VERANO12 › ARIEL DORFMAN

Dorando la píldora

–¿Señora Pérez?

La vieja te va a pestañear, Daniel, te va a mirar medio raro, pero sin hostilidad, ¿entiendes? No es ese tipo de persona, desconfiada, quiero decir.

–Diga, señor.

–Soy un amigo de su hijo Pedro, señora. El me pidió si podia venir a verla.

Todavía no le dices que traes plata para el pasaje ni nada por el estilo. La vieja te abrirá la puerta como si fuera yo mismo el que hubiera vuelto, ya vas a ver.

–¿De Pedrito? Gracias a Dios. No sabe la alegría que me da, señor. Adelante, pase, pase, no vaya a tomar frío, señor, qué bueno, qué linda sorpresa.

Tú te portas como un caballero, mira que es mi madre, entiendes, ni un garabato se te vaya a salir. Te sientas en la punta del sillón, te va a ofrecer y le aceptas el té. Nada de pedirle un trago, nada de . . .

–¿Y cómo está Pedrito, señor? Porque le voy a decir que no escribe nunca el bribón, perdonándome la expresión. Es un hijo excelente, no vaya a creer, señor, que me lamento, me llega regularmente una plata que él me manda desde Kansas. ¿Usted también viene de Kansas?

–Sí, señora. Trabajamos juntos.

–Trabajan juntos. Qué bonito. Así que se podría decir que son colegas de trabajo.

Nunca, Daniel, quise yo contarle a mamá. Por la mismas razones que tú no le contaste a Estela antes de que se viniera. Pensé, temo todavía, que no va a entender, que se va a alarmar. Pero ahora no hay caso. Nunca me perdonaría que me casara sin que ella estuviera presente. Hijo único, y todo eso. Claro que tampoco quiero que llegue acá y arme algún escándalo. Cuando vino Estela, fui yo a buscarla al aeropuerto, tú me lo pediste. Es tu mujer, Daniel, te dije, te corresponde a ti. Dile que estoy enfermo, dijiste, lo que era cierto, te sentías mal toda esa semana, cuéntale en el camino, Pedro, por favor. Y me porté, tienes que reconocerlo. Ahora te toca a ti, Daniel.

–Más que colegas, señora.

Eso se lo cuentas al final, Daniel, no se lo sueltas al principio. Primero el matrimonio, después el pasaje, dejas al último lo del trabajo.

–¿Y cómo está Pedro? ¿Cómo lo dejó usted?

Justamente, señora, a eso vengo. Traigo buenas noticias.

A la vieja, yo no sé si le va a gustar o no. Siempre me jodía que era hora, y los nietos para cuándo, y si acaso me pasa algo que no me decido nunca, y de nuevo con los nietos que hay que tenerlos cuando se es joven, y ojalá que sean sanos, pero por ahí le sale la racha de celos también, así que le hablas maravillas de la Eliana, maravillas. No creo, si me perdonas la libertad, que te cueste hablar maravillas de la Eliana, ¿no?

–¿Buenas noticias?

–Pedro se va casar, señora Pérez.

No le vayas a insinuar lo de ustedes, lo de ustedes antes de que llegara Estela. Es tradicional la vieja. No creo que entendiera. Y no es que yo me metiera contra tu voluntad, Daniel. A un amigo no se le hace eso. Ella quedó sola, pasaron los meses, y te consulté antes de lanzarme al agua, y tú dijiste que estaba bien, que adelante, que tú no te podías oponer porque ese asunto estaba terminado. Pero no creo que a la vieja le gustara. Podría formarse ideas equivocadas sobre la Eliana. Dile más bien que el Dr. Thompson asistirá a la ceremonia. Dile eso. Para que se dé cuenta de que va a ser en grande. Que tenemos la bendición de la compañía.

–¿Se va a casar? ¿Pedrito?

–Sí, señora.

–Podría haberme avisado. ¿No le parece? Podría haberme informado.

–Recién se supo el día antes de que nos viniéramos.

–Tan repentino, Madre Purísima. Pero, ¿de qué me estoy quejando? Casarse. Una buena cosa. Qué linda noticia, señor. Y la novia, señor, usted conoce sin duda a la novia.

– Sí, señora. Ella también trabajaba…, trabaja en el mismo lugar de nosotros.

La vieja se va a parar, te va a dar un abrazo formidable como si fuera yo mismo el que estuviera allá de cuerpo presente. Tú te aguantas todo eso, Daniel. Tiene razón en emocionarse la vieja, después de todo. Le dices que estamos muy enamorados, que nos viste muy contentos, que sin compañía uno en este trabajo se muere de aburrimiento.

–Perdone, señor, pero la verdad es que quedé sin aliento con la noticia. Usted sabe, una piensa que los hijos son como si recién hubieran nacido, se los imagina indefensos. Ya era hora, pero una siempre se sorprende, señor. Y para cuándo es la boda, si es que hay una fecha.

–Justamente, señora, para eso tenía que venir a verla. Su hijo le manda un dinero para comprarse un pasaje. Quieren –los dos quieren– que usted los visite.

–¿A Kansas?

–Para la boda, señora.

Le pones el sobre en la mesa, con discreción. No le pidas que cuente la plata en tu presencia, Daniel, yo sé que a ti te gustan las cuentas claras y el chocolate espeso, pero se va a sentir mal si tú le pides que lo cuente ahí mismo. Tú se lo pones. Para el pasaje, le dices. Nada más.

–No sé qué decir, señor. Yo estaba juntando los pesos para ver si podía, tal vez el año que viene, pero le confieso que no era mucho lo que había ahorrado.

Ahí va a estar de buen ánimo para comprender. O capaz que te pregunte por el cura, si hay iglesia católica en Kansas. Dile que sí, Daniel, dile que no hay problemas.

–Por eso su hijo le manda esto, señora. No quería que usted faltara.

–¿Y cuándo va a ser, señor, la boda, conoce usted la fecha?

Tú no le das detalles. El Dr. Thompson dice que hay que esperar hasta el próximo período, por Eliana dice. Así que le das los menos detalles posibles.

–Probablemente el mes que viene, señora, pero no conocemos exactamente la fecha. Tiene que perdonarme.

–Usted es el que debe perdonarme a mí, señor. Hace diez minutos estamos acá, habla que te habla y ni le he ofrecido algo. ¿Se sirve alguna cosita?

–Si tuviera té, señora, se lo agradecería.

–Té, señor, cómo no, qué gusto tenerlo en casa. Es que estoy muy conmovida con esta noticia. Cuénteme de la novia, señor. ¿Es buena, señor?

–Se llama Eliana, señora. No le conozco la edad. Nunca se conoce la edad de las mujeres, claro. Es hermosa, tranquila, inteligente. ¿Qué más quiere que le diga?

–Si es buena, señor. Es lo más importante. Si es comprensiva y paciente con los hombres.

–Es muy buena, señora. No se preocupe.

–¿Está usted casado, señor?

–Sí, señora.

–Bueno, entonces, usted sabe la importancia de elegir bien. ¿Usted cree que mi hijo hace bien, señor?

–Su hijo sabe lo que hace, señora, puede creerme.

–El muy bribón. No me dijo nunca nada. Debe ser algo reciente, ¿no?

–Más o menos, señora. Trabajamos todos en el mismo lugar, ¿no ve?

Se va a ir a la cocina a buscar el té. Cuando vuelva, Daniel, entonces o en algún momento, ella te va a tirar la pregunta que te permite ir entrando al tema de fondo.

–Parece que pagan bien, señor... señor...

–Torres, Daniel Torres. Si quiere me dice Daniel, señora, si lo prefiere.

–Siempre traté así a los amigos de mi hijo, muchas gracias, así lo seguiré haciendo. ¿Con azúcar, Daniel?

–Sin azúcar, señora. Me hace mal el azúcar.

–Sin azúcar, cómo no. . . Así que ganan bien, decía usted, Daniel. Es un gusto que por fin a Pedro le vaya bien, es un muchacho muy talentoso. Mala suerte nomás ha tenido. Tanto tiempo sin trabajo, fíjese usted.

–Es difícil encontrar trabajo, señora. Y más si no se tienen los papeles, digamos, en regla.

–Pero Pedro tiene todo en regla. Me lo escribió. Ahora tiene residencia legal allá.

–Sí, señora, en la oficina le arreglaron eso, por suerte. Fue bueno que a Pedro le dieran ese trabajo. Le resolvió muchos problemas.

–Acá tampoco es fácil, pero por allá pensábamos que iba a ser más simple. Al principio, parece que no le fue muy bien. El no escribía sobre eso, pero yo me daba cuenta. Nunca le gusta hablar de sí mismo. Los maestros en la escuela decían que era reservado. Eso decían. Yo ni siquiera sé en qué trabaja. Sé que es en Kansas, nada más que eso sé.

No se lo cuentes todo de una vez. De a poco, Daniel, por tu vida.

–Es como un laboratorio, señora.

–¡Un laboratorio! Mi Pedro trabajando en un laboratorio, quién lo hubiera dicho. No sabía que él tuviera algún conocimiento de esas cosas.

Con las amigas, Daniel, con los vecinos, con el cura, todo el día hablando de mí, de su Pedro. Soy su tema preferido.

–Bueno, el laboratorio es sólo parte del asunto. Es como un centro experimental, más bien, sabe, donde prueban las medicinas, las drogas, señora, algo así. Antes de venderlas al publico, señora, hay que... probarlas.

–Claro, señor. Si yo lo sé. Por la radio. A unas ratas les inyectan y las observan después.

Si te habla de las ratas, tú le explicas justamente la diferencia, Daniel, entiendes. Estela se puso rígida. Entonces es peligroso, preguntó. Yo me reí, para que viera que es un trabajo como cualquier otro.

–Las ratas, señora, en efecto. Cuando ya se ha probado una droga en una rata, señora, cuando ya se ve que no tiene ningún efecto sobre la rata o sobre su descendencia, bueno, ya se sabe que se puede comenzar a usar eso para los seres humanos.

–Pobres ratas. Siempre me han dado pena. Pero será necesario para el beneficio de la humanidad, ¿no? ¿Y qué hace Pedro, Daniel? ¿Cuida los animalitos? Siempre le gustaron los animales.

–Lo que pasa, señora, es que la ley norteamericana considera que una medicina no puede venderse si antes no ha sido probada en un ser humano, señora. Un ser humano normal.

–Una buena ley, ojalá tuviéramos tanto respeto por el prójimo en países como los nuestros. Siempre he admirado a los norteamericanos, Daniel. Se preocupan por su gente. No vayan a estar envenenando a la gente después, ¿no es cierto? A mí nunca me han gustado mucho estos remedios modernos. Siempre les he tenido desconfianza. Aunque supongo que no debería hablar en contra si mi hijo es empleado de una de esas firmas. Pero a mí no me convencen de tomarme una de esas píldoras por nada del mundo. Puras tonterías, pura propaganda. Que para la garganta, que para la cabeza, que para el resfrío, que para la diarrea, que para dormir, que para no dormir, hasta para no tener guagua, con su permiso, Daniel, no sirven para nada. Puro comercio con el miedo ajeno nomás.

Trata de presentarlo de la manera más natural, como si fuera lo menos asombroso del mundo. No la vayas a preocupar, por Dios, Daniel.

–Antes usaban a los presos, señora, sabe usted. Los presos que estaban en la cárcel. Para probar las drogas, antes de venderlas, digo.

–¿A los presos?

–Sí, señora, porque estaban en condiciones óptimas según los médicos, los investigadores. Todos reciben la misma alimentación, las mismas condiciones de vida, de aire, de recreación. Hay tiempo de sobra para estudiarlos.

–Pero los presos no tienen por qué estar expuestos a ese tipo de riesgo. Serán criminales, y está bien que los hayan echado a meditar unos años en sus maldades, pero no veo que se justifique que los traten de semejante manera.

–Eso dijo la prensa norteamericana, señora. Los presos querían, eso sí, ganaban buena plata, rompían la monotonía, pero eso se acabó. Buscaron voluntarios, entonces, personas que no tuvieran nada más que hacer todo el día que tomar píldoras, probar medicamentos, todo el día. Los encierran durante meses en dormitorios, aislados, es para poder predecir con exactitud qué efectos tendrá la droga en los seres humanos.

–¿Y no es peligroso para el voluntario?

Las estadísticas. Le citas las estadísticas, Daniel, que no hay riesgo. Que es más seguro que ser camionero, mejor incluso que ser secretaria. Cuéntale los accidentes de trabajo que puede tener una secretaria. Estela no quería creer, pero cuando vio las estadísticas empezó a cambiar su actitud. Pasa que las mujeres creen mucho en los números.

–No es más peligroso que otros trabajos, señora, no.

Cuéntale que todo te lo describen antes y que nunca pasa nada y que hay atención permanente.

–Daniel, usted me va permitir que yo le hable a usted como si fuera mi propio hijo, porque pese a ser un hombre grande y casado y... ¿tiene usted hijos, Daniel?

–Hemos preferido, por el momento, no tenerlos, no señora. Por ahora.

–No deje pasar demasiado tiempo, joven, mire que a los niños hay que gozarlos tempranito. Ya vamos a convencer a Pedro con la Elianita, ¿no es cierto? ¿Pero le pasa algo?

–No es nada, señora. El viaje. Estoy un poco fatigado. Nada más. A veces me mareo.

–La salud. Precisamente lo que le venía diciendo. Usted es un hombre grande y casado, pero yo podría ser su madre. La salud, Daniel, es la única cosa que nos viene directo de Dios. Hay que cuidarla como algo sagrado. Yo, mi buena salud, se la entregué a Pedro. Nunca ha tenido ni un estornudo. Y esos pobres diablos, perdonándome la expresión, no saben lo que hacen, si quiere mi opinión.

–Firman un protocolo, señora. Por ley tienen que hacerlo. Ahí les explican los síntomas que pueden tener, el tipo de experimento de que se trata.

–Si me permite. Daniel, voy a decirle algo. Es usted un hombre bueno. Y hace bien en defender a los pacientes. Hace bien. Yo haría lo mismo. Porque ahora entiendo todo. Este Pedro. Con razón no quería que yo supiera lo que hace. El sabe que a mí las medicinas no me gustan. Las radiaciones, las cremas, todas esas cosas raras me dan miedo. Cuidar a esa pobre gente encerrada debe ser una tarea muy desagradable, muy trágica. Como estar a cargo de un zoológico... Pero miren que soy tonta. Se me había olvidado que usted también hace lo mismo que Pedro y ahora le va a contar que estuve quejándome de su trabajo. Cuando es uno como cualquier otro, ¿no? Y pagan bien, ¿no es cierto? No le vaya a contar lo que yo le acabo de decir. Y menos a mi futura nuera. Tiene que prometérmelo, Daniel.

–Se lo prometo, señora.

Entonces respiras profundo, Daniel, y le cuentas la verdad. Ahórrame a mí tener que hacerlo, hermano. Nada de detalles. Los síntomas, no. Nada de los dolores, los vómitos, las noches jugando a las cartas. Nada de eso. Ni menos por el lado de las mujeres, los anticonceptivos, los támpax, nada de eso, ¿entiendes? Como si no tuviera mayor importancia, como te lo explica el Dr. Thompson, una pega como cualquier otra.

–¿Así que usted también cuida a los enfermitos, Daniel?

–Sí, señora, yo los cuido. Igual que Pedro.

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