VERANO12 › ARIEL MAGNUS

Las manos de mi abuela

En el viaje desde el aeropuerto le fui adelantando a la abuela que vivía en el barrio con la peor reputación de Berlín; no bien llegamos a sus suburbios, más feos aún que el centro, le pareció hermoso. Insistí –admito que para provocarla– en que Neukölln era peligroso, sucio, pobre. Que estaba lleno de extranjeros, desocupados, borrachos. No le importó: su nieto debía vivir en un buen barrio y acorde con esta máxima lo juzgó desde el auto. Con el departamento, en cambio –que me adelanté a definir como maravilloso–, pasó todo lo contrario. En eso, y en tantas otras cosas, la abuela es como una niña. Si lo hubiéramos entendido de niños –mi madre no se cansaba de repetirlo– la habríamos querido un poco más. Pero tuvimos que esperar a ser más grandes, tanto yo como mis hermanos, para entenderlo y actuar en consecuencia. Desde entonces que la abuela es de alguna forma la nieta y nosotros sus cuatro abuelos.

Con mi mujer habíamos pensado y producido un cuarto acorde con las necesidades de nuestra huésped, para lo cual tuvimos que reestructurar toda la casa. El escritorio de ella pasó al dormitorio, el sofá-cama a su cuarto de trabajo. Sacamos todas las alfombras y hasta un zócalo demasiado elevado por temor a que se tropezase. Limpiamos los vidrios, que en otros lugares supimos tener sucios durante años. No obstante, la abuela asumió este trabajo de inteligencia como si fuera lo más normal del mundo. Le enumeré subrepticiamente todo lo que habíamos hecho por ella, pero en vano. Tampoco dijo nada sobre el departamento. Nosotros estábamos muy orgullosos de él, de modo que la indiferencia de la abuela un poco me dolió. Decidí jugar mi última carta y le mostré que desde la ventana se podía ver un canal. “Eso debe dar mal olor”, dijo. Nunca la vi asomarse a contemplar el agua, ella que tanto daba por saber sus nombres.

Lo que sí alabó fueron las dimensiones de la cocina y las de la bañadera. Sobre todo las de la bañadera. Según ella, nunca había visto una bañadera tan grande y tan linda. Le dije que podía usarla todo lo que quisiera pero ella dijo que no, que el agua era demasiado cara. Después de insistirle con que no lo era –una mentira, y ella lo sabía–, se animó a tomar baños de inmersión casi todos los días. Lo mismo ocurrió con el teléfono: se dejó persuadir de que era barato y llamó a todas sus amigas y pseudoparientes de Alemania y de Brasil. Aunque su contacto con los hijos y los nietos dependa de él, la abuela no puede hablar tranquila por teléfono: llama, sin prolegómenos se larga a decir todo lo que vino pensando en la última semana con la rapidez de quien se está haciendo encima, escucha apenas lo que uno tenga para contarle y corta. Esta obsesión por no gastar en teléfono o en agua no le viene de judía, como creía yo, sino de alemana. Muchas de las cosas que yo, siguiendo antiguos prejuicios antisemitas, creía que en mi familia se debían a sus raíces judaicas, en realidad proceden de su estirpe germana. Empezando por la avaricia. El ahorro, aun a costa del disfrute, es tan parte de la cultura alemana como el chucrut. La gente aquí corre detrás de las ofertas igual que la abuela o mi madre, campeonas de la compra innecesaria pero baratita. Es un deporte nacional, como en Argentina hacer colas (disciplina que los alemanes desconocen). Lo descubrí al poco tiempo de asentarme aquí y aún me sigue pareciendo inadmisible. Tacaños somos los judíos, por eso nos persiguieron, había creído toda la vida. “Lo que pasa es que no queríamos competencia”, suele bromear un amigo alemán de mi hermano David –uno de los pocos, por cierto, al que mi hermano se animó a confesarle su religión cuando llegó a Alemania para estudiar.

La abuela me pidió que le abriera las valijas y lo primero que hizo –lo primero que hace desde que la conozco– fue desempacar los regalos y dárnoslos como quien devuelve algo prestado. Dos calzoncillos largos marca Hering, además de chocolates que comía de chico pero ya no y saladitos que me gustaban de chico pero ya no. Para mi mujer, un par de enteritos marca Hering y para mis hermanos, unas remeras de la misma marca brasileño-alemana. Respecto de los chocolates y los saladitos, su máxima preocupación era que separase la ración que les correspondía a mis hermanos, temerosa de que me la quedase yo y a la vez imposibilitada de guardarla ella misma hasta la ocasión de verlos. La Oma vive en el temor de que la acusen de injusta; no le importa tanto qué es lo que regala como que a todos les toque igual cantidad. De ahí que sus regalos tengan algo de “atención”, esa variante del obsequio con que los oficinistas se ofenden mutuamente en las Navidades. A eso se suma su obsesión por los papeles de regalo. Me acuerdo que de chico mi madre nos hacía abrir los regalos de la abuela con suma delicadeza, a fin de no arruinar el envoltorio, pues una vez acabado el trámite la abuela procedía a doblarlos prolijamente y a guardarlos para otra ocasión. Y no que a nosotros nos tocara estrenarlos, de hecho creo que nunca recibí de mi abuela un regalo que estuviese envuelto en papel virgen. Prohibirle a un nene arrancar a manotazos el papel de su regalo es casi una perversidad, pero mi madre se veía (o se creía) obligada a hacer esas cosas para que la abuela no le reprochara, también en eso, la forma en que educaba a sus hijos. La abuela siempre dijo que nosotros éramos unos mal educados y que la culpa la tenían nuestros padres. Nos lo decía a nosotros, que nos enojábamos, y se lo decía a mis padres, cuya paciencia con ella ahora me parece admirable pero que antes tenía por patológica. Todavía hoy, cuando por ejemplo mi hermana menor Daniela la trata mal, como lo hicimos todos durante nuestras respectivas adolescencias, la abuela se la agarra con mis viejos buscando mi complicidad. “La culpa es de tu madre que la consiente”, me explica. Yo, como mis padres, aprendí a callar. Y doblo prolijamente los papeles de regalo.

A modo de recepción, mi mujer había preparado una torta de manzana, lo mejor de su arte en materia de dulces. “Demasiada masa y poca fruta”, adujo la abuela y no comió más de medio pedazo. A modo de almuerzo, mi mujer había preparado un Frikassee de pollo con arroz, lo más alemán en su menú. La abuela lo devoró sin una palabra de felicitación o reconocimiento. No por desagradecida sino porque para ella, supongo, una mujer que no sabe hacer Frikassee no es una mujer. Más tarde nadie volvería de Brasil sin traer de regalo para mi mujer algunas recetas de cocina recortadas de revistas alemanas.

Después de almorzar, la abuela me pagó el auto que habíamos alquilado y me dio dinero para comprar un decodificador para la tele. Yo había esperado su llegada antes de comprarlo por ahorrarme esos cien euros, pero también por ver cómo cedía la abuela no bien le explicara que sin ese complemento no se podía ver televisión. La abuela es bastante adicta a la pantalla, aunque por supuesto no lo confiesa. Sólo una vez, hace muchos años, unos días en que me quedé en su casa, le espeté su pasión por la caja boba y ella me dijo Ich bin eine einsame Frau, was soll ich denn sonst machen? (Soy una mujer sola, ¿qué otra cosa querés que haga?). Pero por lo general ella decía que sólo miraba las noticias. Pobre. Debía sufrir mucho teniendo que ocultar su vicio. En casa estaba muy mal visto mirar televisión, de hecho no hubo aparato hasta que cumplí los ocho años, y desde entonces mis padres regulaban la cantidad de horas y el tipo de programas que estábamos autorizados a ver (aunque, según mi abuela, cuando estábamos en Brasil mirábamos el programa de Xuxa, mi madre incluida, cosa a la que ella jamás se había rebajado). La televisión era para mis padres lo contrario a la Kultur –uno de esos valores que yo creía judaico y luego descubrí que era más bien alemán–, cosa que a mi abuela la hacía sentir una ignorante. Yo no pude tener la buena educación que tuvieron ustedes, solía decir colérica, y con razón. Pero el problema no es ése, sino más bien el penoso hecho de que su complejo de inferioridad al respecto es tan grande que acaba aborreciéndonos por nuestra presunta Kultur. Ustedes que son todos taaaan cultos..., puede decir la abuela con el mayor desprecio. Reviviendo, desde el otro lado, el prejuicio que los alemanes (y otros) blandieron (y blanden) contra los judíos y su fama de tipos cultos.

El negocio con el decodificador fue entonces mutuo: ella me ahorró los cien euros, y yo le ahorré la incomodidad de tener que admitir que no podría haber sobrevivido la estadía sin el aparato. Un aparato, dicho sea de paso, que con sus 14 pulgadas seguramente no cumplía con los estándares de la abuela, pues cuando meses más tarde le anuncié por teléfono que me iba a comprar un nuevo televisor, me felicitó efusivamente: “Es una alegría para toda la vida”, sentenció. Por las tardes, pues, la dejaba frente al aparato mientras chequeaba mails o me bañaba. El televisor trajo buenos momentos consigo. Recuerdo que un día, mirando un reportaje a una señora mayor, la Oma dijo: “Yo estoy mucho mejor que ésa, a mí no me tiemblan las manos”.

Además del decodificador y del dinero del alquiler del coche me entregó algunos billetes para hacer las compras en el supermercado. Durante su estadía nos pagó todo a todos, y con gusto. Desembolsar por sus nietos le da un placer tan palpable que uno no siente culpa de mirar sólo el lado izquierdo del menú. De chico, cuando lo único que me interesaban eran sus regalos, no alcanzaba a comprender cuán generosa es la abuela; hoy, que me puedo reír de sus regalos baratos y de su voluntad de ahorro en cosas inverosímiles, siento un poco de remordimiento por todos los años que la tuve por tacaña.

Dejamos a la abuela desarmando la valija y nos fuimos a hacer las compras. Metimos en el changuito todo lo que había insinuado que quería, todo lo que sospechábamos que le gustaba sin animarse a confesarlo y todo lo que sabíamos que a ella le daría placer vernos comer a nosotros. Cuando volvimos, la abuela seguía desarmando la valija. Había desplegado toda la ropa que planeaba usar en los dos meses de estadía –diez días con nosotros, un mes y medio en la cura financiada en parte por el gobierno alemán y una semana con mi hermano Ricky–, y ya no le alcanzaba el lugar que le habíamos hecho en nuestro armario. Le habilitamos parte del nuestro, no fuera a ser que su ropa se arrugase. “¿Quién plancha las camisas en casa?”, me preguntó un día. “Nadie.” “Ah, se nota.” “¿Entonces para qué preguntás?” “Pero deberías planchar las camisas.”

La ropa de la abuela tiene un olor muy fuerte y muy personal que a mí me remite inmediatamente a su departamento, ambientado exactamente igual que el de la pareja de jubilados que vive enfrente nuestro aquí en Berlín. “El truco es colgar medias viejas dentro del armario y ponerles jabones de buena calidad adentro”, me reveló su secreto alguna vez.

Además de los vestidos, los zapatitos y las cremas, la abuela siempre lleva consigo un par de portarretratos. Pare donde pare y por el tiempo que sea, ubica junto a su cama las fotos de toda su familia, o sea, mi madre, mi tío y los nietos. En una de las fotos, donde se ve a mi madre con diez años, también aparece Heinz, su difunto marido, que logró huir antes de la guerra. El tío cuenta que la primera vez que el abuelo se tiró a tomar sol en las playas de Río exclamó: “¡Adolf, gracias por echarme!”.

Por la noche vino mi hermano David y cenamos. El Duli tiene 21 años y hace poco menos de uno que vive en Berlín. Al contrario de Daniela (16), ya es lo suficientemente grande como para no tomarse a la abuela demasiado en serio. Fue una cena agradable. Todas las comidas con la abuela serían agradables. Lo importante es respetar la etiqueta: siempre sentarse todos juntos a la mesa y prestar atención a que ninguno lo haga con el torso desnudo; presentar en su centro absolutamente todo lo que hay en la heladera (aunque se sepa que no se va a comer, lo que cuenta es la abundancia visual) y ocuparse de que cada taza tenga su platito debajo y que cada elemento untable cuente con su respectiva cucharita (untar se unta con el cuchillo pero servirse se sirve con una cucharita, porque de lo contrario pueden quedar residuos individuales en la comida grupal; por la misma razón está mal visto acariciar el lomo de la manteca con el cuchillo, lo correcto es servirse por pedazos), y nunca, bajo ninguna circunstancia, dejar nada en el plato (tampoco hay que dejar nada en la heladera demasiado tiempo o en un cacharro demasiado grande; tirar comida fea o podrida es tabú, sólo hacerlo cuando la Oma duerme).

Cenar y almorzar, y más allá de eso desayunar, son las actividades predilectas de la abuela. Durante el desayuno ya habla del almuerzo y de la cena, incluso del día siguiente. Sin embargo, no come mucho. No bien recibe un plato en un restaurante, lo primero que hace es ofrecer su contenido, o directamente repartirlo de prepo. Salvo que se trate de helados y tortas, que consigue deglutir diariamente en cantidades admirables (“Lo primero que pregunté cuando me escribieron invitándome a Brasil fue si allá había helado”, me confesó), su ansiedad puede más que su estómago, al menos cuando está feliz de sentirse acompañada por sus nietos. Disfruta viéndonos comer, y festeja que aumentemos de peso. La circunstancia de que ella pasó hambre le da un toque patético al asunto, pero el diablo más sabe por viejo, y yo creo, tal vez blasfemamente, que a la abuela la comida más le sabe por abuela que por sobreviviente de Auschwitz.

Venía de un viaje de veinte horas y no se había recostado ni un minuto en todo el día, pero igual fuimos nosotros los que tuvimos que poner fin a la velada. No podíamos más. La ilimitada energía de la abuela parece nutrirse del cansancio que provoca en los otros. Más que hablar, se sumerge en una catarata inagotable de palabras, de sólo escucharla a uno se le aflojan los músculos como después de un baño de inmersión. “Como ya van a ser dos décadas desde que quedé viuda, muchas veces me falta la compañía –explica ella su verborragia–. Por eso cuando estoy en familia hablo mucho, de la alegría que me da sentir que no estoy sola.” Si no habla de cosas coyunturales hasta el colmo del pormenor y la redundancia, tiende a hablar de la vida en general. Cuando habla de la vida en general (su vida comparada con la de los otros, casi siempre en desmedro de los otros) baja el tono de voz y repasa la mesa con las manos. Las manos de mi abuela son el elemento más conmovedor de su persona. Chicas, curvas, fuertes. Metonimia de su cuerpo, acaso de su historia. Con frecuencia, en la mesa o mientras manejaba, no pude evitar la tentación de acariciárselas. Su primera reacción siempre fue hacer algún comentario sobre la sequedad o rugosidad de su piel y enseguida retirarlas. Una vez, sin embargo, pudo vencer ese acto reflejo y simplemente disfrutar de la caricia. El día que no esté más elegiré ese momento para recordarla.

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