VERANO12

La yanqui y el polaco

 Por Elvio E. Gandolfo

Cuando me dijo que era Susan Sontag, al principio no le creí. En ese momento estábamos en la costanera, soplaba un viento frío y agradable desde el río, con cierto dejo maloliente, es cierto, pero agradable al fin.

–Así que Susan Sontag –le dije, un poco incrédulo, sin moverme. “Manso, Cabeza”, habría recomendado el Polaco.

No recuerdo bien qué contestó ella, si lo confirmó, si hizo algún comentario sobre el río o las gaviotas o los pescadores que nos rodeaban, cerca del Aeroparque: cinco o seis tipos inmóviles, y uno en la vereda que no pescaba, que hacía media hora que miraba fijamente a uno de los pescadores, con ojos él mismo como de pescado, como si del pez que fuera a sacar aquel viejo de tricota anaranjada en la tarde fría dependiera su vida.

Si no hubiera dicho que se llamaba Susan Sontag, o más bien que era Susan Sontag (dijo soy Susan Sontag), no me habría fijado ni en el viejo de tricota, ni en el idiota que lo miraba, ni en nada. Habría seguido hundido en la sensación que habíamos sentido desde que nos conociéramos, veinte horas antes. No se me habría ocurrido, tampoco, calcular cuántas horas hacía que estábamos juntos, que nos habíamos conocido.

La mujer, alta, de vaqueros, con una camisa suelta y arremangada, casi una muchacha del Oeste, se había parado conmigo a esperar la luz verde en Lavalle y el costado de la 9 de Julio más cercano al río.

Hubo algo extraño. Pasó un taxi, un taxi común, creo que un Falcon, y los dos lo seguimos con la mirada. El taxi no hizo nada en particular: pasó como un taxi, despacio. Sin embargo nos miramos y nos reímos: ella se rió, yo me reí. No mucho: apenas, y sobre todo con los ojos. Nos dimos cuenta porque mirándonos se nos perdió la luz verde y cuando cruzamos nos tomamos de la mano primero, y luego del brazo, de la carne resistente del brazo.

Después estuvo lo del arbusto. Cuando llegamos al otro lado era como si hubiéramos cruzado el Jordán en vez de la 9 de Julio. Ella jadeaba un poco, yo también. Por mi parte hacía tiempo que no sentía esa sensación de abandono de todas las defensas: el cerebro se me había transformado en una gelatina donde sólo flotaban las palabras “qué bien, qué bien”, estado que orillaba seriamente el cretinismo. En cambio el cuerpo parecía cantar a voz en cuello, bañándome en la maravilla de aquella mujer de ojos francos, grandes, mirándome, con la camisa afuera, suelta, sin soltarme la mano, llevándosela un poco al pecho, como para guardarla, y preguntándome, articulando las palabras en un trance, qué tenía que tomar para ir a Berisso. Me hice repetir la pregunta dos veces y después le dije, como si cada palabra fuera una lucha contra la agonía de articularla, que no tenía la menor idea.

–Yo tampoco soy de acá –le dije.

Ante semejante despiste mutuo, nos dimos vuelta otra vez hacia la avenida y emprendimos el regreso. Pero esta vez nos quedamos en el medio. Nuestras cabezas se fueron acercando como atraídas por un electroimán de frecuencia modulada, lenta, y cuando estuvieron muy cerca dejamos de mirarnos, entrecerramos los ojos y nos besamos. Si el Polaco nos hubiese visto, habría comentado: “Muy bien, Cabeza, muy bien; olvídese de vos, y bese, coma, coja. No sea gil”.

Completamente ebrios empezamos a caminar hacia Marcelo T. de Alvear. Atardecía. El perfil de edificios y carteles luminosos, los ruidos de los coches, los pibes que jugaban bajo los árboles en medio de la luz moribunda, jugosa del atardecer, hicieron que me sintiera al borde del desmayo. Ella pareció sentir lo mismo, porque de pronto los dos nos dimos cuenta de que nos estábamos sosteniendo el uno al otro aferrándonos de los cinturones, tirando un poco hacia arriba. Ahora no hubo risa: nos detuvimos porque no podíamos dar un paso más, y hubo un segundo beso interminable. Me gustaba la forma de resistir y ceder que tenía su lengua, el modo en que llevaba el cabello echado hacia atrás y, cuando la toqué con una mano vacilante, tímida por debajo de la áspera tela de la camisa, el seno relativamente pequeño, suavísimo.

Cruzamos una, dos calles. Entramos en una especie de plazoleta oscura, llegamos a la orilla del arbusto, un arbusto redondo, grande, de esos que uno usa de “casita” cuando chico. En un solo movimiento, los dos miramos a nuestro alrededor y después nos dejamos caer mansamente en su interior, raspados por las ramas, la mujer debajo de mí, recibiéndome, deslizando primero las manos para desabrocharme el pantalón, y después metiéndolas por detrás, apretándome las nalgas para que pesara más sobre ella. Había un olor no a tierra sino a polvo, como si estuviéramos fornicando en medio de un desierto amable, protegidos del sol y de la luna.

Y ahora en plena costanera, iba y me decía que era Susan Sontag. Después de unos minutos tuve que creerle: había visto un par de fotos de ella, y se le parecía. Además empezó a moverse, hablar y respirar como Susan Sontag. No habíamos hablado mucho desde que nos conociéramos. Del arbusto habíamos pasado a un bar, donde habíamos comido una pizza de espinaca y salsa blanca bien cargada. Casi nos entendíamos por gestos. Me limité a señalar el teléfono público, me paré, llamé a lo de Daniel y le avisé que esa noche no iba a dormir a su casa. Regresé a la mesa. De ahí pasamos a un hotel, cargados de chocolates y una docena de naranjas. Después había llegado aquel domingo de sol, la caminata interminable por la ciudad vacía, el lento derivar hacia el río, una especie de pasión por caminar, caminar, caminar: dejarnos llevar el uno contra el otro, yo maravillado del tacto cálido de su vaquero de corderoy marrón, de su lengua cada vez que nos besábamos, y del peso de su cuerpo y el mío.

Lo grave no era que ella fuera Susan Sontag, sino que aquella confesión desencadenara de inmediato en mí un proceso de gandolfización irreversible, siniestro. “Oígame bien, Cabeza”, me había dicho una vez el Polaco cariñosamente, aun cuando yo acabara de negarme por enésima vez a permitir que me enseñara a jugar al ajedrez, “nunca seas demasiado tú mismo, vos. Ser demasiado uno mismo es una desgracia, Cabeza, acuérdese lo que te dije yo”. En cuanto recordé las fotos, la vi automáticamente más alta, alerta, a la defensiva. “Porque cuando empezás a ser vos, cuando te gandolfizás, Cabeza, la otra persona, pongámosle González, se va gonzalizando, gonzalizando, hasta que no hay forma de entenderse, Cabeza: muy peligroso eso.”

El Polaco tenía razón. Ahora me sentía rígido, desubicado, ridículo junto a aquella ensayista norteamericana de reconocido prestigio que visitaba nuestras costas, es decir Argentina. ¿De qué carajo podía hablar con ella? ¿Cómo podía volver a abrazar distraído la cintura tierna, suave de alguien que era Susan Sontag? Ponerme a disparatar sobre temas de sus libros, a hablar de la no-interpretación, el cáncer o la tuberculosis en plena costanera, rodeado de gaviotas y un viento ahora sí francamente maloliente, me resultaba la gandolfización final. Decidí jugarme. Me apoyé en el murallón, me di vuelta lentamente, la encaré muy de cerca.

–Tenés unas tetitas hermosas –le dije. Pero la voz fue apenas un poco estridente, tendría que haber sido un susurro cariñoso, ablandado por la sonrisa que sentía por dentro, y que ahora iba siendo atrapada por la rigidez externa, encerrada dentro de cajas cada vez más estrechas.

Ella también se apoyó en el murallón, y aguantó a pie firme. Por un segundo estuvo a punto de romper a reír, y entonces salvábamos la tarde, tal vez nuestras vidas. Pero ya me había dicho quién era, y recordó en cambio, con un ademán de la mano izquierda (adoré esa mano mientras se movía, recordé cómo la había mordisqueado tiernamente en la pieza del hotel, la asocié con su sexo amplio y húmedo y franco como los ojos, como esa mirada que me había impresionado en las fotografías que había visto hacía tanto tiempo y que me habían obligado a reconocerla), recordó, digo, que hacia el atardecer se reunía “con la gente de Punto de Vista”.

Y ahí, como decía mi amigo Ricardito, se pudrió todo. Porque yo conocía también a la gente de Punto de Vista y la apreciaba, porque en medio de ese conocimiento generalizado habría interminables discusiones sobre los pros y los contras de la situación socio-político-cultural pasada, presente y futura, porque todo lo que había quedado en suspenso mientras caminábamos con la mujer por la ciudad, todo lo que había pasado a formar parte de nosotros tácitamente mientras nos hacíamos el amor con dulzura y violencia bajo el arbusto y en el hotel, se haría explícito, hablado, apalabrado, sobado, toqueteado, franeleado, gastado y finalmente abstracto, lejos de la sagrada concreción de nuestras manos, bocas y piel reconociendo interminablemente al otro, un proceso que podría haber durado años pero que se había interrumpido en seco cuando la mujer, en la costanera, mientras el tipo de ojos de pescado se tomaba un taxi como quien se encaminaba al suicidio, me decía:

–Yo soy Susan Sontag.

Y no me consoló nada imaginar el comentario del Polaco, cuando se enterara: “No llore, Cabeza, las yanquis son todas iguales”.

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