VERANO12

ARTE PRIMITIVO Y PINTORES MODERNOS

Facilidad de Turner

Las obras verdaderamente sublimes son aquellas en que, sin esfuerzo, se expresan las ideas según le ocurrieron y se le olvidaron, y en éstas la efusión de la fantasía no es menos admirable que la rapidez y obediencia de la vigorosa mano que la expresa. Cualquiera que examine los cuadros puede notar la evidencia de esta facilidad, la extraña frescura y exactitud de cada toque de color; pero cuando se observa la multitud de toques delicados con que están trabajados todos los tonos aéreos, parecería imposible que el dibujo se hubiera acabado con facilidad, a no ser que tuviéramos evidencia inmediata de que así ocurrió; afortunadamente no se necesita. Hay un diseño en la colección de Fawhes que representa un soldado proveyéndose de municiones: es del tamaño acostumbrado de la serie inglesa, cerca de 16 pulgadas por 11; no parece uno de los más completos, pero es uno de los más exentos de descuido. Un buque de primera clase ocupa casi la mitad del cuadro a la derecha, con la proa hacia el espectador, vista en cuidada perspectiva, de proa a popa, con todas sus portas de batería, cañones, áncoras, y otros insignificantes aparejos laboriosamente detallados; hay otros dos barcos a distancia media, delineados con igual precisión, sacude sus anchas proas un sublime mar rizado, cuyas olas forman delicados dibujos; un buque de carga detrás del más grande, y varios otros botes; un cielo con complicadas nubes. Se requería no poco esfuerzo de espíritu para esbozar los detalles de todos estos barcos, hasta las más pequeñas cuerdas, de memoria, en el salón de una morada en el centro de Yorkshire, aunque a este esfuerzo se haya dedicado un tiempo considerable. Pero Fawhes hizo constar en el lienzo desde la primera línea hasta la última. Turner cogió un pedazo de papel blanco una mañana después de almorzar, bosquejó sus buques, terminó el croquis en horas y se dio a la vela...

“El barco negrero”

Creo que el mar más sublime que Turner ha pintado y, de ser así, el más sublime que con seguridad ha pintado un hombre, es el de El barco negrero, el principal cuadro de academia en la Exposición de 1840. Es una puesta de sol sobre el Atlántico, después de una prolongada tormenta; pero la tempestad está parcialmente apaciguada y las rasgadas y fugitivas nubes se mueven en líneas escarlatas, para perderse en la profundidad de la noche. Toda la superficie del mar que ocupa el cuadro está dividida en dos grandes surcos de enorme volumen, ni elevados ni en el plano, sino semejantes a un vasto abismo alzándose del océano, como la palpitación de su pecho en respiración profunda, después del martirio de la tempestad. Entre estos dos surcos, los fuegos del crepúsculo caen sobre el mar tiñéndolo con una luz imponente pero gloriosa, intenso y cárdeno esplendor que lo incendia de oro y lo baña en sangre. A lo largo de esta senda ígnea y de este valle, las olas agitadas, cuya turbulencia divide el pecho del mar, se revisten de formas oscuras, indefinidas, fantásticas, que arrojan tras de sí sombras débiles y pálidas a través de la iluminada espuma. No se lanzan al acaso, sino de tres o cuatro a la vez, en violentos grupos, agitada y furiosamente, según les permite la fuerza impulsiva del hinchado pecho, dejando entre una y otra espacios traidores de agua tranquila o arremolinada, ya incendiada con fuegos verdes y apagados, ya relampagueando con el oro del sol declinante, ya reflejando medrosamente las vagas imágenes de las nubes rojizas que caen sobre ellas en cintas carmesíes y escarlatas y dan a las indolentes olas el balanceo de su fuego ígneo... Purpúreas y azules, las lóbregas sombras de las cóncavas rompientes se lanzan en las nieblas –que se condensan, frías y bajas– de la noche, que avanza como el fantasma de la muerte sobre el infame buque trabajosamente agitado en medio de los fulgores del mar, inscribiendo en el firmamento su débil arboladura con estrías de sangre nimbadas de condenación en estos terribles colores que surcan con horror los cielos; confunden sus llameantes ondas con la luz del sol, y lanzándose a través de la desolada palpitación de las sepulcrales olas, encienden el turbulento mar.

El color en Turner

Claudio Lorena y Cuyp han pintado la luz del sol; sólo Turner pintó el color.

Téngase esto en cuenta. Estos efectos fácilmente estudiados de luz meridiana, graciosos y suaves hasta donde alcanzan, son producidos por el suave ardor de los amarillos rayos solares cayendo entre la niebla. Emplean tonos apagados, aun en la naturaleza, y desfiguran los colores de los objetos. Son imitables aun por personas que tienen poca o ninguna fuerza de colorido, si los tonos del cuadro se mantienen bajos y en verdadera armonía, y cálida la luz reflejada. Pero nunca los pintarían grandes coloristas. El hecho de que el carmesí y el azul oscurezcan el gris y el amarillo pone tales efectos fuera del alcance de un colorista, a menos que tenga algún interés especial en sus motivos. Como exigir a un músico que tocase con sólo tres notas sería pedir que Tiziano pintase sin azul ni carmesí. En efecto, los coloristas en general, comprendiendo que ningún otro era más imitable que este fulgor del sol amarillo, lo desdeñaron y pintaron con tonos crepusculares cuando el color era exuberante. Por eso, de los coloristas imperfectos –de Cuyp, Claudio Lorena, Both, Wilson– sacamos efectos engañosos de luz solar; nunca de los venecianos, de Rubens, de Reynolds o de Velázquez. De éstos obtenemos sólo sustituciones convencionales siendo Rubens particularmente atrevido en la franqueza del símbolo.

Turner, sin embargo, como un pintor de paisajes, tenía que representar la luz de un modo o de otro. Se movía resueltamente entre las cuerdas de oro y pintaba el efecto favorito de Cuyp, “el sol alzándose entre la niebla”, para muchos en un año de aburrimiento. Pero esto no era bastante para él. Debe pintar el sol en su fuerza, el sol elevándose, no entre la niebla. Si dirigís una mirada al Apolo matando a Pitón, veréis que hay en las nubes color azul y rosa, así como oro; y si después os volvéis hacia el Apolo del Ulises y Polifemo (sus caballos se alzan sobre el horizonte), veis que no está “elevándose entre la niebla”, sino sobre ella; ganando, al parecer, algo como una victoria sobre la niebla...

La peculiar innovación de Turner fue la perfección del color entonado por medio del escarlata. Otros pintores habían reproducido los tonos áureos y azules del firmamento. Tiziano especialmente el último. Pero ninguno se había atrevido a pintar, ninguno parecía haber visto, el escarlata y el purpúreo.

Y no sólo se distinguió Turner de los pintores que lo precedieron por ver este color con nitidez cuando se presentaba a plena luz. Su innovación más visible como colorista fue su descubrimiento de la sombra escarlata. “Verdad es que hay una luz solar cuyo matiz es áureo y cuya sombra es gris; pero hay otra, cuyo matiz es blanco y cuya sombra es escarlata.” Esto fue lo esencialmente ofensivo, lo inconcebible, lo que no se habría creído de él. Hubo motivos de incredulidad, porque ningún color es bastante vívido para expresar el grado de luz en el fulgor solar puro y blanco, de suerte que el color dado sin verdadera intensidad de luz pareció falso. Sin embargo, Turner no hacía más que reproducir el color en su realidad. “Debo estar muy bajo de tono porque no hay razón para que diese una nota falsa. Hay un fulgor solar que brilla aún cuando se ha apagado; no tiene sombra fría, sino sombra ígnea.” Esta es la gloria de la luz solar.

El “San Gotardo”, de Turner

Turner fue siempre, desde su niñez, amigo de las piedras. Grandes o pequeñas, sueltas o unidas, talladas o sin pulir, las amó tanto como William Hunt ama los ananás y las pasas. De suerte que ese hacinamiento de piedras caídas, que para otro habría sido simplemente desagradable, fue para Turner lo mismo que si todo el valle se hubiese llenado de pasas y de ananás, y lo regocijó en extremo, mucho más que la garganta de Dazio Grande, que estaba precisamente encima. Pero esta garganta también había ejercido influencia sobre él y todavía no quedaba fuera del alcance de su vista, al detenerse la diligencia en la cumbre de la montaña, a la vuelta del camino, a la derecha del puente, cuando Turner aprovechó la oportunidad favorable para hacer lo que él llamaba un “memorándum” del lugar, compuesto por unos trazos de lápiz sobre un pedazo de fino papel, que enrollaba con otros y guardaba después en un bolsillo. Sobre estos trazos en lápiz puso unas pocas manchas de color (supongo que la misma tarde, en Bellinzona, de seguro no lo hizo sobre el terreno), y me mostró este emborronado esbozo cuando volvió a su patria. Le rogué que me hiciese una reproducción del trabajo, y casualmente me dijo después (cosa rara en él) que le gustaba el dibujo que había hecho.

Todo el lugar está alterado gradualmente y formado según la majestad general de las más elevadas cumbres de los Alpes. Hay unos pocos árboles arraigados en las rocas sobre esta parte de la galería, mostrando, por comparación, que no hay más de cuatrocientos o quinientos pies de alto. Turner separa los árboles y da a la roca una elevación de unos mil pies, como para dotar de más fuerza y peligro al alud que se despeña.

Después eleva, en un grado más alto todavía, todas las montañas, estableciendo tres o cuatro rangos en vez de uno, pero uniéndolos en un pequeño dique sólido en su base, que hace dominar el valle, y así lo reduce casi a un precipicio como el que él había traspuesto, de modo que une la expresión de esta hondonada con la del pedregoso valle. Comprende que unos pocos árboles colocados en la cavidad del valle son contrarios en espíritu a las piedras, y los desgaja, como hizo con los otros; así también comprende que el puente, en el primer plano, contradice con su debilidad el aspecto de violencia del torrente; piensa que el torrente y los aludes deben ocupar su puesto cerca de aquí; entonces aproxima más el puente, y lo sitúa allí donde puede suponerse que la fuerza del torrente sea menor. Luego el trozo del camino a la derecha, sobre la ribera, no está edificado sobre una muralla, ni sobre arcos bastante altos para dar idea general de un camino alpino; por eso hace más grandes los arcos, y más escarpadas las márgenes, introduciendo, como ahora vemos, una reminiscencia de la parte superior del sendero.

Digo que “piensa” esto e introduce aquello. Pero, estrictamente hablando, no piensa. Si pensase, inmediatamente incurriría en error; sólo el artista torpe y falto de imaginación piensa. Todos estos cambios le vienen a la mente sin pensarlo; un sueño plenamente imperativo, que le grita “Así debe ser esto”, toma posesión de él; no puede ver y hacer sino lo que este sueño le ordena.

Esto debe destacarse muy especialmente con respecto al otro incidente –la introducción de figuras–. La mayoría de las personas a quienes he presentado el dibujo y que penetran sus caracteres generales siente que hay en él algo viviente; dicen que destruye la majestad de su desolación. Pero el sueño no hablaba así a Turner. El sueño insistía particularmente en el gran hecho de haber venido por el camino. El torrente era impetuoso, las piedras admirables; pero lo más asombroso de todo era cómo nosotros mismos, el sueño y yo, pasamos por aquí. No sería con nuestros pies, tampoco por las nubes, menos aún por una puerta ebúrnea; de ningún modo habríamos llegado sino por el camino de la diligencia. Uno de los grandes elementos de sensación, diariamente, ha sido este camino extraordinario y sus entradas y salidas, aquí, bajo aludes de piedras, entre locuras de torrentes y avanzadas de precipicios, muy atormentados e impelidos a toda clase de desgracias. De un lado y otro, todavía persiste en su avance el maravilloso camino, y lo hace tan llana y seguramente que pasan por allí no sólo grandes diligencias, recorriéndolo a manera de caravanas, con todo el tiro de mulas que caben a lo ancho, sino pequeñas sillas de postas con algunos muchachos de pie y un par de jacos. Y el sueño declaró que la esencia íntegra del alma del paisaje y la perfección de toda la asombrosa belleza de los torrentes y de los Alpes reside en una silla de posta con jacos y muchachos a pie e insistió en que Turner la colocara, le agradase o no, en una curva del camino.

El sentimiento trágico en Turner

En Turner el sentido de la belleza fue perfecto, más profundo, por eso, que en Byron; sólo puede comparársele el de Keats y el de Tennyson. Y en Turner el amor a la verdad fue tan austero y paciente como en Dante; de suerte que cuando sobre estas grandes inteligencias descienden las sombras de la desesperación, la ruina es infinitamente más triste. Sin cariño alguno en su infancia –sin amigos en la juventud, sin amores en la virilidad, desesperado en la muerte–, Turner fue lo que Dante habría sido sin el “bello ovile”, sin Casella, sin Beatriz, y sin El que le dio todas las cosas y se las quitó todas. En todo el resto de su vida, donde quiera que miró, vio ruinas.

Ruinas y crepúsculo. El efecto de luz distintivo que introdujo, que ningún hombre había antes reproducido, ¿cuál fue? Dio, es cierto, la claridad, como hemos visto, porque fue verdadero y exacto; pero en esto perfeccionó lo que otros habían intentado. Su luz favorita no es Eglé, sino Hespéride Eglé. Marchitez en los últimos rayos del crepúsculo. Lánguido suspiro de la tristeza de la noche.

Y nótese que los rayos del crepúsculo también caen sobre ruinas. No puede menos que causar extrañeza que no se haya observado esta diferencia entre la obra de Turner y su concepto previo del arte. Ninguno de los grandes pintores antiguos dibujó ruinas, excepto por fuerza. Los edificios ruinosos introducidos por ellos son ruinosos artificialmente, como modelos. No hay sentido real de la decadencia; Turner, por lo contrario, sólo momentáneamente se fija en algo que no sean ruinas. Tomad el Lieber Studiorum y observad cómo esta sensación de decadencia y ruina da solemnidad a sus asuntos más sencillos; hasta a sus perspectivas de trabajo cotidiano. He marcado su tendencia al examinar el croquis de Mill y Lock, pero observad que se sostiene esta tendencia en todo el libro. No hay regocijo ante la rica ciudad, ni ante el mercado, ni ante el próspero trabajo rural, ni ante la recolección de la cosecha. Sólo le encantan el moler de la rueda del molino y la paciente lucha con las penosas faenas de la vida. Obsérvense los dos desordenados y míseros corrales de granjas, y los carros, y las rejas del arado, y los rastrillos pudriéndose: nótese la vega pastoril a orillas del arroyo, con su humilde corriente y sus árboles silvestres, el puente con las barandas rotas, y los niños decrépitos –-enfermos de calentura–, uno tendido estúpidamente junto al estancado arroyo, el otro vestido con harapos, cubierto con el sombrero de un anciano, y cojo, apoyándose en un báculo. Luego los dos croquis de “Hedging y Dilching”, con sus cielos pálidos y sus –roídos, tajados y consumidos por el estiércol de greda que hay entre árboles y leños– labradores de rostro enfermizo, endebles; labradores podados, como los troncos de sauce que ellos cortan; y la desaliñada campesina, con una manta usada y un gorro viejo –una dríada inglesa–. Luego de “watermill”, más allá de los terrenos en declive, cercado de cardos silvestres: hecho una ruina, edificado con barro al principio, ahora de mampostería en ambas orillas; las vigas rajadas de su establo; una lanza de carro, astillada, está colocada al extremo, frente a la casa, sobre el arruinado puente que cruza el arroyo; la vieja muela –inútil por muchos días– medio sepultada en el fango, en el cimiento del muro; los negligentes muchachos, el indolente perro, el pobre trapero conduciendo sus gavillas.

Luego el “Peat-Bog”, con su lluvia, oscura, y su peligroso trabajo. Y por último y lo más importante, el molino del valle de la Chartreuse. Otro que no fuese Turner habría pintado el convento; pero no fraternizaba con la esperanza, ni sentía misericordia por la holgazanería de los frailes. Pintó el molino en el valle. El precipicio que lo domina, y la agreste selva que lo circunda, la cegadora furia y fuerza del torrente de la montaña que se despeña; y sobre esto, el crepúsculo sereno, pasando sobre el valle y sumiendo en la noche sus turbulentas aguas rugientes y las ramas de los pinos que suspiran...

Tal es su visión del trabajo humano. Del orgullo humano, ved lo que siente. Negras torres sin techo; puertas de las viejas murallas de Winchelsea; manadas de carneros cruzando no por entre ellas sino alrededor, y el coro de Pieraulx y la cripta de Kirkstall, y Dunstanborough, pálida sobre el mar, y Chepstow, a través de cuyas ventanas penetra la hirviente luz; y Lindisfarme, con sus elevados muros caídos; y, por último, el más grato, Raglan, en completo abandono, en medio del inculto bosque; las torres rematadas con hiedra, y los troncos del bosque cerrados con sotos, y el arroyo lánguido entre esparganios y lirios. Leyendas de grises caballeros y encantadas damas apartando a los niños del cazador, al crepúsculo.

Estos son sus tipos de orgullo humano. De amor humano: Procris, muerto por la flecha; Hesperia, por el veneno de la víbora, y Rizpah, más que muerto, al lado de sus hijos.

Vejez y muerte de Turner

Imaginad lo que era para un hombre vivir setenta años en este miserable mundo, con el corazón más bondadoso y la inteligencia más sublime de su época, sin recibir jamás una palabra o un rasgo de simpatía, hasta que se sintió bajar al sepulcro.

Desde que conoció su verdadera grandeza, todo el mundo se volvió contra él; él se mantuvo firme; pero indudablemente no sin hallarse en una posición difícil y sin que se endureciera su carácter, ya que no su corazón. Ninguno lo comprendía, ninguno estaba con él, y todos clamaban en su contra. Imaginad, cualquiera de vosotros, el efecto que produciría en vuestro espíritu si las voces que escucháis, saliendo de los seres humanos que os rodean, se elevasen, año tras año, durante toda vuestra vida, sólo para condenar vuestros esfuerzos y negar vuestros éxitos. Esto pueden sufrirlo, y lo soportan fácilmente, los hombres sostenidos por principios religiosos o que están ligados por vínculos domésticos. Pero Turner no tenía a nadie que lo dirigiese en su juventud, y nadie que lo amase en su vejez. El respeto y el afecto, o llegaron sin pensarlo, o llegaron demasiado tarde. Irritable por naturaleza, aunque bondadoso, de natural desconfiado, aunque generoso, el oro se fue haciendo opaco y el oro más fino fue cambiándose, y si no cambiándose, nublándose y oscureciéndose. Las fibras más íntimas del corazón todavía palpitaban, pero era bajo una malla oscura y melancólica, por entre cuyas junturas algunas veces penetraban rayos más débiles que, sin embargo, tenían fuerza para causar dolor. No recibió consuelo en sus últimos años, ni en su muerte.

Apartado de toda sociedad –primero, por exigencias del trabajo, después, por enfermedad–, perseguido hasta el sepulcro por la malignidad de los críticos pequeños y la envidia de los rivales desesperados, murió en la casa de un extranjero –uno solo, compañero de su vida, el único que estuvo con él hasta el final–. La ventana de su alcoba mortuoria se movió hacia el oeste, y el sol brilló sobre su frente, en su ocaso, y allí permaneció cuando expiraba...

Lugar de Turner en la historia

Este hombre, este Turner, de quien tan poco supisteis mientras vivió entre nosotros, ocupará un día su puesto al lado de Shakespeare y de Verulam, en los anales de la vida de Inglaterra.

Sí, al lado de Shakespeare y de Verulam, como una estrella en esta constelación central, en torno de la cual giran, en la astronomía de la inteligencia, las órbitas de los demás planetas. Shakespeare os descubrió la humanidad; Verulam, los principios de la naturaleza, y Turner, su aspecto. Todos éstos fueron enviados a abrir una de las puertas de la vida, y a abrirla por primera vez. Pero de estos tres, Turner fue, si no el más grande, el que menos precedentes tuvo en su obra. Bacon hizo lo que Aristóteles intentó; Shakespeare realizó con perfección lo que Esquilo realizara parcialmente; pero nadie antes de Turner había alzado el velo del rostro de la naturaleza; la majestad de las montañas y de los bosques no habían recibido interpretación, y las nubes habían pasado sin dejar rastro por la faz de los cielos que ornaban y de la tierra a la que socorrían.

Este fragmento pertenece a

Arte Primitivo y Pintores Modernos por John Ruskin.

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