defoe, Fielding, Stendhal, Thackeray, Flaubert, aunque en varios casos ignoro los semblantes que tenían y no me importa saberlo. Lo que uno ve es el rostro que el escritor debería tener. Pues bien, en el caso de Dickens veo un rostro que no es precisamente el rostro de los retratos que de él se conservan, aunque se parece. Es el rostro de un hombre que frisa en los cuarenta, de barbilla menuda y color subido. Se está riendo, y su risa tiene una leve sombra de cólera, pero nada de triunfo, nada de malevolencia. Es el rostro de un hombre que siempre está luchando contra algo, pero que pelea abiertamente y no siente temor, el rostro de un hombre generosamente enojado; en otras palabras, de un liberal del siglo XIX, de una inteligencia libre, tipo odiado con odio parejo por todas las pequeñas ortodoxias malolientes que ahora se disputan nuestras almas.

Este retrato está incluido en Ensayos Críticos de George Orwell.

(Editorial Sur).

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