VERANO12 › JOSE PABLO FEINMANN

La rubia doméstica

Podría jurar –juro que no soy de los que juran, de los que comprometen su palabra hasta tal extremo, pues me conozco y no diría de mí que soy un buen tipo, puedo jurarte hoy mi eterna amistad y clavarte mañana un puñal en la espalda– que hay demasiadas rubias en Los Angeles, pero ninguna tan sacrificada ni generosa como la rubia doméstica, la que quiso casarse y lo hizo, la que quiso un marido y, al casarse, lo tuvo, la que quiso un hogar y lo tiene, la que quiso hijos y los tiene, la que quiso una hermosa casa y no le falta, la que quiso un hogar perfecto y es el suyo, la que quiere un marido exitoso y quiere lo mismo que su marido anhela, de modo que el tipo pisa cabezas, pega codazos, patea tu culo pero avanza, amigo, sube, trepa en la empresa, nadie lo detiene, y la esposa doméstica sigue sus triunfos, y él se los cuenta y ella lo apoya, lo respalda de buena que es, de esposa compañera que es, de esposa doméstica que es, y el tipo llega alto y los niños van a los mejores colegios, y la rubia doméstica es una madre que a todos cobija, conque lleva a los niños en su carro a todas partes pero sobre todo al colegio, y los lleva y los busca y los trae de nuevo al hogar, la que tiene mucamas con uniforme agrisado y cofia blanca purísima, la que, pese a ello, es la que cocina porque se muere de orgullo si a la noche sus hijos se devoran todo y su marido la mira con amor y la felicita y le dice qué hermosa lasagna has hecho, qué hermosa carne has preparado, qué formidable vino has servido, y ella es la que mira los mapas del mundo con avidez y planea los viajes y se van a Europa, y se visitan Bélgica, y Amsterdan, y París y Venecia y todo eso, sabes, que los americanos tanto aman visitar, y la que toma las fotografías y ni le importa salir en ellas, sino que sea su marido, que sean los niños los que allí aparezcan, la que se hace un tiempo para ella y se preocupa por esa mentecatería de los derechos humanos, de la ecología, de la tala del Amazonas, de la situación de los presos, de los derechos de los gays, y sigue su vida plena, hermosa, sin conflicto alguno, y si un día suena ese teléfono que está en el living, y ella va y lo atiende y nadie dice palabra, y lo único que oye la rubia doméstica es el ¡clic! de alguien que ha cortado esa comunicación frustrada, no se preocupa, retorna a su lugar en la mesa de su hermosa familia, y si el marido pregunta quién era, y si luego dice, sin necesidad, que él no esperaba llamado alguno, la rubia doméstica, amigo, no se altera, no sufre, sabe bien que la que ha llamado es la amante o una de las amantes de su esposo, y que si naturalmente ha surgido esa etapa del matrimonio, es porque naturalmente debía surgir, tan naturalmente como llegaron los niños, como se compraron la casa, como viajaron a Europa, la etapa de ser la rubia doméstica y también la rubia cornuda, la que acepta sus cuernos, la que sabe que los hombres son así, que necesitan un desahogo, que las mujeres deben entenderlo y deben tolerarlo por el bien del hogar, por el bien de los niños, y los niños crecen, y uno le sale putazo y el otro se droga hasta el límite, y la rubia doméstica busca dialogar con ellos, pero los niños han crecido rudos, han crecido malos, han crecido ingratos, y le dicen vete a la mismísima mierda, mami, déjanos en paz y ocúpate de ti, ¿o no sabes que nuestro papá jamás se ha ocupado de nosotros porque ha dedicado su vida a pasear, no por Europa, mami, sino de una concha a la otra?, y la rubia doméstica aguanta la grosería de sus niños, y si hay que ir al precinto a retirarlos pues se han violado a una niña, va y los retira y dice que la culpa es de la niña y sobre todo de sus padres que le permiten ir a lugares

inadecuados, pues sabe y tolera que sus hijos acudan a tugurios pestilentes, pero son muchachos grandes y no niñas, y deben desahogarse, y una rubia doméstica es, muy especialmente, una rubia comprensiva, una rubia bondadosa, una rubia que acepta que sus muchachotes frecuenten el mencionado tugurio pestilente al que acuden a bailar, a drogarse, a beber Speed, Red Bull, a meterse veinte pastillas de esas que te excitan, que te la dejan dura por tres o cuatro días o por una semana entera, cosa que ocurriría si no ocurriera el maldito inconveniente que ocurre y que no es otro que los niños no están en pie una semana entera, sino que la mismísima mañana del día de la farra, se caen a pedazos, vomitan por toda la casa, se cagan, se mean, y la rubia doméstica persevera en limpiar todo y les dice a sus mucamas que se esmeren que el hogar debe lucir digno, sin mácula, sin olores de ninguna especie para cuando esa noche retorne al hogar el jefe de la familia, el padre, el hombre que todo lo sostiene con su trabajo, porque el tipo ya está al frente de diez empresas y se ha hecho poderoso, y ya no tiene amantes porque ni tiempo le queda para tenerlas, porque toda la calentura que solía dominarlo la ha depositado en el trámite arrasador de manejar esas condenadas corporaciones, y la rubia doméstica se dice, se confiesa con orgullo que ella lo sabía, que alguna vez él habría de volver a sus brazos, que ahora lo tiene para sí, que no lo comparte con nadie, que ninguna otra mujer pone sus manos sobre él, y cierta noche, embebida, impregnada por estos pensamientos, se le aparece con un deshabillé transparente y le susurra cositas dulces al oído, y le dice que desea hacer el amor, como antes, mi vida, como cuando éramos jóvenes y fuertes y hermosos, y él le pregunta si se ha vuelto loca, si la ha picado algún mosquito extraviado del Trópico, alguno de esos que se llegan hasta Los Angeles y, con su pestilente picadura, le ha retorcido la sesera y le ha envenenado la sangre, que además ni recuerda, le dice, si alguna vez fueron fuertes si fueron jóvenes o si fueron hermosos, y que si por algo recuerda que – a no dudarlo– alguna vez han de haber hecho el amor es porque ahí están nuestros hijos para dar fe de ello, pero ni loco lo haría de nuevo, porque muy especialmente, mi vida, mi fiel y sacrificada esposa, no quiero correr ni por asomo el horroroso riesgo de que nos salga otro hijo, otro espanto del infierno como esos dos que tan bien has criado, y la rubia doméstica se da vuelta y se duerme y se dice que otra vez será, que acaso lo ha acosado muy bruscamente, que debe darle tiempo, que ya volverá a enamorarlo, que ya volverá él a desearla, a quererla, a buscarla en las noches entre las sábanas como alguna vez, como hará veinte o treinta años o acaso un siglo, lo hacía, y suena el timbre, y son las cinco de la mañana, y es un rudo polizonte que le arroja a uno de sus hijos por la cabeza y le dice señora, cuide a esta porquería pues cuatro negrazos se lo pasaban de uno a otro para practicarle sexo anal en un callejón en el que sólo hay ratas y miserables moribundos atiborrados de crac, y cae sobre la alfombra y allí se queda, desmayado, estropeado, hecho trizas, y el otro, un día cualquiera, tal vez un exactísimo día domingo, ese día en que todos solían ir juntos a la Iglesia y cantar cánticos religiosos, cantarle al Señor, a nuestro Dios, que bendecirá nuestro hogar y nos hará felices a todos, ese mismo día, oh, rubia doméstica, el otro, el que no es putazo sino músico y drogadicto feroz, pues sin droga no hay música y si no lo entiendes, mami, es por lo retardada y dura de mollera que eres, es porque nunca has entendido nada, y me voy de tu casa, y de la casa de ese padre millonario y aplasta cabezas, que ha trepado hasta las más altas cumbres de las finanzas en medio de los más turbios negocios, metido hasta los huevos en un mundo de corruptos y de capomafias, en un mundo del que tú, mami, no has tenido noticia alguna, y si no la has tenido es porque no has querido tenerla, de modo que me voy, y vete a buscar a esa escoria humana de tu otro hijo, de mi pobre hermano, que si tiene algo en la cabeza, que si tiene algo de eso que yo, mami, llamo ideología, la que tiene es la del culo, ¿entiendes, mami?, la ideología del culo, eso tiene, y la tiene para ponerlo, mami, para que se lo rompan los peores vagabundos, esos tipos miserables que se mueren como ratas, como ahora mismo se está muriendo él, mami, porque lamento ser yo quien te dé la cruel noticia y precisamente en el preciso instante en que huyo de esta casa, en que ahueco el ala para ya no verte más, lamento, mami, decirte que tu otro hijo tanto apesta a sida, tan putamente sidoso está, que te llamarán en cualquier momento de la morgue municipal o de la morgue del Estado, o de no sé dónde mierda, para que vayas a reconocerlo, mami, y si lo haces, como intenté hacerlo yo antes venir hacia nuestro dulce hogar, recoger mis pocas cosas y huir de aquí como huiría del mismísimo infierno, si lo haces, mami, si reconoces a tu dulce niño en esa apestosa morgue, si ves algo de él, o si lo adivinas cuando levanten la sábana que lo cubre y le veas la jeta, si ves algo de él, mami, si ves algo de lo que él era, es porque eres una madre maravillosa y llevas el rostro también maravilloso de tus niños en las profundidades de tu alma noble, pura, cristiana, de esa alma que has entregado a tu marido ladrón, a tu hijo sidoso y a mí, que huyo, mami, para salvarme de tu maldición, porque creo, y perdona si te lo digo, que ha sido tu bondad la que nos ha exterminado, de modo que adiós y ahí donde me veas en los días por venir no te me acerques, ahórrame la miel de tu bondad, el veneno de tu amor, y la rubia doméstica queda sola en la casa y le dice a la servidumbre que le da el día libre, que se vayan, por favor, les dice, que huyan de su hogar, que quiere estar sola, y no bien lo está, hunde su cabeza en lo profundo del horno de la cocina, que tan buena es, que tan perfectamente funciona como todo lo que en esa casa está, que el gas que arroja es demoledor, podría cocinar, como lo ha hecho en tiempos de tal vez mayor felicidad, un pavo, un venado, un conejo, una lagartija, o cualquier cosa que tú quieras por imposible que parezca, pero que ahora su eficacia se pone al servicio de la rubia doméstica, que ya no saca de ahí su cabeza, que la deja en ese horno, y no porque quiera sino porque se ha marchado, amigo, se ha ido con el Señor, con el buen Dios al que todos los domingos, en la Santa Iglesia, bajo la dulce mirada del pastor evangélico, le rezaba junto a su santa familia.

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Imagen: Luciana Granovsky
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