VERANO12 › GUILLERMO SACCOMANNO

Un cuento de taller

El veneno que me agarró cuando en el hospital escuché que no la iba a contar, dijo en algún momento Cogotito, avanzado ya en la historia, cuenta el Francés. Contar, cuenta el Francés, que dijo en esa oportunidad Cogotito: Que no la iba a contar. Los médicos, las enfermeras, la anestesia, una luz cegadora, la visión borrosa de los de blanco. Este no la cuenta, oyó. Y que si había sobrevivido, contaba Cogotito según el Francés, fue para contar. Y el acentuar el verbo le sirve al Francés para ir entrándole a la historia. Antes, como advertencia, propone: Hay quienes cuentan el cuento a la buena de Dios, y quienes se preocupan por contarlo. Cuando el Francés hace estas digresiones, pensamos, debe entenderse que él, ya no Cogotito, quiere encajar en esta última categoría, la de quienes se esmeran al contar sin que se note. También ha dicho el Francés que esta preocupación, el cómo contar el cuento, es una angustia que a uno lo va atacando con el tiempo, cuando teme perder los detalles. Uno no quiere que el cuento se pierda, como si al perderse fuera uno el que se pierde, entonces siente esa urgencia por contarlo porque, al contarlo, lo hace perdurar y deja que ande en boca de otros. Uno pretende que su historia quede, perdure. Y la única manera de que esto ocurra es cuidando, más que el asunto, la manera en que se cuenta.

Volviendo, la historia de Cogotito, cuenta el Francés, la escuchó contar por el mismo Cogotito en el taller de los Van Dongen, que son muy tuercas, un viernes a la noche. Los holandeses preparaban el jeep para correr en la Intermédanos, torneo popular tuerca si lo hay acá en la Villa. El Francés supone que no hace falta detenerse en los Van Dongen. Quién no les llevó el auto alguna vez, pregunta. Los holandeses, ases para la mecánica, dice alguien, uno de los tres o cuatro de siempre que nos juntamos en su hotel a escuchar sus cuentos en las noches largas del invierno. Para matar el tiempo, escuchar uno de sus cuentos mientras la sudestada acerca el oleaje. Se siente el mar. Y somos nada.

Como tantas madrugadas de invierno, acá estamos, en el bar del hotel. Las noches son largas en esta época del año. La sudestada silba ahora en los vidrios arrimando el mar a pocas cuadras. Entonces es bueno reunirse en el bar. Y mientras el Francés se toma su tiempo para servir otra vuelta de café fuerte y ginebra, escarbar la pipa, cargarla otra vez, es bueno también dejarse ir en los cuentos que cuenta. Así, la historia de Cogotito y los Van Dongen. Esta vez el Francés cuenta que hace unas semanas, un viernes por la noche, estuvo en el taller mecánico de los holandeses. Es costumbre que los viernes haya asado en los talleres mecánicos. Ese viernes no fue la excepción. Pero esa noche el taller era una fragua, los sopletes, las chispas, los martillazos y el sinnúmero de herramientas en acción alistando ese jeep con el que, como siempre que viene la Intermédanos, los holandeses se anotan. Ese sábado a la noche, en lo de los holandeses estaba Cogotito.

Descripción de Cogotito: Veintisiete años, no más de un metro setenta, pelo negro escaso y ojos del mismo color. Al conocerlo. Tanto su cuello delgadísimo que en la base presenta unas cicatrices profundas, unas costuras marrones, llama la atención su voz aguda, aflautada, infantil. Esa noche de viernes Cogotito permanecía a un costado del jeep, del trabajo de poseídos de los holandeses. Cogotito revolvía unas latas de pintura, limpiaba con aguarrás unos pinceles. Lo mío son las letras, cuenta el Francés que le contó Cogotito. Como suele suceder en ciertas circunstancias, cuenta el Francés, puso cara de circunstancia. La misma expresión que pone ahora al contar el cuento adentro del cuento. Al Francés le costaba despegar la mirada de esas cicatrices en el cuello del otro. Con seguridad, en esas cicatrices había una historia, pensé. Y la hubo nomás.

Cogotito cuenta el cuento: Que mi hermano se la bombeaba a la chabona no era noticia. También, la Villa entera se la movía. Pero cuando la chabona quedó preñada mi hermano empezó a evitarla. La chabona vino a nuestra casa en La Virgencita y lo apretó. Ningún boludo, mi hermano. La mandó a que se hiciera el adene. Como no encontraba ningún gil que enganchar, se le había metido abrocharlo a mi hermano sí o sí. Esa noche que vino a casa, al barrio todo tuvo despierto hasta tarde. A los gritos. Cuando más chillaba, más ladraban los perros de La Virgencita. Desde algunas casas la puteaban. Le tiraron un ladrillo. Hasta quedar afónica armó escándalo. Tardó en venir la cana. Al final la chabona tuvo que hacerse el raspaje. Pero volvió a la carga. Entre ceja y ceja lo tenía a mi hermano. Más que encajetada, rabiosa estaba. Entonces le tiró esa pálida, que al hacerse un análisis en el hospital, se lo descubrieron: se había pegado el sida. Cagado en las patas, mi hermano rajó a hacerse el análisis. El culo que tuvo: zafó de milagro. Pero andá a saber a cuántos había dejado la chabona con el regalito. Después de aquello, mi hermano se borró. Vinieron los hermanos de la chabona a buscarlo, lo amenazaron. Si no se casaba con la chabona, lo iban a poner. Ahí fue que mi hermano se piantó a Mar del Plata. Pero a casa seguían llamando los hermanos. Mi vieja, desesperada. Porque ahora le decían a mi vieja que si no se la cobraban con mi hermano, me iban a cortar a mí. Una noche que me quedé hasta tarde acá en el taller, venía en bici pasando las canchitas del Deportivo cuando se me aparece una sombra enorme. Estiró un brazo, me arrancó de la bici. Caímos los dos. Nos dimos como en la guerra. Aunque la iba ligando, yo era el más rápido y ganaba en la distancia. En eso, cuando quiero huir, la veo venir a la chabona con los demás hermanos. Me encerraron. De atrás, el grandote me traba. Veo a uno pasándole una cuchilla a la chabona. Fijate mis dedos, Francés. Fijate estas cicatrices en la mano. Quise protegerme de las estocadas que me tiraba la chabona. Los tendones me arruinó. Y me jodió la profesión. Porque yo soy letrista. Vidrieras, carteles, filetes. Desde entonces no tengo el mismo pulso. Pero los tendones no fueron nada comparado con después. Me tumbaron boca abajo. Entonces la chabona me monta la espalda y tirándome de los pelos me levanta la cabeza: quiere cortarme el cogote. Los hermanos quisieron frenarla. Demasiado, decían. Una cicatriz bastaba. Una cosa era hacerme una marca. Otra pasarme a degüello, cargar con un homicidio. La demencia que tenía la chabona. Me la quitaron de encima. Pero la chabona no aflojaba. Les tiraba cuchilladas a los hermanos. Hasta que el grandote la volteó de una trompada. Cuando me abandonaron chorreaba sangre que era de terror. Creí que se me descolgaba la cabeza. Me agarré el cuello con las manos y tratando de que no se me cayera la cabeza no sé cómo hice para llegar al hospital. Las enfermeras y los médicos se espantaron. Mientras me aplicaban la anestesia para intervenirme quirúrgicamente discutían. El cirujano opinaba que yo no iba a pasar la operación. Que era inútil. El veneno que me agarró cuando oí que no la iba a contar. A pesar de la anestesia me incorporé. A mí me cosen como sea, les dije. Al enterarse, pobre, a mi vieja le dio un ataque y quedó afectada, medio paralítica, sin habla casi. Mi hermano, avisado, volvió a la Villa. Se hizo de una nueve. Y se obsesionó con la venganza. Me costó convencerlo de que no se mandara. Lo contuve, como se dice. Total, la chabona, con la peste encima, iba a tener una muerte lenta. Qué castigo peor. Desde esa vez no se metieron más con nosotros. La vieja se recuperó de a poco. Mi hermano se quedó en la Villa y yo, acá estoy, bastante íntegro si no fuera por los tendones. Lo que sufrí por las letras, que son lo mío. Una tristeza no dedicarme a las letras como antes.

El Francés ha contado la historia sin imitar la dicción de Cogotito. Cuando cuenta una historia le disgusta aquello que aspira a la copia. Si, como mucho, el Francés se atreve a reproducir una frase, su intención apunta a sugerir una particularidad del personaje en cuestión. Por otra parte, siempre hay alguno entre nosotros, los tres o cuatro de siempre, que si no tiene al personaje del cuento, al menos oyó hablar de él. La Villa no deja de ser un pueblo, infierno grande.

Pero ahora, en esta madrugada, nuestra curiosidad deriva hacia los Van Dongen. Esa noche, repite el Francés, viernes. Y el domingo era la competencia. Que conste, admite el Francés, que no soy un apasionado de los fierros. Si esa noche se quedó hasta tarde no se debió solo al costillar que prometía. Se debió al entusiasmo que depositaban los holandeses en armar y desarmar el jeep, sacar una pieza, poner otra. Valía la pena apreciar sus expresiones de un triunfo anticipado en la Intermédanos. El taller se estremecía con el arranque del motor. Apartado, en una mesa improvisada con caballetes y tablones, Cogotito ensayaba con unos pinceles en un cartón las letras que iba a imprimirle al jeep. La potencia que desplegaba el motor les irradiaba una fuerza estimulante a sus pinceles. Luchaba en la prolijidad. Y rezongaba al ver el resultado. Después, otra vez, el machacar de las herramientas, la concentración en un cable, la prueba de la palanca, el control de la válvula. Y, de nuevo, al encender el motor, el Francés tuvo esa sensación: si el mundo y la vida tenían un motor, el motor era éste, bramando en un galpón aquí donde las casas de la Villa empiezan a espaciarse y ser campo.

El Francés demora el desenlace. Afuera la sudestada no da señales de amainar. Vienen ganas de quedarse un rato más en el bar, otra vuelta. Por fin uno se anima a preguntarle al Francés cómo les fue a los holandeses en la competencia. El Francés alarga la pausa. Cuando le toma el gusto a un cuento no quiere que se termine. Sin embargo, hay que resignarse. Mañana es otro día.

Perdieron, dice el Francés. El jeep se les quedó en una duna. La culpa se la echaron a Cogotito. Fama de mufa le hicieron al pobre. Todavía la arrastra.

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Imagen: Leandro Teysseire
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