VERANO12 › RICARDO PIGLIA

La música

Había empezado a amanecer cuando el comisario Croce sintió un rasguido en el aire, como una música. Después, a lo lejos, vio un resplandor, tal vez era el fuego de un linyera o una luz mala en el campo. “Comparo lo que no entiendo”, pensó. La realidad estaba llena de señales y de rastros que a veces era mejor no haber visto. Desde hacía meses vivía de prestado en la casa medio abandonada de un puestero en la estancia de los Moya, esperando que se resolviera el expediente de su cesantía y le pagaran la jubilación. El resplandor se había apagado de golpe pero la claridad persistía al fondo de la hondonada. Las vacas se habían arrimado al alambrado y mugían asustadas por esa luz tan blanca. El cielo estaba limpio y en el aire vio un pájaro –una calandria, pensó– que volaba en un punto fijo, aleteando sin avanzar.

Bajó por el cauce del arroyo seco y cortó camino entre las casuarinas. El Cuzco lo seguía, olfateando la huella con un quejido, el pelo hirsuto, la mirada vidriosa.

–Vamos –le dijo Croce–. Tranquilo, Cuzco.

De pronto el perro salió corriendo y empezó a ladrar y a hurgar en la tierra. En el pasto, en medio de un círculo de ceniza, había una piedra gris. Croce se agachó y la estudió; se levantó, la miró de lejos, volvió a inclinarse y pasó la mano abierta por el aire, sin tocarla. Era como un huevo de avestruz y estaba tibia. Cuando la alzó, el pájaro que volaba inmóvil pareció quedar suelto y se alejó con un graznido hacia los álamos. El material era rugoso, muy pesado; el objeto venía de los confines del universo. Un aerolito, decidió Croce.

En el almacén de los Madariaga todos festejaron la llegada de Croce con la piedra (“el cascote”) que había caído del cielo. La apoyaron sobre una mesa y vieron que era un imán: sintieron un tirón en las rastras, las tijeras de esquilar del viejo Soto no se abrían, los monedas se deslizaban por la tabla y hasta los cascarudos y un mamboretá fueron atraídos por la piedra y quedaron pegados en el borde.

–Se puede hacer plata con esa cosa –dijo Iñíguez.

–En un circo –arriesgó Soto.

–En la ruleta, en Mar del Plata... –siguió Ibáñez–. La movés y la bolita va al número que quieras.

–Tiene un silbido –dijo Soto, escuchando con una mano en la oreja.

–Es la ley de gravedad –dijo Croce– lo que pesa, se viene abajo... –Los parroquianos lo escuchaban, intrigados–. Vaya uno a saber en qué época empezó a caer y a qué velocidad. Parecía una llamarada en el campo ...

–La enciende la fricción en la atmósfera –tanteó Ibáñez.

–Hay que dar cuenta –dijo Madariaga.

–Claro. Prestame el teléfono –dijo Croce.

Tenía que ver. Llamó a Rosa, la bibliotecaria del pueblo y ella le dijo que iba a averiguar. Croce pidió una ginebra, la primera del día era siempre la mejor. Por ahí la piedra le cambiaba la suerte.

Al rato lo llamó Rosa. Había hablado con Teruggi, del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, sí, era un aerolito, tenían que analizarlo, y además le dijo que los objetos extraterrestres son de quien los encuentra y no del dueño del lugar donde caen. A Croce le gustó esa distinción y también la palabra extraterrestre.

–Dice que te van a recompensar y qué querés.

–Como qué quiero...

–A cambio. Plata no, algo...

–No sé –Se quedó pensando–. Un telescopio.

Rosa se largó a reír.

–¿Y para qué, un telescopio?

–Para verte a vos de lejos...

–Mirá qué bien. Cualquier cosa podés pedir –siguió ella–. En el universo no hay propiedad. Pensalo –dijo y cortó.

Un trueque, eso también le gustó. A veces, en tiempo de sequía, no había un peso en el pueblo y al maestro le pagaban con gallinas, a Croce no le cobraban la comida en el restaurant del hotel, a Rosa le pagaban el sueldo con medicina para el dolor de los huesos. Siempre había querido tener un telescopio. En la noche, en el campo, se puede ver muy bien el firmamento. La luz de las estrellas no viene del espacio, viene del tiempo. Soles remotos, muertos hace miles y miles de años. Pensar eso lo aliviaba cuando no podía dormir y en la cabeza le zumbaban los presagios y los malos pensamientos. Con el telescopio, por ahí las noches se le hacían cortas y algo podía aprender sobre el universo.

Lo sacó de la meditación una llamada del doctor Mejía, un abogado de La Plata que le estaba tramitando la jubilación y el retiro. Querían consultarlo sobre el asunto del marinero yugoeslavo que había matado a una copera en un piringundín por Quequén. Croce había leído algo sobre el asunto.

–Messian, el defensor de oficio, anda desorientado y quiere que visites al detenido.

–¿Para?

–Nadie lo entiende, habla en croata...

–¿Y yo qué puedo hacer?

–Andá a verlo, pobre pibe. Está preso en Azul.

A mediodía subió al coche y salió para el sur. Lo consultaban como si estuviera en actividad y le decían comisario y él era un ex comisario, estaba retirado, en disponibilidad, pero lo llamaban igual al teléfono del almacén de los Madariaga, como si fuera su despacho. “Sí, claro, cómo no”, pensaba, “un despacho de bebidas...”. Lo divirtió el símil. Mi despacho, pensó. Podía poner una bandera y un retrato del general San Martín y detener a todo el mundo, menos a los borrachos y a los que vendían whisky de contrabando. Había dejado el aerolito al cuidado de Rosa en la biblioteca.

–Ojo, atrae todos los metales... –le había dicho.

–Ya veo –dijo Rosa–, me tironea la rodilla. Subila ahí, en el costado.

Tenía una rótula de aluminio, pero caminaba sin renguear, bella y liviana, y con el bastón le mostró el hueco en la estantería donde ubicar la piedra.

La miraron un rato.

–Brilla.

–Titila. Parece que estuviera viva –dijo Rosa.

A veces dormía con ella, dormir es un decir, se pasaban la noche conversando, discurriendo, tomando mate. De vez en cuando se metían en la cama. A Rosa no le gustaba que los vieran juntos. Nadie quiere que lo vean con un policía. Pero yo soy un ex policía, estoy retirado. Ella se reía, se iluminaba. “Por eso no, Croce... es que sos muy feo.”

En la cárcel lo estaba esperando el abogado de oficio, flaquito y activo, fumaba nervioso. Y mientras entraban le hizo un resumen del caso.

La noche del 8 de mayo de 1972, después de desembarcar en Quequén, Sandor Pesic, junto con otros tres marineros del barco Belgrado que venía a cargar trigo en los silos del puerto, se fue a tomar unas copas al bar Elsa, un cabaret en la zona mala del puerto. Estuvieron un rato ahí tomando cerveza con las chicas. Sus compañeros se retiraron, pero Pesic se quedó porque le gustaba estar bajo techo, en la luz, sentado a una mesa, como si fuera de ahí, dijo el abogado y concluyó, amargado: “Me saqué la lotería con este individuo”. “Debe pensar que individuo es un palabra jurídica”, pensó Croce mientras pasaban los retenes y las rejas y cruzaban los pasillos. “Un masculino, podría haber dicho”, pensó Croce, “cómo no, un varón, un mocito desgraciao, sería mejor”.

Pesic, solo y algo bebido, sin hablar castellano, presenció esa noche una pelea de las alternadoras Nina Godoy y Rafaela Villavicencio con un cliente. Como la pelea subía de tono, Pesic quiso intervenir para calmarlos, pero recibió un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente. Cuando despertó, Nina estaba muerta en el piso y la otra mujer gritaba y lloraba pidiendo ayuda. El hombre, el cliente, ya no estaba. La policía detuvo a Pesic cuando volvió al barco. Había huido, asustado, en medio del tumulto. Lo encarcelaron, el Balcanes partió y él quedó solo, en ese país perdido.

En el juicio lo declararon culpable del asesinato de Godoy y lo condenaron a veinte años de prisión. De las muchas personas que testimoniaron, Pesic era el único sin antecedentes penales. Rafaela, única testigo de lo que pasó esa noche, declaró cinco veces y en todas contó una historia distinta. Al escuchar la sentencia, el marino se agarró la cabeza y empezó a llorar mientras murmuraba en su idioma.

El abogado de oficio preparaba la apelación y no sabía para dónde agarrar. –Usted, Croce, quién sabe, por ahí encuentra algo...

–Mejor voy solo –dijo el comisario.

El yugoeslavo era un chico rubio, de cara flaca y ojos celestes, tendría dieciocho años, calculó Croce, diecinueve cuanto más, y estaba sentado en el catre, con la espalda apoyada en la pared. En el hueco de la ventana había puesto una foto donde se lo veía sonriendo y tocando el acordeón a piano al lado de una muchacha con el pelo suelto que lo besaba en la mejilla. Le había puesto una vela y unas flores a la fotografía, como si fuera un altar.

–Qué decís, che, soy el comisario Croce –dijo Croce para abreviar.

El yugoeslavo habló un rato en croata y Croce lo escuchó con atención, como si lo comprendiera. Después sacó papel y lápiz y con señas le pidió que le dibujara la escena. Pesic hizo un cuadrado y luego otro al lado y otro cuadrado abajo y otro al costado, como quien hace una pajarera o cuatro mesas de billar vistas de arriba.

En el primer cuadrado hizo unas rayas y había que imaginar –por el birrete– que era un marinero sentado a una mesa con dos mujeres –a las que les había dibujado las melenitas– y varias botellas.

“Nina y Rafaela”, pensó Croce.

En el segundo estaba el marinero tirado en el piso, con puntos negros en lugar de ojos y zzzz escrito al lado, en el idioma universal de las historietas.

“Estaba borracho y se había dormido o lo habían dormido de un golpe.”

En el otro dibujo, junto al muñequito acostado, había una puerta cerrada y un globito que decía toc, toc.

“Dormido había soñado o había oído que alguien golpeaba la puerta”, dedujo Croce.

En el último dibujo aparecía una de las mujeres tirada en el piso y Pesic sostenido de los brazos por dos muñequitos forzudos.

–Y cuando estabas dormido o desmayado, golpearon la puerta –dijo Croce.

Pesic lo miró sin entender, Croce le mostró el segundo dibujo y Pesic volvió a hablar largamente haciendo gestos con la mano, quizá con la ilusión de que lo comprendiera. Imposible.

Entonces Croce puso las manos juntas en la cara y cerró los ojos. “¿Estabas dormido?”, preguntó.

Pesic negó con la cabeza, expectante.

–¿Cómo no? Primero entra uno y después el otro –dijo Croce mostrando primero un dedo y después dos– ¿O había sido uno solo que golpeó dos veces?

–No –dijo Pesic con un gesto. Croce recordó de pronto que en los balcanes, para decir sí, se hacía el gesto de mover la cabeza de arriba abajo y para decir no hacían el gesto de sacudir la cara de un lado al otro.

–Ahá –dijo Croce– Sí.

El chico sonrió por primera vez. Después mostró un dedo y después dos dedos, uno había golpeado dos veces. Raro.

–¿Lo había despertado o lo había oído en sueños? –preguntó Croce.

Pesic hizo unos gestos incomprensibles pero después cerró los ojos y Croce infirió que había escuchado los golpes mientras dormía.

–Si habían golpeado a la puerta dos veces, era una señal. Entonces el crimen había sido planificado y no era el resultado de una pelea casual. Y usaron a Pesic de chivo expiatorio. Primero lo desmayaron... –Croce había hablado en voz alta, como le sucedía a veces mientras pensaba para adentro y Pesic lo miró asustado–. No entendés ni jota –le dijo Croce. El chico se tapó la cara y empezó a llorar. Croce le apoyó la mano en la cabeza.

En la pared del fondo de la celda había una leyenda grabada en la piedra. Meo sangre, Soy José Miguez. Yuta puta. Había cruces para marcar el tiempo y el dibujo primitivo y brutal de una mujer desnuda con las piernas abiertas. “La muerte siempre llama dos veces”, pensó de golpe Croce.

Pesic era el condenado esencial, metido en una historia siniestra, en un puerto miserable, en un país desconocido. Debe pensar, pensó Croce: “Soy el náufrago de todos los náufragos, voy a morir solo en esta celda inmunda”. Pero ¿sería inocente? En el momento del hecho estaba dormido, no podía recordar nada, pero su salvación estaba en ese sueño.

–¿Te acordás qué soñaste? –preguntó Croce y dibujó torpemente un títere dormido (zzzzz) y luego hizo un globo que le salía de la frente con nubes, un árbol, una casita con una chimenea de la que salía humo. El globo estaba dibujado con una línea de puntos que parecía temblar en el aire.

Pesic tomó el papel y dibujó una escalera circular y un mono subido a un árbol que en el cuadro siguiente ya había bajado y caminaba arrastrando los brazos hasta una puerta cerrada al fondo. Miró a Croce y después dibujó la puerta por el lado de adentro con el toc toc al costado. Se quedó quieto un instante y luego señaló a la chica de la foto y cerró los ojos. “Soñó con ella”, dedujo Croce. Pero ¿la escalera y el mono? Esperó a ver, pero Pesic ya se había retirado a su cueva interior y miraba el vacío, hosco y callado. Entonces Croce juntó los dibujos y se despidió con una mueca compasiva.

–Se los llevo al defensor –dijo.

Afuera esperaba el abogado. Cruzaron por los mismos pasillos por los que habían entrado.

–Está embromado el hombre, dijo Croce–. Tuvo un sueño o vio algo mientras estaba dormido. Un mono, una escalera... –Le mostró los dibujos–. En el sueño escuchó golpear dos veces. En realidad era el asesino que venía de la calle. Golpeó la puerta dos veces para avisar... ¿a quién? –dijo Croce y se voló un poco como siempre que estaba ante un caso difícil–. Los golpes habían sonado antes y no después. Los escuchó en sueños y marcan la entrada del asesino. En un crimen hay siempre una pausa, todo se detiene y vuelve a empezar. Es lo que pasó: alguien entró y mató a la chica. ¿Me entiende?

–Más o menos –dijo el abogado mirando los dibujos–, pero yo ¿cómo lo pruebo?

“Suerte que ya no soy más policía”, pensó Croce mientras se alejaba. No podía dejar de pensar en el joven encerrado en la celda. “No tiene a nadie con quien hablar”, pensó mientras salía del presidio y subía al auto y lo ponía en marcha. La ruta estaba medio vacía. “¿Qué podía hacer por el chico?”, pensaba mientras conducía y caía la tarde; la luz de los ranchos ardía, a lo lejos, en el campo abierto, y en el horizonte se oía ladrar los perros, uno y más lejos otro, y después otro. “Los que no salen nunca de la cárcel son los cristianos como éste”, pensaba Croce mientras entraba en el pueblo. Cruzó la calle principal y saludó a los que lo saludaron desde las mesas en la vereda del Hotel Plaza.

Por fin detuvo el auto frente a la biblioteca y tocó bocina. Rosa salió y se apoyó en la ventanilla.

–Ya sé lo que quiero a cambio de la piedra que cayó del cielo.

–Ah, bien...

–Una “verdulera”, una Hohner me gustaría –Rosa se empezó a reír–. Sí, –dijo Croce–. Ahora, en lugar de resolver los casos, les pongo música.

En las noches de verano, cuando las altas ventanas de la cárcel estaban abiertas, se escuchaba el acordeón a piano de Pesic que tocaba las lejanas melodías de su país. Cuando llegaba el invierno, el sonido dulce de la música sólo se oía en los pasillos de la prisión y los presos agradecían poder vivir con el ritmo de esas extrañas canciones en el aire.

El 8 de junio de 1984, casi diez años después de la visita de Croce, fueron detenidos en España dos argentinos de avería, Carlos Farnos y Juan Hankel, que confesaron su responsabilidad en el asesinato de la copera de Quequén. El caso se reabrió. Efectivamente Farnos estaba en el lugar y Hankel golpeó dos veces la puerta para entrar. El gobernador Jorge Aguado redujo la pena de Pesic a ocho años y cuatro meses. El yugoeslavo dejó la cárcel de Azul por buena conducta en 1985. Tenía 29 años. Había pasado trece años preso por un crimen que no había cometido. Al salir declaró que sólo deseaba llegar cuanto antes a su pueblo natal, Trebinje, en Yugoeslavia. Los diarios señalaron que el único objeto personal que se llevó consigo fue “su acordeón a piano”. Y que en su español tentativo y austral dijo que agradecía al “hermano argentino” que se la había “obsequiado”.

“Obsequiado, ¿dónde habrá aprendido ese verbo, el pobre cristo?”, pensó Croce. Salió al patio con el mate en la mano. Era noche cerrada y las estrellas titilaban en el cielo. “Lástima no tener un telescopio”, pensó mientras veía brillar Las Tres Marías en la insondable oscuridad.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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