VERANO12

LEONARDO DA VINCI

El creador, sin duda, se siente como un padre respecto de sus obras. Para la pintura de Leonardo, la identificación con su progenitor tuvo un efecto devastador. Creaba la obra pero después ya no se preocupaba más por ella, como su padre no se había preocupado por él. Los cuidados paternos posteriores no pudieron modificar esa compulsión, ya que se derivaba de las impresiones de los primeros años, y lo que queda reprimido en el inconsciente no puede corregirlo ninguna experiencia posterior.

En la época del Renacimiento –como también en las posteriores–, cada artista necesitaba un gran señor y protector, un padrone, que le hacía encargos y en cuyas manos dejaba su destino. Leonardo encontró su padrone en Ludovico Sforza, conocido como el Moro, un hombre entusiasta, ostentoso, de astuta diplomacia, pero inestable y de poca confianza. En su patio de Milán pasó los años más esplendorosos de su vida, y a su servicio su fuerza creativa encontró su expresión más libre, de la que dan testimonio La última cena y la estatua ecuestre de Francesco Sforza. Abandonó Milán antes de que Ludovico Moro cayera en desgracia y muriera prisionero en un calabozo francés. Cuando recibió la noticia del destino de su protector, escribió en su diario: “El duque perdió su tierra, sus posesiones, su libertad, y no acabó ninguna de sus obras”. Es curioso y en absoluto insignificante que le haga aquí a su padrone el mismo reproche que la posteridad le iba a dirigir a él, como si pretendiera hacer responsable a una persona de filiación paterna de que él mismo dejara inacabadas sus obras. En realidad, no erraba en lo que decía sobre el duque.

Pero si la imitación del padre le perjudicaba como artista, la rebelión contra el padre tal vez fuera la condición infantil de su magnífico rendimiento como investigador. Parecía un hombre, según el bello símil de Merejkowski, que había despertado demasiado temprano entre las tinieblas mientras los demás aún dormían. Se atrevió a pronunciar una frase audaz que expone la justificación de toda investigación independiente: “Aquel que apela a la autoridad en una disputa, trabaja con la memoria en lugar del entendimiento”. De este modo se convirtió en el primer investigador físico moderno, y su coraje fue recompensado con un gran número de descubrimientos e intuiciones; fue el primero desde la época de los griegos que se basó sólo en la observación y en su propio juicio para explicar los secretos de la naturaleza. Pero cuando enseñaba a rechazar la autoridad y la imitación de los “antiguos” y señalaba una y otra vez que el estudio de la naturaleza era la única fuente de la verdad, no hacía más que repetir, en el grado más alto de sublimación alcanzable por el ser humano, la toma de partido a la que se había visto obligado el pequeño muchacho que admiraba asombrado el mundo. Si la abstracción científica se traduce a la experiencia concreta individual, los antiguos y la autoridad no corresponden sino al padre, y la naturaleza sería otra vez la tierna y bondadosa madre que lo había alimentado. Mientras que para la mayoría del resto de los niños –tanto hoy como en tiempos inmemoriales– la necesidad de cualquier tipo de autoridad resulta tan imperiosa que sin ella el mundo se tambalea, Leonardo pudo prescindir de este apoyo; no lo habría logrado si en los primeros años de su vida no hubiera renunciado al padre. La osadía y la independencia de su investigación científica posterior presuponen una investigación sexual infantil no inhibida por el padre, y se desarrolla ajena a lo sexual.

En alguien como Leonardo, que en sus primeros años de infancia escapó a la intimidación del padre y se liberó de las cadenas de la autoridad en el campo de la investigación, supondría una fulgurante contradicción, respecto de nuestras expectativas, que hubiera seguido siendo un creyente y que no hubiera logrado sustraerse a la religión dogmática. El psicoanálisis nos ha enseñado la estrecha relación existente entre el complejo del padre y la creencia en Dios; nos ha mostrado que el Dios personal, a nivel psicológico, no es más que un padre enaltecido, y nos permite ver cotidianamente que los jóvenes pierden la fe religiosa cuando la autoridad del padre se derrumba. Así pues, encontramos las raíces de la necesidad religiosa en el complejo parental; el Dios todopoderoso y justo y la bondadosa naturaleza aparecen ante nosotros como sublimaciones grandiosas del padre y de la madre, o mejor aún, como transformaciones y reelaboraciones de las representaciones infantiles de ambos. La religiosidad hace referencia, en lo biológico, al prolongado desamparo e indefensión del pequeño ser que, al reconocer más adelante su verdadero desvalimiento y su debilidad ante los grandes poderes de la vida, se siente como en la infancia y trata de negar su desconsuelo por un resurgimiento regresivo de las potencias protectoras infantiles. La protección contra la neurosis que la religión brinda a sus fieles se explica fácilmente porque ésta los sustrae del complejo parental en que reside la conciencia de culpa, tanto del individuo como de la humanidad, y lo resuelve, mientras que los no creyentes tienen que enfrentarse solos a esta tarea.

No parece que el ejemplo de Leonardo pruebe que esta concepción de la fe religiosa sea errónea. Ya en vida lo acusaron de no creer en la fe de Cristo o de haber apostatado, como se decía en aquella época, lo cual Vasari expuso abiertamente en la primera biografía que sobre él escribió. En la segunda edición de sus Vite, de 1568, Vasari omitió estas observaciones. Resulta absolutamente comprensible que Leonardo, debido a la extraordinaria susceptibilidad de su época respecto de la religión, se abstuviera de hacer referencias explícitas sobre su posición respecto del cristianismo incluso en sus anotaciones. Como investigador, no se dejó influir en lo más mínimo por el relato de la creación de las Sagradas Escrituras; y así, por ejemplo, cuestionó la posibilidad de un diluvio universal, y en geología calculó en base a milenios sin mostrar el menor reparo, como los modernos.

Entre sus “profecías” hay algunas que ofenderían la sensibilidad de un creyente, como la que sigue, sobre la veneración de las imágenes de santos.

“La gente se dirigirá a gente que no percibe nada, que tiene los ojos abiertos y no ve; hablará sin recibir respuesta, rogará misericordia a quien tiene oídos pero no oye, prenderá velas para quien está ciego.”

O sobre las lamentaciones del Viernes Santo:

“En todos los rincones de Europa pueblos enteros llorarán la muerte de un hombre que falleció en Oriente.”

Se ha juzgado que el arte de Leonardo despojó a las figuras sagradas de los últimos restos de su vinculación con el cristianismo y las humanizó para representar en ellas sentimientos humanos excelsos y hermosos. Ruther elogia a Leonardo por superar el ambiente decadente y devolver a la gente el derecho a la sensibilidad y el goce de la vida. Entre las notas que revelan a Leonardo inmerso en la investigación de los grandes misterios de la naturaleza, no faltan comentarios de admiración al Creador, la causa última de estos secretos extraordinarios, pero no hay nada que dé a entender que pretenda mantener una relación personal con ese poder divino. Las frases en que aglutinó la profunda sabiduría de sus últimos años de vida exhalan resignación, la de un hombre que se somete a las leyes de la naturaleza, y que no espera ningún alivio de la bondad o la gracia de Dios. No hay duda de que Leonardo fue más allá de la religión dogmática y de la personal y de que su labor investigadora lo alejó sobremanera de la concepción cristiana del mundo.

Las averiguaciones expuestas anteriormente sobre el desarrollo de la vida anímica infantil nos hacen suponer que también las primeras investigaciones de la infancia de Leonardo se ocuparon de los problemas de la sexualidad. En realidad él mismo nos lo revela bajo un encubrimiento que resulta evidente al relacionar su empuje de investigador con la fantasía del buitre y poner de relieve el problema del vuelo de las aves como si su destino hubiera dispuesto que se ocupara de él por una concatenación de circunstancias. Un pasaje muy oscuro de sus anotaciones, en que trata sobre el vuelo de las aves y que suena a profecía, proporciona un bello testimonio del grado de su interés afectivo unido a su deseo de imitar él mismo el arte del vuelo: “El gran pájaro emprenderá su primer vuelo desde la espalda de su gran cisne, colmará de asombro al universo, de elogios sus escritos y de gloria eterna al nido en que nació”. Seguramente esperaba poder volar algún día, y sabemos, por los sueños de cumplimiento de deseo, la felicidad que aguarda al verse realizada la esperanza.

¿Pero por qué sueña tanta gente con poder volar? El psicoanálisis nos proporciona una respuesta: porque el volar o el ser un pájaro no es más que el encubrimiento de otro deseo, al que nos conduce más de un puente lingüístico y objetivo. El hecho de que se le explique al niño deseoso de saber que es un gran pájaro como la cigüeña quien trae a los niños; que los antiguos representaran el falo con alas; que la denominación más común en alemán para la actividad sexual del hombre sea vögeln; que en italiano el miembro masculino se llame directamente l’uccello (pájaro), son sólo tramos del puente de un mismo recorrido que nos enseñan que el deseo de volar en el sueño no significa nada más que el anhelo de ser apto para el acto sexual. Se trata de un deseo de la primera infancia. Cuando el adulto piensa en su infancia, la recuerda como una época feliz en que disfrutaba del momento y avanzaba hacia el futuro desprovisto de deseos, y por eso envidia al niño. Pero si los propios niños fueran capaces de informarnos antes, probablemente nos dirían otra cosa. Por lo que se ve, la infancia no es el feliz idilio al que nosotros damos forma retrospectivamente, sino que por el contrario, a los niños les atormenta el deseo de ser mayores y de hacer lo mismo que los adultos. Este deseo estimula todos sus juegos. Cuando el niño sospecha, durante el transcurso de su investigación sexual, que el adulto es capaz de algo excepcional en este terreno tan enigmático e importante que a él le está vedado, entonces siente un impetuoso deseo de hacer lo mismo y sueña con ello bajo la forma del volar, o prepara este disfraz del deseo para usarlo en sus sueños de vuelo posteriores. Así pues, también la aviación, que por fin ha logrado su objetivo en nuestra época, tiene su raíz erótica infantil.

Cuando Leonardo expresa que desde la infancia sintió una particular atracción personal hacia el problema del vuelo, nos confirma que su investigación infantil se enfocaba a lo sexual, tal y como nos permitía suponer el análisis de los niños de nuestro tiempo. Esta cuestión, por lo menos, logró escapar a la represión que posteriormente lo alejó de la sexualidad. Desde su infancia hasta su madurez intelectual le siguió interesando el mismo tema, con pequeñas modificaciones, y es muy probable que el anhelado arte permaneciera inalcanzable para él tanto en su sentido sexual primario como en el mecánico, y que ambos deseos quedaran incumplidos.

En fin, algunos aspectos de la vida de Leonardo se mantuvieron infantiles para siempre; se dice que todos los grandes hombres deben conservar algo infantil. De mayor seguía jugando, y por eso en ocasiones les pareció siniestro e incomprensible a sus contemporáneos. El hecho de que se dedicara a preparar los más elaborados juguetes mecánicos para las fiestas cortesanas y las solemnes recepciones sólo nos decepciona a nosotros, a quienes molesta que el maestro invirtiera sus fuerzas en tales puerilidades. Pero él no parecía ocuparse a disgusto de esas cosas, ya que Vasari cuenta que hacía lo mismo cuando no lo obligaba ningún encargo: “Allí (en Roma) hizo una masa de cera y con ella, antes de que se secara, daba forma a animales muy delicados y los llenaba de aire; cuando soplaba dentro de ellos volaban, y cuando se les acababa el aire caían al suelo. A una singular lagartija que había encontrado el viticultor de Belvedere le hizo, con piel sacada de otras lagartijas, unas alas, que llenó de mercurio de modo que se movieran y temblaran cuando el animal andaba. Después le puso ojos, barba y cuernos, la domesticó, la guardó en una pequeña caja e iba asustando con ella a todos sus amigos”. A menudo esos juegos le servían para expresar pensamientos serios: “A veces hacía limpiar a conciencia los intestinos de un carnero de modo que cupieran en la mano. Los llevaba a una habitación grande y unía sus extremos a un par de fuelles de herrero situados en una estancia contigua; los inflaba hasta que los intestinos ocupaban toda la habitación y a los presentes no les quedaba más remedio que acurrucarse en una esquina. Así mostraba cómo paulatinamente se iban haciendo transparentes al llenarse de aire, y comparaba el genio con lo que en un principio tan poco había abultado y después había ido ocupando más y más espacio”. El mismo gusto por jugar a enmascarar y disfrazar realidades de manera elaborada se muestra en sus fábulas y adivinanzas, estas últimas en forma de “profecías”, casi todas ricas en conceptos pero sorprendentemente faltas de agudeza.

Los juegos y las bromas que Leonardo le permitía a su fantasía han llevado a algunos de los biógrafos que ignoraban este rasgo a malinterpretarlo. En los manuscritos milaneses de Leonardo se hallan, por ejemplo, esbozos de cartas dirigidas a “Diodario de Sorio (Siria), lugarteniente del santo sultán de Babilonia”, en las que tras presentarse como un ingeniero al que han enviado a esas regiones de Oriente para llevar a cabo ciertos trabajos, procede a defenderse de la holgazanería que le reprochan, expone descripciones geográficas de ciudades y montañas, y por último explica un acontecimiento fundamental que tuvo lugar durante su estancia.

En 1883, J. P. Richter intentó demostrar a partir de esos fragmentos de cartas que Leonardo realmente había estado al servicio del Sultán de Egipto y que había realizado esas observaciones durante su viaje, y que incluso se convirtió a la religión mahometana estando en Oriente. La estancia debía de haber tenido lugar antes de 1483, antes de que se trasladara a la corte del duque de Milán. Pero a otros autores no les resultó difícil calificar las evidencias del supuesto viaje de Leonardo a Oriente como lo que en realidad eran, creaciones de la imaginación del joven artista que éste produjo para su propio entretenimiento, en las que tal vez encontró expresión su deseo de ver mundo y vivir aventuras. Seguramente también debió de ser obra de sus fantasías la “Academia Viniciana”, cuya existencia se basa en cinco o seis suntuosos emblemas artísticos que llevan su inscripción. Vasari menciona estos dibujos, pero nada dice sobre la academia. Müntz, que elige uno de estos ornamentos para la cubierta de su gran obra sobre Leonardo, es uno de los pocos que creen en la existencia de una “Academia Viniciana”.

Es probable que este instinto juguetón de Leonardo desapareciera en su madurez, y que también afluyera a su labor investigadora, que representó el último y mayor despliegue de su personalidad. Pero su larga duración nos indica la lentitud con que se desprende de su infancia aquel que en sus días infantiles ha disfrutado de la suma felicidad erótica, que no volverá a alcanzar jamás.

Este fragmento pertenece a Leonardo Da Vinci de Sigmund Freud. Editorial Norma.

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